02 Jan
02Jan

*Cuento ganador del concurso Una final de cuento, organizado por editorial Octubre y Librería Caras y Caretas.

No fue mi culpa. 

Sé, a consciencia, que no tuve ninguna responsabilidad en el accidente de mi hermano; pero no me puedo sacar de la cabeza la sensación aberrante de haber sido la chispa que provocó la explosión. 

Si no le hubiese insistido para que viniera a Buenos Aires desde Santa Fe a ver la Final con nosotros, no sólo la hubiese visto el mismo dieciocho de diciembre; sino que también estaría sano, en su casa, haciendo su vida con toda normalidad.

 Por eso estamos ahora en el auto, con una notebook y un televisor de treinta y dos pulgadas, yendo al sanatorio. Para que Federico pueda ver la Final del Mundo como si se estuviese jugando en vivo. Él ya sabe que se jugó. Se despertó hace cuatro días, después de pasar casi una semana en coma farmacológico por las lesiones que tuvo. Lo operaron dos veces de la pelvis y de la pierna derecha. Le drenaron los dos pulmones. Estuvieron a punto de abrirle una parte del cráneo para descomprimir la inflamación del cerebro. Lo que no sabe es el resultado. Tuvimos que esperar hasta hoy para que nos dieran permiso, porque las medicaciones lo tenían atontado y durmió casi todo el tiempo. 

Nos costó una barbaridad convencer a los médicos. De hecho, el neurólogo fue el único que se mantuvo firme con la negativa por la molestia que le genera la luz, el bombardeo de imágenes y la excitación que le puede provocar el partido mismo. Pero Federico también insistió. Quiere verlo. Quiere saber, pregunta, intenta adivinar el resultado. Nos vimos obligados a montar un blindaje para evitar que se enterara. Porque, cuando se da cuenta, no quiere saberlo. No quiere que le cuenten nada. Dice que tiene que verlo, que necesita vivirlo como si todavía no se hubiese jugado. Y nosotros, con mi señora y mi pibe, nos encargamos de toda la logística para conseguirlo. 

A Lorena le había parecido una locura. Cuando se lo planteé, me dijo que no, que era una estupidez, que atentaba contra la salud de mi hermano. La prioridad, dijo, era que se recuperara, que se pusiera bien y que le dieran el alta. Y yo estaba de acuerdo, pero el que no opinaba como ella, era Federico. Él mismo se lo pidió, en un momento que pudo vencer a la somnolencia. 

Se despierta de a ratos, pregunta dónde está, qué le pasó, a qué hora es el partido. No se acuerda de todo, por supuesto. Pero tiene algunas imágenes del accidente que nos llegó a contar. Dice que sueña con el camión de frente, con la trompa blanca y gigante que se le vino encima, y que no lo mató de casualidad. 

Lo vi un par de veces despertarse con el sobresalto típico de las pesadillas, el gemido del susto y la frente transpirada. Hace dos días que estamos con los preparativos. Tuve que conseguir una autorización por escrito de un médico para que los empleados de seguridad me permitan ingresar el televisor, y espero que ahora no nos vayan a hacer problemas.

Acabamos de estacionar a media cuadra del sanatorio. No nos decimos nada. Como si estuviésemos los tres bajo tensión. Y lo estamos. Porque esto puede salir mal. Con la computadora y el bolso con las camisetas no va a haber ninguna dificultad. Lo más normal del mundo es que los familiares les traigan ropa limpia a los internados, y algo para distraerse del aburrimiento de pasar los días enteros en una cama. Pero lo del televisor parece que rompe algunas normas internas. El sanatorio tiene pantallas en las habitaciones, colgadas en la pared. 

Al principio, había pensado en usar la que Federico tiene al pie de la cama, pero al revisarla, me di cuenta de que no puedo acceder a las terminales para conectar la computadora. Tiene una tapa plástica, agarrada con tornillos. Y cuando pregunté, me dijeron que eso lo maneja una empresa externa, y que ni me gaste en intentar hablar con ellos porque no me iban a dar pelota. 

