29 Apr
29Apr

 

 


Estos primeros días de primavera, con sus soles naciendo más temprano y sus noches decididamente abocadas a la tardanza, son, para mí, la época más nostálgica del año. Estos perfumes del césped y su rocío, los incipientes brotes en los árboles, las temperaturas amistosas. Todo esto me azota con dureza contra los recuerdos que no he podido dejar de lado, pero que con los años me he acostumbrado a cargar sobre mi espalda para conseguir mantenerme con la mayor entereza posible. Ya no lo vivo con el dolor y el desgarro irresistible de antes. No, ya no. Ahora solamente me castiga saber que no tengo otra opción más que asumir la franqueza y decirle la verdad.

Por más que he practicado con absoluto rigor, no puedo encontrar la manera de narrarle mis días en esa inservible y estúpida guerra con nuestro país vecino. Y sigo sin creer que el motivo haya sido un pobre mapa en el que ellos incorporaron como propio un río que delimitaba ambas naciones. Después, la discusión mediática, la disputa diplomática, los altercados civiles, la arenga periodística, la hojarasca, los opinólogos forzados y la orden de esos desquiciados presidentes que firmaron la guerra. Hoy, a la distancia, me cuesta pensar que haya sucedido, aunque en aquellos momentos, mi patriotismo exacerbado me hacía sentir un héroe.

El ascenso que había obtenido me había catapultado a los umbrales del orgullo. En aquella época no eran comunes las confrontaciones bélicas y no teníamos intervención en ninguna trifulca social, por lo que las promociones se realizaban de acuerdo a los desempeños en los entrenamientos. Y mi nivel era realmente bueno. Cumplía con el máximo esfuerzo todos los objetivos no solo físicos, sino también intelectuales, con resultados que rozaban la perfección. Por eso había conseguido que la Fuerza me nombrara Teniente. Y dos meses después, en plena víspera de la guerra, me habían ascendido a Teniente 1º, sin sospechar que el nombramiento había sido solamente para que el conflicto armado no nos encontrara con cargos vacíos.

Me colocaron a la cabeza de una pequeña tropa de cincuenta hombres, todos ellos sin la más mínima experiencia. De hecho, treinta muchachos tenían menos de dos meses de entrenamiento, aunque un coraje envidiable y un pavor visible desde una legua.  

Al principio, nos habían enviado a patrullar el dichoso río desde las costas nacionales. La tarea era de lo más sencilla: debíamos custodiar la ribera a bordo de unos jeeps, a pie y en unas modernas motos que no pudimos utilizar con facilidad debido a la vegetación tupida e irregular; nos atoramos en los matorrales y nos estancamos en los charcos de barro, por lo que las deseché de inmediato; además, si algún enemigo nos hubiese sorprendido, no hubiéramos podido disparar con la puntería básica que requiere una circunstancia de esa envergadura. Y todavía era invierno, y no hay guantes que protejan las manos cuando estas van sobre un manubrio.

Los primeros quince días fueron de un nerviosismo enloquecedor porque podían escucharse débiles sonidos de disparos y detonaciones a lo lejos, más allá de donde alcanzaban a ver los ojos. Habíamos armado las carpas entre los pastizales más altos, con el objetivo de no poder ser identificados por el enemigo. Les había prohibido hablar en voz alta y realizar ademanes exagerados, tanto como iniciar una fogata, alejarse sin mi autorización y desatender sus obligaciones. El único momento en el que nos arriesgábamos a ser descubiertos era cuando se ponía en marcha el vehículo para comenzar la ronda programada a media mañana y antes del atardecer.  Y a decir verdad, eran los períodos más entretenidos. Los días eran tan largos como aburridos, ahogados en una monotonía sorda, desolada y angustiante. Un grupo de diez soldados se encargaba de realizar las guardias nocturnas por plazos de cuatro horas, cuando era relevado por otro conjunto igual. Nos levantábamos a las seis de la mañana, desayunábamos frutas y algunas galletas de cereales; y luego comenzábamos con el recuento de municiones y preparación de las armas. Anunciaba las novedades por radio a mis superiores, que nunca dejaron de ser nulas. Así comenzábamos nuestra hiriente rutina de nervios tensionados con oleajes de adrenalina, el pulso hipersónico, la agitación como costumbre. Podía ver en cada uno de esos ojos el más pleno deseo que entrar en combate o regresar a casa, pero evitar por todos los santos esa espera enloquecedora. No creo que exista cosa peor que aguardar por el enemigo, sentirse observado, el horror a ser descubierto; imaginar una horda varias veces más numerosa que la propia avanzar por el río, destruyendo todo lo que haya su paso. Cualquier ruido nos ponía en alerta máxima. Bastaba que un solo hombre volteé bruscamente su cabeza para que el resto tenga su arma en posición de disparo.

