Yo fui el primero en decirle que no saliera, y se sumaron todos. Era lo más lógico: Matías se había golpeado el hombro derecho contra el palo y, aunque valió el esfuerzo porque sacó una pelota que se metía, el brazo le quedó inmovilizado. Habíamos agotado los cambios, y un arquero con una sola mano disponible, no tenía cómo ofrecer demasiadas garantías. Así que coincidimos de entrada en que se quedara abajo del arco, que nosotros nos ocuparíamos de sacar de cabeza ese tiro de esquina y, de ser posible, armar una contra que nos permitiera empatar el partido. Matías accedió. Si bien suele discutir la mayoría de las decisiones, tampoco es un tipo que no comprenda las dificultades y las limitaciones ocasionales. Entiendo que le pueda costar quedarse quieto en un córner. Es ágil, rápido y liviano. De hecho, yo jugué en contra de él cuando le patearon desde la mitad de la cancha y sacó la pelota de chilena. Estaba afuera del área grande, como siempre, y no tenía cómo llegar; la pelota se le metía por arriba, y Matías Cano, con una improvisación que jamás volví a ver, la sacó casi de adentro del arco, con una pirueta de acróbata chino. El asunto es que Matías tenía el hombro seriamente lesionado y no podía mover el brazo ni para saludar. Un tiro de esquina a favor de los ingleses no era ninguna pavada, sobre todo si se tiene en cuenta que tenían dos zagueros que medían arriba de un metro noventa y el número nueve que saltaba como un basquetbolista y cabeceaba como una cabra furiosa. Entonces la idea era hacer lo imposible para evitar que consiguieran conectar de cabeza. Empujarlos, pellizcarlos, morderlos, permanecer juntos para formar una barrera. Lo difícil era saber dónde caería la pelota. El Nene Domínguez pudo hacer una lectura bastante acertada al notar y decirnos que el pateador era zurdo, por lo que el disparo, ejecutado desde nuestra esquina derecha, se iría abriendo, se alejaría del arco, para encontrarse de frente con los delanteros que entrarían en estampida. Concluyó, muy hábilmente, que el centro buscaría el medio del área, cerca del punto del penal. A todo esto, nos faltaba organizar lo que vendría después. No quedaba mucho tiempo más para jugar porque ya estábamos en 42 o 43 minutos del segundo tiempo, y había que decidir rápido. Otro de los problemas era que nuestro lanzador tenía mucho dolor en la rodilla, después supimos que se había roto los meniscos, y no iba a poder tirar un pelotazo de cincuenta metros para que el Sapo Galarza corriera como loco. Porque sabíamos que Galarza podía seguir corriendo y ganarles a los defensores. Pero no había quién pudiera lanzar un pase tan largo y con tanta precisión. Concluimos que cualquiera, el que la agarrara, le pegara largo y sobre la izquierda. Así Galarza, en la mejor de las situaciones, podría correr con la pelota en diagonal hacia adentro y llegar perfilado para patear al arco. Matías me miraba como si me pidiera perdón, con la cara llena de culpa, mientras el británico acomodaba la pelota. No me dijo nada, y no hizo falta que lo hiciera. Le dije que se quedara tranquilo, que nosotros íbamos a ganar de cabeza, aunque ellos fuesen bastante más altos, que lo íbamos a hacer laburando en equipo, como la vez que fuimos, Matías y yo, a colaborar como voluntarios en la inundación de Santa Fe y en la caída de cenizas volcánicas en la Patagonia. Él había sido el principal promotor que impulsó la ayuda entre los deportistas y, aunque no fuimos muchos, pudimos armar un buen grupo que viajó y trabajó a la par de los bomberos y del ejército. Y Matías, con una lumbalgia que no lo dejaba dormir, no quiso tomarse ni una tarde de descanso. Siempre tan activo. Y orgulloso, incapaz de reconocer algún dolor. Como en cada entrenamiento que compartimos en los médanos de Villa Gessell, en las sierras de Córdoba o en los calores insufribles de Santiago del Estero. Le hice el mismo gesto pidiéndole tranquilidad con la mano abierta y el ceño fruncido que me había hecho él una vez que viajamos a Mendoza y se le ocurrió subir trotando al cerro La Gloria. “Pasa nada, quedate tranquilo”, me dijo ante mi argumento acerca de que nos moriríamos infartados por la exigencia. A todo esto, el inglés ya estaba preparado para hacer el tiro de esquina. Nosotros, a los gritos de aliento, agitando cómo la indiada en medio del malón, todos agrupados adentro del área chica por delante de Matías, que no decía nada, y eso que era uno de los más habladores de aquella Selección. El Sapo Galarza ya se había ubicado sobre la izquierda, casi en la mitad de la cancha. Entre tanto preparativo, el árbitro dio la orden y el inglés pateó el córner. La pelota vino con efecto hacia el medio del área y se fue abriendo a medida que se acercaba, tal como lo había pronosticado el Nene Domínguez. Yo seguía la pelota con la mirada, girando sobre su eje, cortando el aire, sobrevolando nuestra zona de riesgo. Cuando empezó a descender y miré hacia adelante, me encontré con tres ingleses que venían como escapando de un incendio, con las caras enrojecidas por el esfuerzo; el 9 se acercaba galopando como un toro y saltó con la fuerza provista por la carrera y parecía no terminar nunca de elevarse. Yo salté con él, pero creo que quedé a la altura de su axila. Vi el gesto técnico del cabezazo. El cuerpo arqueado como una caña. El cuello moviéndose como un latigazo. La frente como una maza buscando derribar una pared. Y una sombra ocultándolo todo. Como un eclipse repentino que nos cubrió a todos, a los ingleses y a los argentinos, a los atacantes y a los desesperados. Una mano. Alcancé a distinguir una mano en lo alto, mientras aterrizaba y buscaba mantener el equilibrio para no quedar debajo de esas moles. Una mano enguantada, bien abierta, que entraba en contacto con la pelota. Y la pelota continuaba girando sobre su propio eje, pero ya sin desplazarse, adormecida sobre la mano ahuecada que le hacía de colchón. Cuando pude acomodarme y comprender que Matías Cano había desobedecido lo planeado y que había cortado un centro complicado por el efecto con una sola mano, sin dar rebote, sin titubeos, como si la pelota fuese de lana y su guante, un abrojo; él ya tenía el cuerpo preparado para patear largo, con la vista clavada sobre Galarza, que empezaba a correr para ir a buscar el pelotazo.