Entramos, por fin. Las puertas automáticas se abren con un sonido apenas perceptible. Enseguida nos sale al cruce uno de seguridad, tal como lo suponía. Nos pregunta adónde vamos, qué es eso, nos dice que no podemos ingresarlo al edificio. Yo trato de contenerme. Lo saludo, le respondo lo evidente, lo que no necesitaría explicar porque está viendo el televisor con sus propios ojos. Le muestro la autorización del médico. El tipo la lee. Tiene cara de pocos amigos. Siento la mirada de Lorena. Su mirada de «no armes un escándalo, por el amor de Dios». Le hago un gesto mínimo con los ojos para que se quede tranquila. Mi hijo está atrás de nosotros, y lo escucho chasquear la lengua. Supongo que heredó la poca paciencia que caracteriza al linaje de mi familia. El tipo vuelve a preguntar. Se para con las manos en la cintura, de frente, como para dejarnos en claro que todavía tenemos el paso bloqueado. Como si fuese un patrón de estancia. Las ganas de insultarlo y hacerlo a un lado de un empujón, me hacen nublar la vista. Pero tengo que seguir el plan. Estar tranquilo. Conversar. Usar las palabras para convencer. Apelar a su humanidad. Así que lo hago. Le digo la verdad. Se lo resumo, y el tipo pone cara de no comprender. Lo cierto es que no me importa si lo entiende o no. El asunto es otro. Yo tengo que pasar con mi familia y el televisor y la computadora y las camisetas, y si no lo entiende, lo lamento, que llame a la policía, que llame al Grupo Halcón y vengan a sacarme entre todos, y que no se ponga en el papel del dueño de la clínica porque seguro ya tengo la cara enrojecida por las ganas de agarrarlo de la corbata y sacarlo a la vereda. Pero el tipo dice que está bien, que le firme el cuaderno de visitas, que anote marca y modelo de los aparatos que estoy ingresando, y listo. 

Eso es todo. En menos de diez minutos, estamos entrando a la habitación de Federico. Nos apuramos. Por suerte, está despierto. Tiene los ojos como si recién se hubiese despertado. Lo saludo así nomás, y pongo la tele sobre los apoyabrazos del sillón de dos cuerpos. Me muestro apurado, ansioso, entusiasmado. Por un lado, lo estoy. Y por el otro, quiero generar el clima de que el partido es en vivo, de que llegamos sobre la hora, y le digo a mi hermano que ya está por empezar, y a mi pibe que prenda la computadora y la conecte. 

Lorena se encarga de sacar las camisetas del bolso. Hay un gorro, y se lo pone de inmediato a Federico sobre la cabeza, y él asiente con una sonrisa. Me chista. Estoy acomodando el televisor contra la pared, a los pies de su cama, pero me hace notar que su propia pierna le interrumpe la visión. La tiene elevada, sostenida en el aire por una soga que pasa a través de una polea y que une una especie de perno, que le atraviesa el tobillo de lado a lado, con unos discos de hierro que hacen de contrapeso. Según el traumatólogo que lo operó, es para reducir la fractura de fémur, alinear el hueso y meterlo a quirófano de nuevo para ponerle un clavo más grande. Así que acomodo el sillón con la tele más al costado, para que Federico pueda mirar con comodidad. 

Los moretones de los ojos ya casi desaparecieron. Tiene el ojo derecho un poco más cerrado que el izquierdo, pero creo que ya puede ver mucho mejor. Le pregunto si tiene ganas de ver el partido. Me responde que sí con la cabeza, y me sostiene la mirada, intuyo que buscando alguna señal, alguna pista de lo que pudo haber pasado. Estoy preparado, y me muestro sin ninguna expresión. Mi pibe termina con lo suyo, conecta la computadora al televisor, toquetea un poco más el teclado y la imagen aparece de golpe. Al principio, un poco pixelada. Pero después de unos segundos, se recompone y muestra una calidad de alta definición. Preparó todo para que el relato de Víctor Hugo coincida de manera exacta con el partido. Cuando surgió su voz, Federico exclamó de alegría. Pensar que el del ochenta y seis lo miramos en un televisor grande, de tubo, y en blanco y negro. 