Nuestros almuerzos consistían en latas de conserva y nada más. Comíamos atún, granos de choclo con crema, unos menjunjes que se suponía eran guisos de lentejas, picadillos y verduras deshidratadas. La cena era muy similar. En la tropa había un soldado que se presentó como maestro panadero y ofreció sus servicios para trabajar la harina y la levadura que poseíamos en nuestras reservas. Me vi obligado a rechazar su ofrecimiento, tan oportuno y necesario; pero según las directivas de los superiores, era inminente el avance del enemigo por ese tramo poco profundo de las aguas, donde su nivel podía llegar a menos de un metro, ideal para atravesar a pie o en vehículos 4x4. Se suponía que aparecerían en cualquier momento y debíamos de estar atentos, ocultos e imperceptibles para sorprenderlos con alguna táctica ofensiva que quedaba a mi juicio. Entonces, no teníamos manera de cocinar el pan ni ningún otro alimento. Debíamos comer las conservas y racionar el agua de la mejor manera posible.

Sin embargo, cumplido el mes de esperar inútilmente y estar seguro de que no había enemigos en las cercanías, había decidido alterar nuestra rutina. Digo que estaba seguro de la ausencia de nuestros adversarios porque habíamos realizado excursiones del otro lado del río, invadiendo tierras extranjeras, abarcando un radio de hasta dos kilómetros sin encontrar ni un solo rastro de vida militar. Los últimos días del invierno se habían puesto inclementes y la humedad de nuestra ubicación no ayudaba para nada, por lo que ordené iniciar una fogata; su calor en plena tarde nos reconfortaba más de lo esperado y aunque me devoraban los deseos de mantenerla con vida durante toda la noche, prioricé la seguridad de todos antes de sucumbir a la voracidad del frío.

A partir de ese día, cada jornada comenzaba con el armado de una hoguera que se mantenía hasta el atardecer. En consecuencia, las comidas resultaron mucho más apetitosas y nutritivas de lo que habían sido hasta el momento, contando las rondas interminables de mate, los panes elaborados de manera casera y todo aquel alimento que podíamos conseguir por nuestra cuenta. Utilizábamos las migas que sobraban para atraer bagres, mojarras y carpas; a los que atrapábamos con una tela que previamente habíamos cosido alrededor de un alambre con forma circular. Debo reconocer que el pescado no es de mis mayores placeres, pero en esas instancias, era poco menos que un manjar a pesar de carecer de sal y  otro tipo de especias.

