29 Apr
29Apr

El problema venía de toda la vida, desde cuando los romanos jugaban con la cabeza de sus enemigos, pero terminó de explotar hace ciento y pico de años, cuando Racing e Independiente habían tenido que fusionarse. Una supuesta cadena de gruesísimos errores arbitrales había destinado a Racing a jugar de nuevo en la B y el Rojo había declarado la quiebra. No les había quedado otra posibilidad más que unirse en la desgracia. La idea había sido eliminar las injusticias y desalentar la trampa, esa trampa que nosotros siempre conocimos como picardía criolla. Es justo reconocer que el proceso tecnológico fue infalible por mucho, mucho tiempo; pero no perfecto. Y eso lo pude descubrir sobre el final de mi carrera.

Boca, River y San Lorenzo habían ejercido mucha presión en la AFA. Ellos se sentían víctimas de las más terribles persecuciones que buscaban destruirlos. Vélez y Newell’s también. Huracán fue uno de los pocos clubes que se había opuesto abiertamente a la aplicación total de la tecnología en el fútbol. Estadísticamente, los grandes tenían razón: ellos sufrían más que el resto las posiciones adelantadas mal sancionadas, los penales no cobrados y cosas parecidas; pero proporcionalmente, los perjudicados eran los equipos chicos. De cada diez llegadas al arco rival de los clubes poderosos, había un off-side mal sancionado. Al resto, esa relación se le reducía a un 3 a 1. La explicación es que mientras unos pocos estaban casi todo el partido atacando, los otros apenas si conseguían merodear el área rival.

Supongo que son muy pocos los que saben que llevó algo más de un lustro concluir el implemento de todas las computadoras que fueron necesarias y que no eran posible traerlas del exterior por su elevado costo, debido a que la Tercera Guerra Mundial (en la que participaron sólo los europeos) estaba demandando todos sus esfuerzos en la producción de armas. Sabrá la mayoría o se enterará por mi boca que la Concacaf y la Conmebol se habían independizado de la FIFA, formando la Federación Americana de Fútbol, más conocida como FEAMFU, que posibilitó que este sea el único continente en el que se siga jugando profesionalmente a la pelota. Estados Unidos se había negado a todo: a jugar en la Feamfu y a participar de la Tercera Guerra. Solamente le interesaba convertirse en prestamista de los países bélicos en la post-guerra y someter a toda Europa a sus milenarias recetas económicas esclavizadoras.

Se comenzó utilizando un Ojo de Águila, el mismo que se usaba en los torneos profesionales de tenis, deporte que desapareció hace más de dos décadas por falta de inversores. El Ojo de Águila (también llamado Ojo de Halcón) permitió enseguida asegurar si la pelota salió de la cancha o si pudo ingresar por completo al arco. Sin embargo, a pesar de las satisfacciones de la mayoría, no fue suficiente. De inmediato se exigieron más y mejores dispositivos. Los guantes de los arqueros incluyeron diminutos chips que permitieron saber si la pelota fue desviada por el guardameta. De esa manera, ya no hubo más tiros de esquina mal cobrados.

El Ojo de Águila tuvo un punto débil, por lo que se puso en discusión si no se trataba de un mero carancho desnutrido. Permitía visualizar con extrema precisión si la pelota salía de la cancha, pero en jugadas dudosas no se sabía qué jugador fue el último en tocarla. Así fue que en los botines se colocaron chips que enviaban una señal a la computadora central cada vez que se producía un contacto con el balón. Todos los clubes ya estaban complacidos por tanta exactitud, hasta que Racindiente (nombre primitivo de la fusión de los clubes de Avellaneda, que más tarde pasó a llamarse Indepenracing para evitar el mote de “Los Desdentados”) inició otra protesta ante la Feamfu por una posición adelantada. Entonces, un laborioso trabajo de ingenieros y físicos desarrolló una matriz de rayos laser que abarcaba todo el campo de juego a lo largo y a lo ancho. Ante cada interrupción del haz de luz monodireccional y monocromática, se pudieron conseguir las coordenadas exactas de cada jugador en cualquier lugar y en cualquier momento. Se creyó, entonces, que todo estaba realizado, que todo estaba bajo control y que las dudas eran parte del pasado, cosas del siglo XXI. Y si bien eso era verdad, se sabe que la estadística es un monstruo insaciable, que no para de crecer ni de exigir cada vez más; por eso surgieron los dispositivos en la cintura de los jugadores que miden hasta los milímetros recorridos, con promedios de velocidad y distancia entre cada paso. Luego, fue el turno de los arcos. Todo el terreno era monitoreado por supercomputadoras, salvo los arcos. Y como todo el mundo estaba engolosinado hasta la médula con la dulzura de la información, se quiso que los arcos brinden sus propios datos, que se les permitiera hablar. Y así, hace más de quince años, cientos de sensores fueron desparramados por los palos y los travesaños, con el objetivo de calcular la fuerza con los que eran golpeados por la pelota.

