24 Aug
24Aug

Perdió. Otra vez. Perdió y habla solo mientras maneja para sacarse la bronca de encima porque es injusto, es recontra injusto que haya perdido de nuevo porque se preparó muchísimo para el último casting. De hecho, no se presentó en los último tres para darse tiempo y concentrarse en el de la película de acción que se va a filmar a partir del año que viene. Lo suyo es el cine. No la televisión ni el teatro. El cine. Y de acción. Asistió a dos talleres para pulir sus dotes actorales, para sacar lo mejor de sí, para que su técnica reluciera. Está seguro de haberlo conseguido. Segurísimo, está. Porque la rompió en la prueba. Se compenetró desde la noche anterior y no pudo salir del personaje hasta dos días después, cuando su señora le gritó que dejara de actuar como un idiota y se comportara. Es que lo lleva en la sangre. Lo impulsa a levantarse cada día y a mejorar siempre un poco más. No es la medicina. No, claro que no. Ser médico es sólo un medio para ganar plata. Para cubrir sus gastos. Sobre todo después de que su suegra se mudó con ellos, y las facturas de luz y gas se incrementaron porque la señora vive con frío y con la tele encendida las veinticuatro horas, mientras él está metido en un quirófano para reparar fracturas de miembros inferiores o encerrado en el consultorio, recibiendo pacientes y haciendo controles. Ahora, atascado en el tránsito de la mañana, no sabe cómo descargar su bronca. No sabe, no puede y putea con la ventanilla cerrada porque afuera está lloviznando y para que nadie lo escuche. Putea cada vez más alto. Porque lo cagaron. Está seguro de que lo cagaron de arriba de un puente porque hace un rato, mientras desayunaba esa avena grisácea con leche tibia y arándanos que come para acompañar a su esposa en esa dieta horrible que hace, y para que ella no se moleste con él por despacharse el café con leche y tostadas con mermelada que tanto le gusta y extraña, leyó en la página de la productora los cuarenta seleccionados para una ronda final de la que serán elegidos los siete u ocho actores que van a integrar el reparto de la película. Es cierto que él no tiene currículum. No tiene experiencia en otras producciones. No tiene antecedentes en programas de televisión ni en series ni en novelas ni en nada parecido, pero sabe. Sabe mucho. Sabe mucho y lo demostró, se los dejó clarísimo a esos hijos de puta que lo evaluaron, a ese tridente formado por el director y dos tipos que deben ser los que ponen la plata para financiar el proyecto, cuando no tuvo necesidad de entrar con el libreto en la mano, como la mayoría, y actuó como si fuese el mismísimo personaje, como si no fuese un traumatólogo de treinta y dos años, sino un sicario de la mafia que se encuentra cara a cara con su víctima y sostienen una conversación de seis minutos, de seis eternos minutos, cargada de tensión y dramatismo. Había visto a los que estaban antes que él y se quedó a observar a los que tuvieron su oportunidad luego de su exhibición. Y no tenía competencia. No le llegaban ni a la articulación astragalocalcánea de tan rústicos y forzados que se veían. Por eso se había ilusionado. No, ni siquiera. Estaba completamente seguro de que se quedaría con alguno de los papeles. Supo, porque se los dijeron a todos, que los resultados se publicarían al cabo de dos meses. Y fueron tres, al final. Tres meses de ansiedad y de revisar casi todos los días la página y las redes sociales de la productora, del director y de todos los periodistas especializados en cine que podrían tener alguna novedad. Fueron tres meses de preparación continua. De ejercicios de respiración, de gestos, muecas, articulación vocal, movimientos del cuerpo y de las piernas y de los brazos. Tres meses dedicados a la película. Tres meses en los que imaginó el llamado, la incorporación al staff, el guion completo, el estudio pormenorizado del libreto, sus líneas, las felicitaciones de sus colegas, las críticas maravilladas de la prensa, el