Intenté aprovechar ese tiempo para adiestrar a mis inexpertos soldados. Ya casi ni hablábamos de la guerra. Procuré aliviarles el dolor y el miedo haciéndolos sentir en una excursión para adquirir conocimientos y habilidades de supervivencia: les enseñé distintas maneras de preparar filtros de agua para conseguir su potabilización; les mostré con el ejemplo cuáles eran los insectos ideales para comer sin riesgos, luego de cocinarlos directamente sobre el fuego para aprovechar todas sus proteínas; los interioricé en la construcción de una brújula, sin más elementos de una aguja de coser, un trozo de imán, un pedazo de corcho y un recipiente con agua. Por las noches, los instruí en observar la constelación denominada “Cruz del Sur” para poder ubicarse si se encontraran perdidos y sin elementos de navegación. Imaginé que la mayoría de ellos conocía el modo de utilizar los astros. Sin embargo, solamente tres soldados poseían el conocimiento de que al prolongar tres veces y media el brazo mayor de la cruz y realizando un descenso vertical desde ese punto, se está observando la ubicación exacta del polo sur. Y ninguno supo responderme de qué constelación forman parte las Tres Marías. Creo que uno solo dijo algo de Orión, pero nadie, absolutamente nadie pudo afirmar que conforman su cintura. Recuerdo mi lamento. Me sentí avergonzado por el pobrísimo nivel educativo que estaban brindando las instituciones militares; sobre todo, acerca de los elementos más básicos de la supervivencia.

A los pocos días, recibimos la orden de trasladarnos 120 kilómetros al norte, donde se estaba desarrollando una cruenta lucha armada y los nuestros se estaban viendo superados en número y arsenal. Esa misma tarde, dos micros llegaron hasta nuestra posición y nos reubicaron. Nos unimos a un grupo totalmente desorganizado de unos dos mil hombres, y se aguardaban por refuerzos que llegarían al rato. Al mando estaba el Coronel Espinosa, un hombre que pasaba el medio siglo de vida, un poco excedido de peso y de muy malos modales. En los momentos que el fuego cesaba, y mientras él me recitaba las miles de estrategias que tenía preparadas para conseguir la victoria, yo observaba con detalle los surcos de su rostro; las marcas indelebles de un acné mal curado que hizo trizas su piel y se perpetuó en profundas cicatrices. Muchas veces, un pequeño trozo de pasto o una pizca de tierra quedaban atrapados en esas depresiones y yo sentía unas ganas morbosas de removerlos con un escarbadientes. Pero el respeto y el asco me mantenían al margen.

Por fortuna, el combate duró apenas un día, aunque alcanzó para contar más de setenta muertos en nuestras líneas y otros tantos con las más diversas gravedades de lesiones. Nuestro asentamiento estaba compuesto por tres grandes tiendas en la parte delantera, alejada de la zona del fuego. Una de ellas estaba destinada a los primeros auxilios, brindados por cuatro médicos; las otras dos eran para la estadía de las autoridades a cargo. Algo alejada hacia el oeste, se encontraba una tienda un poco más grande que el resto. En su interior estaban los prisioneros de guerra, inmovilizados con pesados grilletes que se sujetaban a unas barras metálicas horizontales, además de ser custodiados por un numeroso grupo de soldados que, como es habitual en esas situaciones extremas, los profanaban con insultos, escupidas y golpes. Cierta vez, el mismo Coronel tuvo que ordenarles algo de mesura para que no los exterminaran con esas golpizas. Quedé horrorizado cuando un Cabo me informó el motivo por el que se preocupaba el Coronel Espinosa. Había creído que su apego a las leyes y a la ética lo obligaban a tratar con dignidad a esos soldados cautivos, que si bien representaban al enemigo, no eran más que seres humanos que obedecían órdenes coherentes dentro del marco de una operación bélica. Ese Cabo me relató el juego macabro del Coronel: sorteaba con una moneda el destino de cada uno. Si el azar le otorgaba la cara desdichada de la moneda, ese soldado era conducido monte adentro, obligado a cavar su propia tumba y ejecutado por el mismo Coronel con un preciso disparo en la cabeza. Ya llevaba unos treinta en su haber y tenía intenciones de continuar aumentando la cosecha.

Lo días posteriores se hicieron absolutamente calmos. Se hablaba de un llamado de paz por parte de ambos gobiernos y había llegado la orden de suspender toda iniciativa de ataque, aunque no se había firmado la paz. Las tropas enemigas ya se habían replegado y pasábamos el tiempo jugando a las cartas y disfrutando del paisaje cuando no nos abocábamos a tareas administrativas. El Coronel me pidió, una tarde, que supervise a los soldados que custodiaban a los prisioneros. Era lógico imaginar que estaba a punto de saciar las necesidades de su instinto más depravado y aborrecible, que pretendía complacerse con la angustiante caminata de los seleccionados por sorteo hacia la penumbra del olvido, del silencio y la quietud.