Al inicio de esta revolución tecnológica, se había pensado que los árbitros estaban camino a desaparecer y hubo algunos intentos de protestas por parte de las instituciones que los nuclean. No se habían dado cuenta que mucho más atractivo que la precisión en los fallos era saber si el juez se había equivocado o no. El único contratiempo fue que se perdían varios minutos apelando a los monitores que revelaban los datos procesados por las computadoras: laterales, foules, manos, tiros de esquina. Con los años, se pudo reducir el tiempo perdido al destinar la revisión de las jugadas a aquellas que realmente la merecían, jugadas que podían definir o cambiar la historia del encuentro. El resto, quedaba para la hojarasca semanal y habladurías de oficina.

En Chacatense, el club en el que jugué los últimos tres años de mi carrera y que se formó por otra de las tantas fusiones, en este caso del legendario Platense y del remoto Chacarita, encontramos una nueva forma de divertirnos. Después de cada entrenamiento, pateábamos desde afuera del área grande para pegarle a uno de los palos y constatar en las computadoras quién produjo el impacto más poderoso. Y sin proponérmelo, me convertí en un especialista para atinarle al travesaño, una cualidad no muy efectiva en los partidos, pero entretenida al fin y al cabo. Mi llegada al club coincidió con el cambio de nombre que aprobaron los principales accionistas. Platerita fue el nombre inicial, pero el apodo socarrón de “La novia del Burro”, en referencia a un antiquísimo libro llamado “Platero y yo”, obligó  la modificación.

Quieran creerlo o no, se me hizo drásticamente más sencillo azotar el travesaño a pelotazos cuando se dejó de lado el césped sintético por el natural. Todavía recuerdo la epidemia desatada por la toxina TRX-107, conocida como Mal del Pasto, descubierta por accidente al intentar clonar las hebras sintéticas con el fin de abaratar costos, algo que todavía no se ha conseguido y me permito dudar de que pueda lograrse. Esos parásitos se refugiaban en la hierba plástica y esperaban al acecho por un huésped, que siempre era un futbolista. El retorno de la cancha con tierra y pasto natural no sólo permitió el perfeccionamiento de mis improductivos disparos, sino que también, la recuperación laboral de jardineros y sus ayudantes. 

Cacho Pérez, casualmente amigo de mi viejo, fue contratado como cuidador del terreno y, entre otras cosas, debía regar, cortar el pasto y pintar las líneas. Parecía mentira, pero ese antiguo trabajo estaba de vuelta entre nosotros. Cacho se mostraba particularmente interesado en mí. Me hablaba con un tono de voz diferente que al resto, buscaba darme un apoyo espiritual que yo no necesitaba, pero que de todas maneras me hacía sentir muy bien. Supuse que sentía algo de lástima por mí, debido a la reciente muerte de mi padre, tan trágica, luego de tan extensa agonía. Quizá lo que no sabía es que si me enteré de ese fallecimiento, no fue más que por la prensa, que se había empañado en ver mi reacción ante la feroz enfermedad que afectaba al hombre que abandonó a mi santa madre para dedicarse a la noche, cuando ella estaba embaraza, esperando mi nacimiento. No me alegré de que haya muerto, pero tampoco me entristecí.  

Cacho arrastraba la tradición del mate. Para quien no sabe, especialmente los jóvenes, el mate es una infusión que se bebe en un recipiente que contiene yerba, un tipo particular de hoja triturada. A través de una bombilla metálica, se succiona el agua caliente que se vierte en su interior. Durante el siglo pasado, solía beberse en abundancia por todo nuestro país. Hoy, a pesar de estar prohibido por cuestiones sanitarias, quizá pueda verse un mate en algún pueblito perdido, en los confines de la nada. Decía que Cacho arrastraba la tradición del mate, y no sé cómo, me fue atrapando lenta pero progresivamente el ritual matero. Y entre las charlas rutinarias que se armaban en su habitación dentro del club, un día me dijo que él era capaz de burlar a tanta tecnología aplicada en el juego. Es imposible, pensé. Era imposible. No había modo absoluto de engañar a computadoras capaces de resolver millones de problemas matemáticos en milésimas de segundo. Intuí que el pobre hombre estaba desvariando y no le di mayor importancia.

“El secreto –me dijo varios días después— es que vos consigas que la pelota pegue en el travesaño y pique en la línea”. Le hice notar que eso no es gol, que los sensores y las cámaras iban a registrar todo y que no era una forma viable de engañar a nadie, ni siquiera al ojo de un mediocre árbitro asistente. Cacho se acercó con su silla hacia mí, miró a su alrededor, como si buscara un micrófono oculto entre los trofeos, las banderas colgadas, la pequeña estantería con libros de historia o debajo de la mesa de bambú y vidrio. Justo cuando estaba por decirme algo, se arrepintió y caminó balanceando su sobrepeso entre cada paso hasta llegar a la cocina. Cerró la puerta y volvió hacia mí. “Vos hacelo. Del resto, me encargo yo”, me susurró tan bajo que apenas pude oírlo. Naturalmente, le contesté que sí, mientras pensaba que la soledad lo había enloquecido del todo.