reconocimiento del público. Y los premios. Los premios al actor revelación. Las convocatorias a otras filmaciones. Las ofertas millonarias. El despegue definitivo de su vida estancada entre un sanatorio de Coghlan y su departamento en Almagro. Presiona con fuerza, con furia, con odio la bocina para indicarle a otro conductor que acaba de cometer una maniobra temeraria. Aunque la maniobra temeraria fue intentar cambiar de carril. Aquel conductor saca la mano por la ventanilla para reconocer su error. Y en vez de aceptarlas como lo haría en un día común y corriente, explota en una concatenación de insultos y deseos de torturas, de muerte, augurios de enfermedades para él y su familia. Respira con fuerza. Está agitado. No porque se haya quedado sin aire por el grito, sino porque se desconoce. Cobró consciencia unos segundos después. Insulta, sí. Se fastidia por la estupidez de la gente, también. Pero no suele reaccionar de esa manera. No pierde los estribos, no amenaza, no anhela ver a otra persona herida y sangrando en el piso. Aprovecha que el tránsito se detuvo para mirarse en el espejo retrovisor. Se acomoda el pelo. Escucha dentro de su cabeza la voz de su mujer que le dice que no haga esa grasada y use un peine, y que vaya a una peluquería para arreglarse ese desastre. Siempre tiene algo para recriminarle. Si no es que se ve más gordo, es que debería afeitarse o que no se ponga esa camisa, cualquiera que sea. Y la madre de ella siempre coincide. Asiente con la cabeza y suelta algún comentario para apoyarla, como si alguien quisiera escuchar su opinión. Necesita hablarlo con alguien. Eso es lo que le hace falta. Pero no con sus compañeros de trabajo. Sus colegas apenas saben de su afición por actuar y de sus gustos por ver cuanta película se estrene. Necesita reunirse con alguno de sus amigos. Necesita que alguno de ellos encuentre un momento para verse, compartir una comida, conversar sobre lo fastidiosa y áspera que es la vida adulta. Pero no pueden. Nunca es un buen momento. Y cuando lo consiguen, él está de guardia. ¿Hablar con su mujer? ¿De verdad la voz de su consciencia le plantea esa pregunta? ¿De verdad hay una voz con semejante ingenuidad y tamaña estupidez como para darle ese consejo? Como si no supiera lo que pasaría. Como si no existiese un historial sobre las burlas y el menosprecio cada vez que intentó compartir algo que lo preocupaba o que le generaba tristeza. Cuando rindió el examen para concursar por el cargo en el hospital y le contó su preocupación, la ansiedad y los nervios que sentía, su propia mujer le respondió que no fuera maricón. Que sea hombre, le dijo. Que se un hombre con los pantalones bien puestos y deje de dar lástima. Más o menos lo mismo que al recordar, un domingo gris y frío, al perro que había tenido en su adolescencia y que murió por una enfermedad en el aparato digestivo. «Dejame el drama a mí, que soy mujer. Vos tenés que comportante como un macho. No como un nene de diez años». Para ella, es un sentimental. Y no, no lo es. Pero, a veces, necesita exteriorizar lo que le pasa. Es lo más sano. Es lo que recomiendan los psicólogos. Al menos, tiene entendido que es así. Se lo habría preguntado al terapeuta con el que tuvo intenciones de analizarse, si su mujer y su suegra no habrían tenido aquella charla durante la cena. —¿Te enteraste, mamá, que este boludo quiere ir al psicólogo? —¿Por? ¿Qué le pasa? ¿Ya anda mariconeando? Hablaban como si él no estuviese presente, como si no estuviesen los tres sentados a la mesa, comiendo pastas, como suelen hacerlo todos los domingos. Le parecía surreal. Y se sintió tan humillado, que dejó de comer antes de tiempo. —Y, seguro quiere ir a ponerse a llorar en algún hombro ¿Qué fue lo que me dijiste? ¿Que la presión que hay en el hospital te está haciendo mal? —Que vaya. Capaz que le hace bien para convertirse en el hombre que te merecés tener al lado. Suspira y sacude la cabeza. No quiere perder el tiempo pensando en su