Me dirigí hacia la campiña con los pasos errantes. Saludé vagamente a los soldados e ingresé para observar el estado de aquellos hombres. Estaban arrodillados sobre la tierra, de cara a la pared, arropados solo por el calzoncillo. No tuve el coraje de saludarlos, me hubiese parecido una falta de respeto. Les ordené a mis subordinados que aguarden afuera y les pregunté a los prisioneros si apetecían un vaso de agua, pero nadie me respondió; entonces me puse firme y con la voz segura les dije mi nombre y mi rango y volví a preguntarles si querían algo para beber. Y escuché lo que no pensé que iba a escuchar.

— ¿Castañeda? ¿Sos vos, Joaquín?

Quedé petrificado y me acerqué a ese hombre. Le pedí que se identificara, a pesar de que mis certezas sobre su persona eran indudables.

—Suboficial primero Gerardo Ponce.

Me acerqué a él sin poder creerlo. Era Gerardo Ponce, un viejo amigo que no había vuelto a ver desde que habíamos egresado de la escuela secundaria, hacía ya tanto tiempo y que luego había vuelto a su país natal y nos reencontramos en esa tienda, en ese momento tan complicado y oportuno para salvar su vida. Había bastante espacio entre ellos como para hablar con susurros y evitar ser escuchados por los demás.

— ¿Cómo te están tratando? —le pregunté casi rozando el pabellón de su oreja con mis labios.

—Para la mierda —se sinceró— Nos cagan a palos dos o tres veces por día.  

—Voy a tratar de ayudarte, Gera. No sabés lo contento que me pone volver a verte —le dije sin ocultar mi entusiasmo.

—Sí, por favor, Joaquín —me suplicó— Hay un Coronel de mierda que sortea a los que van a liberar y al resto nos rompen el lomo.

Me quedé atónito. Comprendí que los engañaban de una manera despreciable, que los cargaban del entusiasmo que conlleva la proximidad a la liberación y que los sorprendían con el más cobarde dictamen de elaborar su propio lecho mortal.

Dudé en revelarle la verdad, pero no me quedó más remedio porque de otra manera no hubiese aceptado mi ayuda. Le dije sin rodeos que los elegidos eran trasladados unos kilómetros para luego ser asesinados, seguramente después de ser sometidos a torturas. Su rostro cubierto de barro se empalideció como el mármol y me pidió con desesperación que lo ayudara, que le salvara la vida. Tuve que darle un empujón para que no iniciara un alboroto. No era conveniente que alguien descubriera mis intentos.

Me acerqué hasta la puerta y les ordené a los soldados que se dirigieran a la tienda principal y aguardaran allí por nuevas instrucciones. Sabía que el Coronel se había ido y que no había nadie que pudiera discutir la orden que les había encomendado, por lo que contaba con varios minutos para resolver aquella situación. Tomé una muda de ropa de descansaba sobre una repisa. Lo liberé y dije en voz alta que era el nuevo dichoso del azar y que los demás debían de permanecer con la cabeza gacha. Le pedí al oído que se ponga ese uniforme y me siguiera. Lo hizo con una celeridad destacable, propulsada por el terror al homicidio y por la esperanza de la fuga. Nos dirigimos al exterior con el paso firme. Lo proveí de un arma y un caso. Sentí miedo de que sea descubierto por no ser un rostro que se haya familiarizado con el resto, pero me consolé al darme cuenta de que a cada instante, a cada observación que hacía, podía encontrar caras que me resultaban totalmente nuevas. Sé que me arriesgué demasiado al llevarlo a una de las campiñas para ofrecerle una dosis de alimentos, pero era necesario que estuviese bien nutrido para emprender la huida. Era mi gran amigo del alma. Juntos habíamos atravesado todo el secundario, nos habíamos iniciado en las salidas nocturnas, habíamos formado una robusta dupla de marcadores centrales en los campeonatos barriales de fútbol. Habíamos protagonizado memorables travesuras… desde sacar fiado sin autorización de nadie y colarnos en el tren hacia Capital, hasta quedar en un hospital por agarrarnos a piñas contra media docena de grandotes que le habían insultado a la hermana. Y la providencia quiso que lo haya encontrado entre un manojo de prisioneros de guerra que tenían el único fin de ser liquidados.

