Apaga la alarma con un movimiento certero, sin abrir los ojos. Tantea el arma debajo de su almohada, la toma y la deja reposando sobre la mesa de luz. Su primer pensamiento del día es dar lo mejor de sí, aprobar de una bendita vez y sentirse el mejor del mundo, tal como se lo propuso anoche, antes de acostarse. Al sentarse en la cama, en la oscuridad de la madrugada, se esfuerza por visualizar el desafío que tiene por delante. Suspira profundo. Siente los ojos hinchados y tiene la cabeza gacha, las manos sobre los muslos, la respiración pesada, como si pudiese roncar despierto. Va a tomar una ducha. Luego, va a revisar que todo lo necesario se encuentre dentro de su bolso. Se colocará el uniforme, menos la camisa, por temor a mancharla con alguna gota de café con leche. No le importa que sea azul oscuro, casi negro, el color de su indumentaria. No va a permitirse ensuciar el uniforme de policía federal. Recién entonces, va a sentarse a desayunar. Sabe que mientras unte las tostadas con manteca y mermelada, va a estar repasando de manera constante las definiciones de química, sus enlaces iónicos y covalentes, sulfatos y sulfitos, solutos y solventes. Es probable que también tome los apuntes de psicología del crimen y lea, por última vez, algunas definiciones. Lo que no va a repasar es la teoría del arma reglamentaria. Lo sabe de manera casi perfecta y no tiene dudas de que responderá acertadamente todas las preguntas al respecto. El examen va a constar de cuarenta y cinco puntos, imagina. Algunos a desarrollar, otros a elegir entre verdadero y falso. Más tarde, al momento de rendir la prueba física, la mayor parte será en terreno fangoso, con mochilas cargadas de arena, con escaladas por sogas, con descensos a rapel, con secuencias de ejercicios desgastantes, para concluir con una prueba de tiro al blanco, sin tiempo de pensar ni de recuperar los músculos temblorosos de sus brazos por el cansancio. Al final del día, se imagina recibiendo las felicitaciones de sus jefes por haber aprobado con una de las mejores calificaciones. Diploma. Medalla. Manos estrechadas. Y de inmediato la incorporación a las filas. Los gestos serios de sus compañeros. El uniforme oscuro y pesado del Grupo Especial de Operaciones Federales. El casco y el pasamontañas. Los guantes tácticos. El fusil de asalto. Los Borcegos. Toda la indumentaria que ya conoce y a la que está acostumbrado por tantas semanas de entrenamiento. La primera noche en su casa, luego de convertirse de manera oficial y efectiva como un miembro de aquella fuerza de elite, intentará dormir temprano. Va a seguir los consejos nutricionales que le habrán dado: muchas proteínas y una buena dosis de carbohidratos complejos un par de horas antes de ir a la cama. Sin embargo, sabe que no podrá dormirse. Va a pasearse en la soledad de su casa durante la madrugada, envuelto en pensamientos. El silencio, en vez de calmarlo, lo hundirá en la ansiedad. La voz de su padre diciendo que no intente semejante locura porque jamás podría lograrlo. Las palabras preocupadas de su mamá para convencerlo de que no se exponga a tamaño bochorno. El gesto escéptico. Las manos en la cintura acompañando una mirada desaprobatoria. Las críticas sobre su físico delgado en las que se basaron todas las opiniones negativas. Demasiado flaco. Demasiado Petiso. Demasiado débil. Todas esas imágenes cruzarán por su mente. También la de sus amigos burlándose de él. Las risas de sus compañeros de la comisaría. Los insultos de los superiores. La comparación que el sargento le hizo con una nena afiebrada. La promesa de obligarlo desfilar en ropa interior femenina cuando volviera con la desaprobación a cuestas. A todos ellos les va a dedicar su logro, el más importante hasta el momento en su carrera profesional. Aunque no consiga dormir más de tres horas, el entusiasmo generado por oleadas de adrenalina le van a permitir entrenar con un vigor excepcional y con un nivel de concentración destacado. Disparos perfectos en tiros a trescientos metros de distancia. Segundo o tercer lugar en trabajos de resistencia. A