mujer y su suegra. Tiene otras cosas más importantes en qué pensar. En el casting, por ejemplo. Estaba pensando en el casting y en la seguridad de que estuvo arreglado, de que los actores ya estaban elegidos y que hicieron toda la pantomima de organizar una selección abierta. Sabe que es bueno. Tiene asumido que actúa al mismo nivel que los actores más exitosos, y que podría protagonizar cualquier película con absoluta prestancia. El problema es que no tiene una palanca que lo haga entrar. Es eso. Ese es el asunto. No tiene un contacto, un representante, una relación de amistad con un director. Pero no va a darse por vencido. Porque en algún momento la va a pegar, está seguro de que alguien va a reconocer su talento y sus años de prácticas, su dedicación apasionada, su profesionalismo, su facilidad para recordar los diálogos. Y entonces, no lo van a poder detener. Va a escalar de golpe. De un papel en el que no va a decir dos o tres líneas, va a pasar a ser un actor de reparto y, de inmediato, van a tener que darle la oportunidad de un protagónico. Un papel a su medida. Una película de éxito internacional que lo va a lanzar al estrellato, que le va a permitir dejar de una vez por todas la medicina, y va a regalar los libros, los guardapolvos, los huesos; y va a eliminar los archivos de su computadora, va a sacar de su mente todo lo relacionado a la vida hospitalaria y no va a dejar rastro de que alguna vez redujo una fractura o colocó un reemplazo de cadera. Eso es lo que quiere. Vivir de la actuación. El mandato familiar lo condicionó para convertirse en médico, aunque la especialidad no cayó del todo bien en sus padres. Hijo de un cardiólogo y de una endocrinóloga, hermano de una cirujana general. Le preguntaron docenas de veces si estaba seguro que quería especializarse en traumatología. Si estaba dispuesto a que lo señalaran como un carpintero de huesos y que las demás especialidades, las que ellos señalaban como las de verdad, las de en serio, se le cagaran de risa en la cara. Los tendría que haber mandado a la mierda, piensa. Intenta calmarse un poco. Acaba de frenar de golpe ante el rojo de un semáforo por haber levantado demasiada velocidad, y los neumáticos pegaron un alarido que llamó la atención de la gente. Se siente ridículo. Sabe, por el calor que percibe en el rostro, que se puso colorado. Es fácil tomar una decisión coherente a la distancia. Pero tiene que ser justo: en aquel momento, no estaba preparado para hacerlo. ¿Y ahora lo está? La voz de su cabeza arremete otra vez. ¿Está preparado para mandar a la mierda a su mujer y a su suegra, cada vez que lo pelotudean, cada vez que lo humillan, cada vez que se burlan de él? ¿Tiene el coraje? ¿Le da el corazón? Suelta un bufido para callarla. No quiere responder. No tienen nada que ver las estupideces que se le ocurren. Quiere volver a concentrarse en la oportunidad que le robaron de meterse en la industria del cine. Estaba con eso. Con que no va a rendirse. Les va a ganar, aunque sea por cansancio. Tiene que insistir y participar en más talleres, más cursos, más capacitaciones y entablar una relación con alguien que, a futuro, pueda darle una mano. Aunque no la necesita. Pero a veces es necesario tener alguien con quién contar. Llega, por fin, al hospital. Está cansado. Está harto del tránsito, de los horarios imposibles, los turnos interminables, de la burocracia para conseguir los materiales, de sentirse frustrado. El guardia de seguridad, como todos los días, les pide el carnet de identificación a los conductores, antes de permitirles el paso. Resopla. Es el tercero de la fila. Los dos de adelante pasan de inmediato. Es evidente que ellos tenían preparada la credencial y no como él, que se olvidó de tenerla a mano y ahora lucha para contornear el cuerpo y acceder a la billetera en el bolsillo trasero del pantalón, y el de seguridad lo saluda y se la pide, pero no puede sacarla, y la bronca hace que la tarea, tan sencilla, se convierta