No puede ser que le esté sucediendo de nuevo. Baja la vista, como avergonzada, pero en realidad lo hace con preocupación. Se le hizo costumbre y ya ni siquiera se da cuenta del momento en el que empieza a disparar contra los individuos que la rodean; tiros certeros que atraviesan los cráneos como si fuesen de gelatina. A veces, los tórax, como para variar un poco. Y no se le mueve un músculo ante los agujeros mortales trazados por las balas, ni cuando visualiza la sangre oscura y espesa que brota como lava de un volcán en plena erupción.
Un hombre grande y canoso se siente delante de ella. Noelia lo observa. Se le hace irresistible centrar la mira sobre la mitad de su cabeza, con una precisión ajustada y capaz de absorber los vaivenes del colectivo. Irresistible y placentero. Ahí está la clave: le divierte hacerlo. Sin embargo, tiene sus límites. Nunca un infante ni un animal. No podría jamás, bajo ningún aspecto. A ella le agrada pasar el tiempo así, aniquilando a sujetos que no conoce.
A pesar de lo gozoso que le resulta, se siente extraña. Le preocupa su manera de pensar ¿Cómo es posible que pueda imaginarse asesinando a la gente sin sentir culpa? No conoce a nadie que haga algo parecido y tiene miedo de que sea un indicio de algo, una clase de advertencia que debería tener en cuenta.
Reflexiona sobre el asunto mientras el colectivo avanza por el empedrado. Toma conciencia de que lo hace todo el tiempo: en el trabajo, en el supermercado, en las plazas. A veces se sorprende haciendo el ruido del disparo con la boca, como si no le bastara visualizarlo todo. También tiene que darle sonido.
Se le ocurre un ejercicio que quizás podría serle útil al ver a una chica joven que sube en Garay y Alberti. Lleva tres bolsas de papel, de las que se entregan en los centros comerciales de marcas caras, y una de ellas es notablemente grande. Demasiado, piensa Noelia. Debe de ser muy incómodo. Y se imagina acudir en su auxilio, tomar esa bolsa grande y pesada, asegurarse de que pueda tener libre una mano para sujetarse durante el giro del vehículo. Una buena acción. Un intento de redimirse ante sus pensamientos sombríos y viscosos.
En la parada siguiente, asciende un hombre de cincuenta y tantos años, con una camisa azul gastada y sucia, un jean con restos de polvo blanco y colorado, y borcegos con punta de acero. Tiene el gesto cansado. Debe ser albañil. O plomero. Chasquea la lengua. ¿Desde cuándo se deja lugar a esa clase de dudas? El tipo es gasista. Es un gasista que viene de realizar un trabajo enorme, de picar una pared de punta a punta para cambiar los caños de gas que estaban viejos e inútiles. Así se tiene que pensar. Nada de andar titubeando.
Noelia cierra los ojos con fuerza. Trata de concentrarse. Su teléfono celular vibra dentro de su bolsillo, pero decide atenderlo después. El hombre es un plomero exhausto, dolorido en las rodillas y en la cintura ¿qué mejor, entonces, que ofrecerle el asiento y una sonrisa? Noelia repasa con velocidad el interior del colectivo. Cuenta. Dos, tres, cuatro, seis asientos vacíos. Ella está ubicada en la última butaca sobre la izquierda, por lo que su visión abarca todo el panorama. Para el caso, no importa. El asunto es ayudarlo; ponerse de pie y ofrecerle el lugar, con un gesto agradable y un tono de voz comprensivo.
El celular vuelve a llamarle la atención. Mientras lo saca, un adolescente alto, con remera musculosa, se ubica dos asientos más adelante. De repente, percibe un aroma fétido. Exhala de manera ruidosa por la boca, como si pretendiera inflar una rueda de bicicleta con sus propios pulmones. Cierra los ojos con fuerza, sin poder creer el olor nauseabundo que puede desprender un ser humano. Y lo peor de todo, razona, es que no aparenta ser alguien quien no disponga de los medios como para darse una ducha. Es un roñoso. Un sucio porque sí, por el simple hecho de serlo. Se muerde el labio y menea la cabeza. Apunta con velocidad, como si se tratara de una presa que intenta huir, y dispara. Puede verlo todo: el cuerpo bamboleante, el orificio perfecto, los sesos desparramados e impregnados sobre el vidrio de la ventanilla, el pasajero de más adelante limpiándose los restos de materia gris que lo han salpicado.
Desbloquea el celular sin perder el gesto de repugnancia. Es Darío, saludando. Noelia piensa que hoy habrá tenido poco trabajo y tiene ganas de pavear. Lo primero que hace es contarle del adolescente oloroso. No puede creerlo. Se indigna, se malhumora.
“Jajaja. Siempre hay un desubicado —responde él— ¿Qué onda el laburo?
Le contesta que estuvo normal. De a ratos, mucho; de a ratos, poco.