tal punto, que recibirá felicitaciones de inmediato y será tenido en cuenta días después, cuando una llamada desde el Poder Legislativo los convoque para lidiar con un grupo comando que ingresó al Congreso de la Nación. Seis individuos, imagina. Seis individuos encapuchados, armados como para ir a la guerra, provistos de armas largas, granadas, chalecos blindados. Más de veinte rehenes, entre legisladores y personal administrativo, concentrados en una oficina amplia sin contacto con el exterior. Solo una ventana que dará a un pequeño patio interno. Se ve a sí mismo bajando de un salto de la camioneta negra, que habrá frenado soltando un chirrido. Las fajas de seguridad sostendrán a decenas de curiosos que se estarán agolpados sobre la avenida Entre Ríos. Para ese momento, ya todos van a tener los cascos ajustados y los rostros cubiertos. Armarán una fila y emprenderán un trote ligero hasta un lateral del edificio. El capitán dará órdenes claras y concretas. Al pasar a su lado, le va a tocar el hombro y le va a pedir que tenga cuidado, que confíe en sus compañeros, que espere órdenes para actuar. El encargado de hablar con los secuestradores va a hacer el intento de rutina, pero solo recibirá insultos, amenazas y tiros al aire para demostrar las convicciones que tienen los delincuentes. Un especialista en sistemas va a descubrir, de alguna manera, que se trata de una banda de narcotraficantes, que, por alguna razón que desconocen, tomaron esa decisión. Algunas horas después, va a llegar la orden de entrar. Los planos indican que alguien podría descender por el espacio del viejo incinerador hasta la oficina del piso superior, y descender lentamente por el pulmón del edificio hasta la ventana del salón donde están los rehenes y sus captores. Sí o sí, dirá un experto, hay que ascender hasta la terraza porque es el único lugar al que no consiguieron acceso los delincuentes. Un debate de pocos minutos arrojará que él es mejor candidato para hacerlo: su cuerpo delgado lo convierte en la persona indicada para caber en la estrecha columna del incinerador. Los drones oficiales van a confirmar que nadie circula por la azotea. Una grúa estacionada sobre la vereda de Combate de los Pozos lo va a elevar casi hasta el borde. Dará un salto, escalará con un movimiento felino y desaparecerá de la vista de sus compañeros. Un pequeño dron va a escoltarlo hasta el sitio por donde deberá entrar, y su jefe le dará indicaciones a través del audífono que tendrá colocado en su oído derecho. No van a temblarle las manos, como le ocurre cada vez que se encuentra en una situación de estrés. Por supuesto que no. Va a tomar el destornillador, va a desajustar la tapa que, se imagina, será una rejilla metálica de láminas horizontales, va a ajustarse por última vez el arnés y probará una vez más la seguridad de la cuerda que evitará su caída. Los primeros veinte segundos, sabe, le van a servir para acostumbrarse a la sensación de tener la cabeza llena de sangre. Sabe, también, que la presión en su cráneo será progresiva, por lo que deberá ser fuerte para tolerarla. La oscuridad lo va a acompañar en el descenso a través de las paredes. Cada tanto, va a sentir que sus ropas se traban con algo, quizás un tornillo suelto o una rebarba de la chapa que recubre las paredes, pero no tendrá inconvenientes en continuar bajando. En su mano derecha llevará la Uzi, asegurada a su cuerpo por una correa. No habrá manera de llevar un fusil de asalto de mayor calibre. Las dimensiones lo harían imposible de transportar en ese espacio reducido. No podrá llevar iluminación. Ninguna linterna que pueda delatar su presencia y sentenciarlo a la voracidad de los delincuentes. Su única ayuda va a ser el diminuto foco led que posee el destornillador, que apenas alcanza para distinguir la posición del tornillo. Lo va a utilizar por segunda vez en menos de cinco minutos para palanquear la tapa, en el piso superior al que deberá ir. Esperará en silencio, arma en mano, antes de ingresar. El cuarto del incinerador va a ser igual que todos: chico, oscuro y húmedo. Va a abrir