en un imposible. Tira tan fuerte que cede la costura del bolsillo. E insulta. Y le pregunta al empleado por qué tienen que hacer todos los días lo mismo, todos los santos días mostrar esa credencial con una foto mal impresa y el nombre borroneado. Ya los conocen, les dice. Se ven siempre, cinco o seis veces por semana, veinticinco veces por mes, trescientos mil días al año, y les rompen las pelotas con esa pavada, como si fueran barrabravas que tratan de entrar a un estadio de fútbol. El empleado de seguridad levanta los hombros, arquea la boca y le responde que son órdenes de la empresa. Sí, ya lo sabe. Pero tiene tanta bronca acumulada que podría quedarse discutiendo con ese trabajador tercerizado, monotributista, que subsiste con un salario que no llega a cubrir la canasta básica y que sólo intenta cuidar su puesto de trabajo. Estaciona. Cierra la ventanilla y golpea el volante. Se siente un imbécil. Un idiota que no sabe gestionar sus emociones y que se descarga con gente que no tiene nada que ver. Revisa el celular. Es temprano. Falta más de media hora para su horario de ingreso, y se va a quedar sentado en la butaca del auto sin hacer nada, por la sencilla razón de que no quiere ingresar. No quiere lidiar con el jefe del servicio, ni con sus compañeros, ni con los residentes. No quiere atender los llamados de la guardia médica para que se acerquen a ver a un politraumatizado o para que revisen una fractura expuesta, mientras intenta seguir el ritmo de los pacientes con turnos. Sin embargo, también siente una dosis de esperanza: le acaba de aparecer en una de las redes sociales una convocatoria a otra prueba de actuación. La publicación no da los detalles, pero aclara que es una productora nacional muy importante que va a filmar en los nuevos estudios cinematográficos de Córdoba. Una especie de Hollywood argentino, instalada en el centro del país, y que, según dicen, promete convertirse en el set más importante de Sudamérica. Se registra en la ficha virtual para solicitar más información y recibir las indicaciones que necesita. Nota que se le acelera el pulso. Su ciclo respiratorio también aumenta. Y sonríe. Porque no le importa lo que le digan su mujer y su suegra. Va a ir. Va a viajar en la fecha que le indiquen, con el pretexto de tener un congreso de medicina. No ¿por qué? No tiene que mentirles. No hay ninguna necesidad de inventar una excusa. Es una oportunidad excelente. Tal vez una de las últimas. Y la va a aprovechar. Va a ir y va a ganar. Está seguro. Va a ganar y no les va a decir nada. No les va a contar esa parte. Va a ganar y una noche, cuando ellas estén durmiendo, se va a ir con lo puesto y con algo de ropa que vaya dejando en el baúl del auto durante la semana. Y entonces, sí. Se va a ir a vivir la gran vida que quiere. La vida de un actor. La vida de un artista que da su primer paso para convertirse en una estrella, y va a dejar todo atrás. Todo. Hasta los recuerdos. Como si volviera a nacer a los treinta y dos años, en la misma butaca en la que está sentado ahora. Tira la cabeza hacia atrás. Cierra los ojos por un momento. Podría quedarse dormido. Pero está entusiasmado y no puede dejar de sonreír. Incluso, después de unos años de experiencia, se lance a escribir su propio guion y ¿por qué no? a dirigir su propia película, en la que actuaría con el papel protagónico. Casi un Clint Eastwood nacional. Se sobresalta cuando le golpean la ventanilla. Tarda unos segundos en reconocer a su compañero, un médico que sacude la mano en el aire, como preguntándole qué hace ahí adentro, hablando solo y con una sonrisa de oreja a oreja. Se acomoda y revolea los ojos. Espera no estar tan ruborizado como cree. Sale del auto. Hay fracturas que atender. Hay ligamentos rotos que revisar. Y meniscos que necesitan ser reparados antes de que se vaya a Córdoba. Antes de que le envíen más información, le digan la fecha y no vuelva nunca más.


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