Darío le dice que él no tuvo casi nada, que se la pasó escuchando música, que hasta se quedó dormido varios minutos, que lamentó no haber llevado una revista para leer y matar el tiempo.
Ella no tiene demasiadas ganas de leer esos mensajes, de letra tan reducida en la pantalla del celular. Pero Darío insiste y sigue escribiendo. Y escribe tanto que hasta se pone insoportable. Algunas veces se lo dice. Esta vez no va a hacerlo. Necesita contarle algo, compartir lo que le pasa, esas ideas que la perturban y que no puede dejar de disfrutar.
“Sí, decime”, la invita luego de que ella pusiera de manifiesto que le urgía ponerlo al tanto de una situación.
Noelia escribe. Alcanza a formar unas palabras y se detiene. Las borra. Comienza de nuevo:
“Pero no me salgas con ninguna explicación científica, te lo pido por favor”, ironiza.
Darío le jura que no va cometer semejante estupidez.
Y entonces le cuenta. Le dice todo. Que apunta y dispara a la cabeza de todos los que encuentra, que puede ver los cráneos estallando, los agujeros grandes como para que pase una pelota de golf, la sangre salpicándolo todo. Y lo peor, lo más trágico, dice, es que no le genera ningún sentimiento adverso. Por el contrario, lo disfruta. Se divierte. Hasta podría decir que es una tarea desestresante, una maniobra que le es útil para despejar la mente y encontrar tranquilidad.
“Está perfecto. Algunos se dispersan pintando o dibujando, otros haciendo ejercicio. A vos te sale así, y está muy bien”.
No. No puede estar bien. Podría ser una alarma de su psiquis antes de perder la compostura y terminar asesinando gente en la realidad. Podría ser un aviso de esquizofrenia inminente. Una advertencia fáctica.
“Por dónde estás”, le pregunta él.
Noelia se desorienta con su pregunta. Le está contando algo que podría ser terrible, y él le pregunta eso, como si lo minimizara. No sabe si responder o insultarlo.
“Che —insiste—, ¿por dónde estás? Yo estoy en Alberti e Independencia”
Se pone de pie con velocidad. Está a dos cuadras de ahí, y el colectivo avanza con onda verde. Es mejor hablar personalmente este tipo de cosas.
—¿Alguna vez imaginaste que me disparabas a mí? —le pregunta Darío, mientras caminan por Alberti en dirección hacia el norte.
—No —responde seria—. Jamás.
Él asiente con la cabeza. Le pregunta qué siente con todo eso, qué le pasa, qué le gustaría sentir. Noelia titubea. Trata de pensar las palabras que va a decir, de elegirlas, de ordenarse un poco.
—No sé, es complicado. Me da miedo, pero por otro lado, me gusta.
—Miedo por qué.
—Qué sé yo… porque sí. Mirá si termino a los tiros en el medio de la calle.
—No creo —desestima Darío—. Una cosa es imaginarlo y otra es hacerlo. ¿Te acordás cuándo hablábamos de ir a robar un banco y recorrer el mundo en camioneta?
—Sí, pero…
—Es más o menos lo mismo.
—No, nene; no es lo mismo. Esto es muy real. Es como si lo soñara. Me sale solo, como un impulso, como… como unas ganas reprimidas. Hasta siento los olores. La pólvora, el olor a la pólvora, como en año nuevo, cuando la gente tira cohetes. Y el olor de la sangre, de la carne. Y no me da asco.
Darío la mira con calma. Le pregunta si ella se animaría a matar gente de un tiro en la cabeza. Ahora mismo. Que se imagine ella con un arma en la mano, una calibre 45, pesada, fría, con el cargador lleno. Automáticamente, ella responde que no. Darío abre los brazos, como aceptando la obviedad. Noelia levanta las cejas y mueve la cabeza de un lado al otro.
—A mí lo que me preocupa…
—No te tenés que preocupar, Noe —la interrumpe—. Es normal lo que pensás.
—¿Cómo no me voy a preocupar, Darío? ¿Me estás cargando? Tengo ideas absurdas, locas; soy yo matando gente y disfrutando. Imágenes en serio, las puedo vivir, las siento de verdad
Darío asiente. Dice que sí con un gesto, otorgándole naturalidad a lo narrado.
Ella se detiene. No comprende la cara de Darío. Debería estar diciéndole algo, como que él la va a ayudar de alguna manera. O soltando alguna explicación irritante de las conductas humanas, la evolución y ese tipo de cosas. Noelia detesta sus fundamentos científicos para todo. Porque, además, habla como si supiera, y no sabe más que cualquier otra persona.
—Darío, no es normal pensar así —él no responde nada—. Tengo miedo de volverme loca y terminar matando gente.
—Noe, creéme. Es normal. En serio. ¿O me vas a decir que nunca te pusiste a pensar que te ganás cuatrocientos millones de pesos en el Loto?
—Sí, nene; si te lo conté miles de veces.