Comió lo más rápido posible. Podía ver en sus muecas los nervios incontrolables, la tensión en sus músculos y el miedo en su miraba; aunque pasaban inadvertidos para el resto del pelotón. Apenas diez minutos más tarde, Gerardo comenzaba su escape con la promesa de ponernos en contacto y actualizarnos sobre nuestras vidas. Me saludó con la venia y partió. En esa maniobra me jugué la cabeza y me arriesgué a ser descubierto, juzgado y condenado a unos diez o veinte años de cárcel por traición, o tal vez pude haber corrido la misma suerte que aquellos muchachos que aguardaban inconsolablemente de rodillas el final de una agonía sin sentido.

Pasaron los días y al no tener noticias de Gerardo, se me hacía cada vez más firme la idea de que había conseguido escapar; de que se había encontrado con los suyos y de que había sido devuelto a su vida ordinaria y sencilla de todos los días. Yo, por mi parte, procuré tolerar hasta lo imposible al Coronel y sus órdenes estúpidas e infantiles, repartidas solamente para sentirse poderoso. Y ese poder del que se creía dueño lo obnubiló de tal manera que no pudo notar el faltante en su pequeño grupo de detenidos. Pasaron los días y apenas se escuchaban disparos a la distancia, como si quisieran hacernos saber que aún no se habían retirado del todo, y nosotros respondíamos de la misma manera. Esto sucedía sin bajas nuevas de ningún lado, gracias al cielo, y acortábamos el tiempo con mate y los mazos de cartas, mientras el clima se iba haciendo cada vez más agradable.

Una mañana, llegó la gloriosa notificación del cese del fuego y el festejo fue explosivo, universal y emocionante. Mi grado me impidió alborotarme al nivel de los soldados más jóvenes, quienes no tuvieron reparos en arrojar sus cascos al aire, saltar, abrazarse y ahogarse en las lágrimas más sinceras que había visto. Muchachos que le gritaban a la madre que se iban para casa, que nombraban a sus novias, a sus hijos; que caían rendidos por la extenuación y el desamparo; que parecían haber sido rescatados del mismísimo infierno. Los abracé a cada uno de ellos con la mirada y una sonrisa delgada. Luego, volví a mis labores. La notificación incluía la orden de que debía ser trasladado para tareas varias. Ni me imaginé que una de esas tareas que me fueron encomendadas, era realizar el fatídico reconocimiento de los cuerpos.    

Si bien la carrera militar nos familiariza con los desastres y la muerte, no deja de ser embarazoso enfrentarse a decenas de cadáveres, muchos de ellos incompletos por asuntos de la guerra; otros tan mutilados que se vuelven irreconocibles. Si no fuese por la identificación metálica que debíamos llevar, hubiera imposible realizar el trámite con celeridad. Éramos doce hombres trabajando en el reconocimiento de los cuerpos y todos manteníamos la compostura con hidalguía, aunque bien sabíamos que el desencanto no le era ajeno a ninguno, pero no hubo exclamaciones; no está bien visto que un soldado sea vencido por la impresión.