Suspiro. Hay dos sillas disponibles, y les pido a mi señora y a mi hijo que se sienten ellos, porque yo estoy demasiado nervioso como para sentarme. Prefiero estar de pie. No lo miro, pero sé que Federico sonríe. Él sabe que es verdad. No me puedo sentar en partidos importantes. En partidos definitorios. No sé si le copié la maña a mi viejo o de verdad me pasa a mí también. Mi viejo miró toda la final del ochenta y seis y la del noventa de pie, con los brazos cruzados, puteando a todo lo que se podía putear. Yo hago lo mismo, pero camino. Voy y vengo como un juez de línea. Los tres actuamos a la perfección. Tanto, que yo me siento nervioso de verdad. Obviamente conozco el resultado. Ya pasaron casi dos meses de este partido. Casi dos meses que somos campeones del mundo por tercera vez, pero Federico no lo sabe. No tiene idea. Para él, el partido acaba de comenzar. 

Él también está nervioso. Lo conozco. Se acomoda en la cama, se muerde las uñas, chasquea la lengua. Tiene que salir bien. No podemos darle ninguna señal de lo que está a punto de suceder. Ni siquiera cuando llega el penal a Di María, y Messi se prepara para patearlo. Nos costó un esfuerzo descomunal mantener a mi hermano aislado de esta información. Hablamos con todos los enfermeros, les trajimos facturas, sándwiches de miga y gaseosas varias veces para que no se olvidaran. Lo mismo con los médicos. Incluso, Lorena hizo un cartel que después pegué en la puerta de la habitación para recordar que no tenían que darle ningún indicio del resultado. 

Federico grita el gol. Un grito medido, el puño sacudiendo el aire. Nosotros tres hacemos lo mismo. Yo salto como Silvio Soldán, tal como lo hice en mi casa, mientras pensaba que Federico se había retrasado por algún problema con el auto o un embotellamiento. Tuve la sensación extraña de que algo no estaba saliendo bien. Principalmente por la falta de contacto. Habían pasado seis horas del último mensaje. 

Se suponía que dos horas antes de que comenzara el partido ya estaría en casa. Esa fue la idea. Mi idea. Por eso la culpa. Se habían cumplido unas cuantas coincidencias con el Mundial ‘86, y faltaba la nuestra. Aquella fue la única Final que vimos juntos. Éramos chicos. Yo tenía diez y él tenía cuatro. Después, cuando mis viejos se separaron y Federico se fue a Santa Fe a vivir con mi mamá, nunca más lo pudimos repetir. Por eso le dije que se viniera. Que agarrara el auto y se viniera a casa para verlos juntos, para que nuestro encuentro se sumara a las coincidencias de la participación de Canadá, de la ausencia de Nigeria y del horario de las doce del mediodía. Sería perfecto. Sería la culminación más perfecta de los Mundiales, con un Messi que tenía su última oportunidad concreta de ser campeón del mundo. Con un técnico que les había cerrado la boca a muchos, incluido a mí, después de ganar la Copa América. Y con el regreso, también, de Víctor Hugo a relatar un Mundial. Aunque a mí no me gusta tanto. Prefiero el relato de la tele. Me mareo con la velocidad. Termino sin entender nada con el vértigo de la radio, tantas palabras en tan poco tiempo, tantos apellidos, tanta información. Pero a Federico le encanta. Lo emociona. De hecho, lo descubro en varios tramos mirando al costado de la tele, concentrado en el sonido, como si la descripción oral de las jugadas fuese más potente que la imagen ¿Cómo no lo iba a incluir en el plan? 