—Y no solo eso, sino que además te pusiste a sacar cuentas sobre cómo repartirías la plata con familiares y amigos, la casa que te comprarías, los muebles, cómo ambientarías el terreno, los viajes que harías, los negocios, las inversiones, las playas…
Noelia asiente con desgano. Siente que Darío no termina de comprenderla. Ella le cuenta un miedo que acaba de descubrir, y él responde con idioteces.
—Pero, Darío… No tiene nada qué ver… ¿no entendés? Son asuntos…
—Sí, Noe, entiendo. Te entiendo. Lo único que quiero es mostrarte que todos tenemos pensamientos delirados, todo el tiempo. De hecho, yo también me imagino asesinando gente a mansalva y me entretengo.
—¿En serio?
—¡Claro, nena! Voy por la calle a los tiros. En la cabeza, en el pecho, en las piernas para que sufra. Uso la mira de Robocop. Era buenísima.
Noelia piensa un segundo. ¿Cuál era la mira de Robocop? Se le confunden las películas y no consigue distinguirla.
—¿Y a quiénes matás?
—¡A todo el mundo! A los tipos, a las minas, a los pibitos; al que se me cruce por delante. A veces me imagino…
—¿¡A los nenes, también!? —se indigna.
—Sí… es un juego —se justifica Darío.
Noelia le dice que no, que eso traspasa los límites; los chicos son intocables desde cualquier punto de vista. Le pregunta qué tiene en la cabeza, mientras repiquetea con dos dedos en su propia sien.
—No hagás así: pareciera que te estás apuntando vos misma con un arma.
Noelia chasquea la lengua.
—Noe, escúchame; es un juego. Te confieso esto, a riesgo de que me tomes por un inmaduro: me pongo en el papel de Terminator. Soy el Terminator, pero con la mira de Robocop, y entonces no tengo parámetros morales y no distingo la edad de las personas. Mi único comando es eliminar seres humanos.
—O sea que con los animales no te metés.
—Obvio.
—Bueno, pero vos porque estás loco, nene —intenta retomar Noelia—. A mí, igual, me preocupa, me jode, no sé bien cómo definirlo.
—Noe, por el amor de dios, te pido. Calmate. Hagamos un ejercicio. Imaginate que estás en una playa caribeña, hermosa, paradisíaca. No hay nada más que arena blanca, agua turquesa, palmeras, unas montañas de fondo, unos pájaros exóticos. ¿Te produce tranquilidad eso? ¿Sentís algún tipo de relajación?
—Mmm… no, la verdad que no. Me encanta la idea, pero no siento nada.
—Está perfecto. Ahora imaginate que vas y matás a alguien. A cualquiera. Y de cualquier manera. De un tiro, un martillazo, lo que sea. Y te agarra la policía. Te agarra y te lleva a la Justicia, vas a juicio, obviamente te encuentran culpable y te condenan a 20 años de cárcel.
—Horrible.
—¿Qué sentís?
—Es un espanto, Darío ¿Qué me estás preguntando? ¿Qué voy a sentir, alegría? ¿Sabés qué feo debe ser ir a la cárcel? No, me muero. Me mato con lo que tenga a mano.
—Ahí está, Noe. Una playa tranquila no te produce nada, porque la tranquilidad excesiva no es lo tuyo. Pero hace un rato me dijiste que te sentías a gusto matando personas. Y ahora, con el solo hecho de imaginarte en cana, te horrorizás.
Noelia lo mira extrañada y le replica que no tiene sentido lo dice. Ya está cansada de escucharlo. Quiere irse a casa, como cuando era chica y quería salir corriendo del colegio para ir a tomar la chocolatada caliente.
—Sí que tiene sentido, Noe. Escuchame: Lo que quiero decir es que a vos no te preocuparía salir a los tiros, matar gente, hacerles volar los sesos. A vos lo que te asusta es caer presa; es eso. Y está bien. Todos tenemos impulsos asesinos. No significa que seas una desquiciada. No tengas miedo. El asunto es que nadie, por cuestiones culturales, se anima a reconocer que asesinaría a todo ser humano que se le ponga adelante. Es una cuestión de buenas costumbres; queda lindo decir que uno no sería capaz de lastimar a alguien. Pero en realidad, es por las consecuencias. Nadie, pero nadie, quiere terminar veinte años encerrado.
—Vos estás enfermo…
Darío no puede sostener la risa. Tose y se acomoda. La toma de la mano y sonríe hasta que los ojos le quedan ocultos tras las pestañas.
—Puede que tengas razón, pero yo también la tengo. Así que no te preocupes más y concéntrate en lo importante: escondé esa pistola, alejémonos de ese colectivo lleno de muertos y límpiate ahí, el cuello, que te salpicó un poco de sangre.
—Y vos comprate unos anteojos de sol, porque se te ve el ojo robótico y te van a descubrir.
—Cibernético, maldita humana. Soy un organismo cibernético.
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