El olor a matadero se hace imperceptible después de unos minutos. Y tras cinco horas, como las que estuvimos nosotros, comienza a hacerse agradable. Estábamos a punto de terminar, cuando un cabo anunció un hallazgo a los gritos. Fui el segundo en llegar a él. Gritaba desaforadamente, insultaba y hasta le dio un puñetazo al cadáver, pero no se entendían sus alaridos: el lugar era tan amplio y alto que la voz se perdía, como se pierde en una iglesia, se mezclaba con el eco y el barbijo presionado sobre su boca no ayudaba para nada. Le ordené al cabo que me entregara la chapa identificadora que sostenía en su mano. Sentí un ahogo indescriptible, una desazón que jamás había imaginado al leer el nombre de Gerardo Ponce. Mi amigo, tendido allí, entre las bajas de nuestras líneas. El cabo lo había reconocido como uno de los enemigos que teníamos bajo arresto, y no comprendía por qué vestía nuestro uniforme. Seguramente creyó que luego de escapar, se lo robó a uno de los nuestros, luego de asesinarlo.

No pude entender cómo había llegado hasta ese lugar. Sin medir las consecuencias de abandonar mi puesto, salí de ahí y me senté en un jeep que estaba estacionado a unos pocos metros, bajo la exigua sombra de los incipientes brotes de un árbol, envuelto por el aroma del césped y su rocío. Mi amigo Gerardo Ponce no había conseguido escapar con vida. Alguien lo había asesinado y me pregunté si uno de mis hombres lo había descubierto en plena fuga. Rememoré las escenas: lo había encontrado entre los prisioneros de guerra; lo había liberado y vestido; le había dado armas; le había indicado por dónde escapar. Antes de irse, me dejó anotado su domicilio en Buenos Aires y su número de teléfono. A partir de ahí, ya no tenía datos certeros, más que mi desconsuelo y angustia.

Lo imaginé caminando con el paso apurado y firme hasta alejarse demasiado de nuestra posición y comenzando a trotar suavemente, impulsado por la desesperación de volver con los suyos. Lo imaginaba pensando, aterrorizado, lo cerca que había estado de la muerte y sintiendo el miedo más incandescente de ser descubierto. Habrá corrido los primeros kilómetros con desesperación. Supongo que se habrá detenido a descansar unos instantes para continuar luego, siguiendo el río, tal como le había indicado, manteniéndose a resguardo para no ser descubierto por ninguna patrulla a la que le resulte sospechosa su ubicación y le ordene identificarse. Lo imaginé alejado de todo, abatido al punto del desmayo, tras horas eternas de correr entre zonas espesas y abrumadas de yuyos. Había pensado que quizás el agotamiento lo terminó por matar, pero constaté que su cuerpo tenía varios orificios de bala. Era indudable que alguien lo había asesinado.

Continué imaginando su carrera titánica, su esfuerzo inacabable, su alegría al divisar a lo lejos una tropa de su país, sus gritos para llamarles la atención, la sorpresa de aquellos soldados, la distancia que hacía confuso el intercambio de gritos. Lo pude visualizar caminando los últimos cien metros con los residuos de su fuerza; las manos levantadas y la explicación de que era uno de ellos. Imaginé, también, la desconfianza en esos hombres, la paranoia, el desconcierto. Imaginé a mi amigo Gerardo Ponce respirar aliviado por haberlo conseguido y pensar en su joven esposa que lo aguardaba en su casa junto al hijo nacido unos pocos meses atrás; a las armas en alto; a las balas perforando el aire en una línea recta casi perfecta, compitiendo entre ellas por ser la primera en destrozar sus ropas, atravesar su cuerpo y escapar inmunes por la espalda. Pude imaginarlo ahí tendido, encontrando el final en un camino que le había asegurado que era para salvar su vida.

Me llevó mucho tiempo poder escapar de la culpa. Durante años soporté la carga de pensar que yo lo había conducido a su destino, que lo había encaminado por una plataforma donde lo esperaba su muerte. Y hoy, a veinte años de ese episodio, voy a ensayar una vez más para encontrar la manera más adecuada de narrarle esta historia: la tragedia de su padre y el posterior suicidio de su mamá, desbordada por tan desesperante noticia. Supongo que los detalles burocráticos para conseguir su adopción pueden quedar a un lado, por lo menos por un tiempo.

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