Federico grita el segundo gol antes de que la pelota le llegue a Di María. Como si supiera, como si ya lo hubiese visto. O alguien le hubiese contado. Festejamos. Tiro golpes al aire. Intento recrear exactamente todos los movimientos que hice cuando vi el partido. Lorena aplaude. Mi pibe apenas grita el gol, y luego baja la mirada. Veo que Federico lo nota. Lo mira extrañado. Pero no le dice una palabra. Parece entusiasmado, pregunta cuánto falta, y se responde a sí mismo que quedan ocho minutos y monedas. Termina el primer tiempo y yo aplaudo. Aplaudo con menos fuerza y, por lo tanto, menos ruido que el que hice en mi casa, pero respetando la coreografía. Lorena aprovecha para ir al baño. Mi pibe saca los sánguches de miga y las botellas de gaseosas. Federico lo rechaza. Dice que la medicación le saca el apetito, que apenas puede comer lo que le dan ahí, que siempre es un pedazo de pollo y verdura hervida. Respetamos los quince minutos del entretiempo, por supuesto. Tiene que ser real. Nos mostramos nerviosos. Nos movemos, suspiramos, miramos al techo como pidiendo un milagro. Yo me como las uñas. Federico no pregunta nada. Pensé que lo haría. Sin embargo, lo único que dice, antes de que comience el segundo tiempo, es que llamemos a la enfermera y salgamos un minuto para que pueda hacer pis. 

Me agarro la cabeza cuando el árbitro cobra penal para Francia. Mi pibe, totalmente metido en el papel, salta de la silla e insulta. Federico se pasa la mano derecha por la cara, y se refriega los ojos. La otra la tiene enyesada, desde el hombro hasta los nudillos. Fractura de radio y cúbito, y creo que también de codo. Clavos y tornillos para sujetar los huesos y permitir que suelden. En algún momento, se los van a tener que sacar, me imagino. Escucho el susurro de Federico. Lo repite, dice que no puede ser. Mbappé acaba de hacer el segundo gol, el del empate, un minuto después de patear el penal. No puede ser, dice, justo lo mismo que había dicho yo en mi casa, y lo mismo que habrán dicho, al menos, cinco millones de personas. No puede ser. Lo dice Federico, y nosotros nos sumamos al lamento. 

Tal como lo habíamos pactado, no gritamos el tercer gol. Nos quedamos en el amago, en la duda de si entró o no. Las manos en la cabeza, los movimientos erráticos, las miradas entre nosotros. Dejamos que Federico sea el primero en gritarlo, cuando escucha la confirmación en la radio y lo ve a Messi festejar y abrazarse con sus compañeros. 

Ahora viene lo más difícil. Me duele por mi hermano. Por el mal momento, por los nervios que está a punto de pasar, porque sé cómo se pone, porque él es todo emoción, sensible, demostrativo. Veintiocho minutos del alargue. Federico sacude las sábanas y golpea el colchón y putea a Francia, a Dios y a la madre de todos los seres vivos. Gol de Mbappé. Faltan dos minutos para que termine el partido. El lamento del relator se hace carne en todos nosotros. Revivo la angustia. Es como si me faltara el aire y no quiero seguir mirando. Lorena parece igual de afectada. Le tengo que decir a mi pibe que baje la voz, que no se olvide de que estamos en un sanatorio. Me pregunto a mí mismo, en silencio, cómo puede ser que todos estos sentimientos parezcan tan reales. Que se evoquen de esta manera visceral y enloquecedora. Creo, incluso, que estoy más nervioso que hace dos meses, cuando se jugó la Final. Me duele el estómago. Los sánguches de miga me cayeron para el carajo y la gaseosa no colabora en nada. Y todavía falta lo peor. 

No tuve la precaución de decirle a mi pibe que sacara la jugada que se está dando en este mismo momento, de la pelota revoleada por un francés, de la pifia de un defensor argentino, de los nervios capaces de matar de un infarto a un rinoceronte cuando el delantero la deja picar, y está mano a mano con el Dibu Martínez, y el relator que dice que Francia se va para el cuarto, y nosotros en silencio, en el silencio de la tortura, de la desesperación, y el pie del Dibu que se interpone en el camino de la pelota, y alguien completa el despeje, y los cuatro juntos volvemos a respirar y no decimos nada, todavía consternados por el tremendo susto, y en la radio Víctor Hugo dice que es la atajada más grande de todos los tiempos; y Montiel que se escapa por la derecha y mi pibe le dice mirá tío, mira tío, porque lo vio que todavía se estaba recomponiendo con la cara hacia arriba y los ojos cerrados, como si le hubiesen atravesado las costillas con una lanza al rojo vivo, Y Federico mira, y lo ve a Montiel que se va y que tira el centro y que el partido termina y que Lautaro Martínez intenta cabecear y lo hace, y yo en casa grité el gol, me anticipé y lo grité, y ahora me contengo porque sé que se va afuera, porque sé que le pifió como nunca nadie le pifió a un cabezazo, y lo grito igual, para sea todo idéntico, y Federico putea; lo putea a Lautaro y al cielo y a toda la comunidad europea que espera un triunfo de Francia. 

