Sentí pena por aquella pobre muchacha. Sentí pena y me contagié de su vergüenza y de su consternación, a pesar de que simplemente era yo un observador, un casual testigo por la pura coincidencia de que el hecho haya ocurrido en la puerta de mi casa, debajo de mi balcón.
Alfonsina suele ser tan tranquila como perspicaz y estoy convencido de que posee la capacidad de olfatear los actos de violencia, los altercados, las confrontaciones extremas, si se tiene en cuenta que ha perdido la visión y prácticamente no escucha nada. Sin embargo, fueron sus ladridos desdentados los que me advirtieron sobre lo que acontecía en la calle, a la vera de mi morada. Me levanté tan rápido como me permitieron mis piernas y tomé mis anteojos para ver de lejos. Dos muchachos del barrio discutían con vigor y prepotencia, se amenazaban, se empujaban y se denigraban con insultos frenéticos y coloridos, pergeñados por imaginaciones hirientes, salvajes, devastadoras, con los cuellos hinchados, los rostros refulgentes de ira. Adivinaba la tensión arterial de esos jóvenes merodeando los límites de lo posible y la descarga infinita de adrenalina sobre un corazón por demás excitado.
No pasaron muchos segundos hasta que los agravios se convirtieron en golpes de puño y patadas y rodillazos. La muchacha, de pelo negro y largo, animaba con ademanes y gritos a uno de los luchadores, luego de dejar la campera de jean el piso, al lado de una botella de cerveza. Un colectivo y dos autos tuvieron que frenar con brusquedad para evitar atropellarlos; la pelea era dinámica y se movían por la vereda y la avenida. Un ciclomotor casi perdió el equilibrio por esquivarlos, pero pudo mantenerse en pie y los insultó mientras se alejaba. Hubiese llamado a la policía, pero preferí observar la situación por si alguno de los dos caía malherido para acudir con rapidez y brindar las primeras atenciones médicas. Esa era mi prioridad. Además, sabía que en la esquina siempre merodeaba un agente, aunque esa vez no estuvo. La muchacha, tal vez estimulada o probablemente acostumbrada a experimentar ese tipo de vivencias, intentaba sumarse a la gresca, pero los protagonistas se lo impedían. Una señora, incluso, procuró tomarla del brazo y alejarla unos metros, pero ella se resistía sin sospechar que unos momentos después conocería el horror más crudo que pudo haber imaginado.
Imaginé que la pelea se habría desatado por una mujer. Uno de los dos quizá le había piropeado la novia al otro, pensé, y la situación se tensó tanto que desembocó en ese choque. O tal vez una deuda. El dinero también suele ser causante de este tipo de riñas cuando las deudas no son saldadas en el tiempo y forma que el acreedor desea. No es común que esas diferencias se arreglen por los caminos legales, como debería ser.
Descarté que el problema haya sido por una cuestión de fútbol porque conozco de vista a los dos muchachos, son del barrio y entonces di por hecho que eran fanáticos del mismo club. Aunque hay códigos de barras que desconozco. Cabía la posibilidad de que estuviesen midiendo sus fuerzas para liderar alguna de las bandas que acuden a la cancha.
El momento crucial para la vida de esa pobre muchacha llegó causando estupor en todos los que estábamos observando la gresca. Nadie se hubiese imaginado ese final. Nadie lo hubiese podido prever, aunque es sabido que ese tipo de actos violentos pueden desembocar en tragedias o dejar secuelas permanentes y afectar psicológicamente a su entorno, más todavía si uno de ellos está siendo testigo presencial de la cuestión. Y en ese instante, en el que sus ojos vieron la escena que la arrojó del otro lado del umbral de la desesperación y buscaba explicaciones y consuelo en la mirada de los testigos, me reproché haber dejado trunca mi carrera de psicología para convertirme en médico, a pesar de que me apasiona ferozmente mi trabajo. Me hubiese gustado, no obstante, saber qué llevó a esos jóvenes a desembocar en esa actitud inesperada y comprender qué sucedía y sucedería con esa chica, espantada por la situación. Sentí una gran impotencia al no entender las razones por las que el ser humano puede ser tan salvaje y tan capaz de alimentar la violencia hasta límites inconcebibles, actuando con total naturalidad.
Supe después, por comentarios de algunos vecinos, que esa joven era la novia de uno de los muchachos y que por ahora se mantiene en pie gracias a un tratamiento psiquiátrico ambulatorio basado en comprimidos para ese fin.
Supe, también, que esos gladiadores celebran a los cuatros vientos el amor que dicen haber descubierto en plena pelea, en el medio de la calle, cuando, después de haberse revolcado criminalmente por todo el frente de mi casa, se estrujaron en un beso tan vigoroso como las trompadas que intercambiaron, y tan disfrutado, que era difícil distinguir desde este balcón dónde terminaban los labios de uno y empezaban los de su rival.