la puerta con un movimiento leve. Va a respirar hondo. Una gota de sudor le va a caer desde la frente. A pesar de que el suministro eléctrico esté interrumpido, la luz del sol va a ingresar a través de grandes ventanales. Sabe que no tendrá que preocuparse por las pisadas de sus borcegos porque una alfombra color crema va a amortiguar sus pasos durante el recorrido hasta la puerta que le habrán indicado alguno de los empleados que lograron escapar. Va a estar abierta, lo que será un problema menos. Se va a asomar por la ventana que da al patio interno, en el que hay una fuente y algunas macetas con plantas. Otra vez el arnés, la soga, la Uzi en la mano derecha, el descenso controlado cabeza abajo. Va a inhalar hondo una vez más, y va a soltar el aire lentamente. El borde superior de la ventana va a asomarse despacio, centímetro a centímetro, y la imagen de la oficina se abrirá delante de sus ojos. Dos de los seis secuestradores estarán ahí, apoyados sobre escritorios. Uno de ellos, dándole la espalda. El otro, de perfil, casi a noventa grados. Frente a ellos, sentados en el piso, los rehenes. Amontonados, mirando el suelo, algunos estarán haciendo gestos convulsivos de llanto. Afirmará los pies, las rodillas y los muslos en la rugosidad de la pared para evitar el balanceo y generar una oportunidad de disparo. Podría eliminarlos con facilidad. Sus cabezas van a estar a centímetros de distancias por lo que no tendrían chances de reaccionar para ponerse a salvo. El problema serían los otros cuatro. ¿Dónde podrían estar? Se imagina que del otro lado del edificio, cerca de las ventanas que dan a la entrada principal, lo suficientemente alejados como para escuchar algo. Dos disparos contiguos, veloces y certeros. Los dos hombres van a caer casi al mismo tiempo, primero sobre sus rodillas y luego desplomados sobre el piso de porcelanatos y un charco de sangre va a abrirse camino desde los orificios de sus cabezas. Oportunamente, los rehenes no van soltar ningún grito. Van a girar la mirada hacia él, asomado desde el borde superior de la ventana. Lo abrazarán cuando haya ingresado, le darán las gracias, le rogaran por la liberación. Un hombre grande va a explicarle cómo acceder al hall de entrada por uno de los laterales para sorprender a los secuestraron restantes. Podrá echarse a trotar gracias a la alfombra que parece extenderse por todo el Congreso Nacional, llegará a una puerta amplia de vidrio y los verá ahí, de frente a las ventanas, los cuatro juntos, con sus capuchas colocadas y las armas largas colgando de los hombros. Se le adelantan los pensamientos y los reprime: antes de las medallas, los honores y las entrevistas, tendrá que eliminarlos de manera segura. Va a abrir la puerta con la delicadeza de un cirujano. Se va a deslizar con el sigilo de un tigre en pleno acecho. Siete u ocho disparos serán suficientes, todos ellos apuntados a las cabezas. Las balas de la ametralladora no podrán superar la barrera de los chalecos que llevarán puestos, por lo que no tendrá otra opción. Solamente uno de ellos alcanzará a dar un ligero movimiento de reacción, pero no va a dar frutos. No podrán realizar ningún disparo. Con la escena asegurada, ingresará con la Uzi en alto, apuntándolos, pasos lentos y la mirada fija para corroborarlo. No hay movimientos. No hay signos de vida. Los desarmará, según el protocolo, y lo informará a través del radio. Tose y carraspea la garganta. Busca las ojotas con la mirada, pero la penumbra no le permite distinguir con exactitud. Chasquea la lengua. No tiene sentido que se las ponga. Da lo mismo. Abre el cajón de la mesa de luz, saca un papel doblado en el que escribió unas líneas anoche, antes de acostarse, y lo apoya al lado del velador. Sin levantar la mirada, estira la mano derecha y toma el arma, piensa en las burlas de sus amigos, el desprecio de su padre, la incredulidad de su mamá, la humillación de sus superiores. Sonríe y menea la cabeza. Levanta el arma, en la oscuridad de la madrugada, en el silencio de la casa vacía, y dispara con el cañón apenas apoyado en su sien derecha.