Y ahora sí termina. Nos miramos. Hay una desazón enorme en todos nosotros. Lorena tiene los ojos empañados. Lo revive como yo, y eso que había pensado que no le provocaría nada ver la repetición completa. Mi pibe está fuera de sí. Camina en círculos, conversa con mi hermano, y coinciden con el relator en que no puede ser, en que no se puede sufrir tanto, en lo pudimos haber ganado y casi lo perdimos en el último segundo. 

Yo estoy al borde del vómito. Me duele la cabeza y el cuello, los pies y la cintura. Me duele la vida entera. Creo que me siento peor que cuando se jugó el partido. Y ahora los penales. Federico nos mira. Imagino que intenta leer en nosotros lo que va a pasar. Tiene la frente llena de gotas de transpiración, y le doy una servilleta para que se seque. Nosotros tres seguimos metidos en nuestros papeles, pero ya no actuamos. Estamos sufriendo de verdad. Sobre todo, Lorena. Está consternada. Ni siquiera puede hablar. Toma agua de a sorbos, y veo que le tiemblan las manos. Federico lo único que hace es insultar y chasquear la lengua. Me pide que le suba el respaldo de la cama. Tiene otra energía, una actitud más poderosa, como si hubiese ganado fuerza. Tengo la impresión de que tardan más ahora en empezar con los penales. 

Nos lamentamos con el primero de Francia, que convierte Mbappé. Federico ya no puede dejar de putearlo ni un segundo, totalmente sacado, y se revuelve en la cama por la bronca. Festeja el gol de Messi con el puño en el aire. Lorena aplaude con la suavidad de quien acaricia a un bebé. Yo no digo nada. Tal como lo hice. Creo que tengo miedo de que cambie algo si rompo la cábala. Tampoco festejo los penales de Dybala y de Paredes. Pero sí celebro el que ataja el Dibu, y mucho más, todavía, el que el francés tira afuera. Me paro, salto como un canguro, revoleo los brazos. Falta. Todavía falta. Hay un clima espantoso. Como si esperáramos una detonación. Sólo se escuchan las puteadas de Federico, mis suspiros y el llanto contenido de Lorena. Los por favores que larga mi pibe como si le rezara a un santo de alguna religión. Va otro francés. El relator dice que es Kolo Muani. No lo recordaba. No recuerdo casi ningún nombre de los franceses, y Federico suelta un grito desgarrador cuando ve que lo convierte. Se había ilusionado en otra atajada, imagino, y parece dolerle más que la fractura de fémur. 

Y ahora Montiel. El cuarto penal de argentina. No sé qué dice el relato porque tengo los oídos tapados y la visión borrosa por los nervios y la ansiedad, y Federico mira para arriba, implorando, y yo hago el mismo gesto que hice con los dedos entrelazados, con las manos apoyadas en la cabeza. Y Montiel ahí. El relator dice que Argentina va para ganar, que Montiel se adelanta, y justo antes, un segundo antes de que el jugador comience la carrera, Lorena dice «ay no, Montiel». Como un lamento, como un desgarro en el pecho. Ay no, Montiel, como presagiando el desastre, como anunciando una catástrofe que ya no se puede impedir. Y Federico contiene la respiración. Sé que la escuchó. Sé que se le empezó a derrumbar el mundo. El «ay no, Montiel» queda flotando como el sonido de un torno que impacta en el nervio de una muela. Un zumbido agudo, lleno de dolor y de angustia. Después, cuando nos vayamos a casa, le voy a preguntar a Lorena. Quiero saber si lo hizo a propósito para generar todavía más suspenso o si le salió de un modo natural, porque lo que consigue es que nos quedemos todos paralizados, con gestos de terror, con ganas de ponernos a llorar; y entonces Montiel arranca. Arranca y patea cruzado.                                            


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