Pasaron los días y yo me había olvidado del asunto, hasta que en el partido contra Vélez, mientras yo calibraba la altura de los tapones en el “Calibromium 8000”, Cacho me dijo que lo haga en ese encuentro, que ya había conseguido preparar todo, que había invadido los sistemas informáticos y los había alterado para que mi eventual disparo contra el travesaño, se convierta en gol. No me acuerdo si sentí curiosidad o miedo, pero por un momento imaginé que Cacho era un terrible hacker, un pirata virtual y estuve a punto de creerle. Cuando salí a la cancha con el resto del equipo, volví a sentir pena por él.

Nunca tuve buena retención sobre los detalles de los partidos; jugué tantos que se me hizo imposible recordarlos todos. De ese juego en particular tampoco me acuerdo mucho: no sé si en el primer tiempo estábamos 0 a 0 o perdiendo por uno. Sí recuerdo que, en el descanso, Cacho se me acercó con cara de chico travieso y me dijo que haga golpear la pelota contra el extremo derecho del travesaño, lo más cerca posible del palo, que allí precisamente estaba el punto débil del sistema. Le respondí, con algo de fastidio (lo reconozco) y ganas de desanimarlo, que no era tan sencillo, que necesitaba un tiro libre cerca del área y más o menos perfilado para ese tiro. Cacho me palmeó el hombro, no sé si brindándome su apoyo o mandándome a la mierda.   

Del segundo tiempo recuerdo que se había tornado muy violento, con casi todos amonestados y supongo que algún expulsado. A dos o tres metros del área, me pegaron una patada muy bruta y reaccioné enloquecido, fuera de mis cabales, y le di un empujón al rival. El árbitro le mostró la tarjeta roja y a mí, apelando a la ley de “Proximidad de gol y sanción”, la violeta. Estaba obligado, entonces, a patear ese tiro libre y salir de la cancha para cumplir una fecha suspensión. En el banco, el técnico se tomaba la cabeza; Cacho agitaba los brazos y me gritaba que lo haga. La pelota estaba a la izquierda de la medialuna, prácticamente recta al palo derecho del arquero. Era la posibilidad de saber si Cacho tenía razón. Dependía de mí. Tanto practicar me había convertido en un especialista. El travesaño esperaba. La computadora leía todo, registraba todo. Salvo nuestros pensamientos.

Pulsé la válvula del botín para que se ajuste lo más posible a mi pie y conseguir la mayor sensibilidad posible. No era lo mismo que en los entrenamientos, definitivamente no. En la semana no tenía miles de ojos encima de mí, ni una barrera de cinco hombres obstaculizando el panorama. Pateé sin meditar mucho. Simplemente le pegué a la pelota. Sabía que mis compañeros esperaban tan poco de mí como yo mismo, aunque se habrán ilusionado al ver que la pelota viajaba con buena dirección, apenas por encima de la barrera, y se habrán desesperanzado al verla golpear el horizontal y picar en la línea.

Pude ver a Cacho saltar con los brazos en alto en el mismo instante en el que el travesaño era impactado por la pelota. Y pude ver como su cuerpo iba descendiendo junto con el balón, flexionando sus rodillas, con el rostro hacia el cielo, con las manos en la gloria. Quedó arrodillado cuando la pelota rebotó en el suelo, en el pasto, con su cara cubierta por sus manos, y recordé una foto que había visto en un viejo libro de historia deportiva de un jugador llamado José Luis Brown, celebrando un gol de cabeza en uno de los Mundiales.

La pelota picó en el suelo y salió hacia adelante. A simple vista, había rebotado sobre la línea de cal. Los rivales no se inmutaron, nosotros no pedimos nada. Sin comprender demasiado, el árbitro hizo la seña de recibir información por el audífono y la pantalla gigante mostró la imagen tridimensional. La pelota caía sin efecto, muerta, paralela al poste derecho del arquero y, al tocar el piso, se congeló el cuadro. Los gritos de Cacho contrastaban con la perplejidad de un estadio lleno de personas. La computadora ya había lanzado inmediatamente su veredicto, jurando que ese esférico analizado había penetrado el arco por 0,3 milímetros; apenas un poco más que el grosor de un cabello humano.

Festejamos ese gol sin mayores sobresaltos ya que no definía el título ni nos salvaba del descenso, a excepción de Cacho, que tuvo que ser asistido por la crisis de nervios que sufrió entre tanta celebración. Y es que solamente él sabía que ese tanto era más suyo que mío y que si no hubiese sido por la astucia de pintar la línea del arco levemente inclinada hacia el interior de la cancha, no hubiese sucedido nada.

Para Cacho, era mucho más que un gol: representaba su triunfo personal sobre décadas de investigación tecnológica. Fue su demostración más cabal de que un poco de imaginación puede vencer a la computadora más avanzada, su sutil manera de evidenciar que un gramo de astucia puede ser más poderosa que la obsesión por la tecnología, su delicado modo de hacernos saber que el fútbol, aunque pasen los años y le joda a quien le joda, sigue siendo de los vivos.

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