Se levanta de un salto, apenas termina de abrir los ojos. Está entusiasmada porque sabe que la espera un día distinto, con su papá y su mamá y su hermano más chico alrededor de la mesa, con una torta y comida rica. Si le dan permiso para entrarlo, también va a estar el perro. Ella quiere que esté, pero como salta mucho y juega y no lo pueden calmar con nada, lo dejan todo el día afuera. Ella les dice que adentro se porta mal porque no está nunca y entonces se pone tan contento que no se puede contener, pero no le hacen caso.
Todavía hay mucho silencio. Se calza las pantuflas y espera un poco para juntar más ganas de hacer pis, así no tiene que ir dos veces y hacer ruido con el agua. El reloj amarillo de su mesita de luz no funciona desde hace rato, pero aprendió a calcular la hora según la posición del sol, y se equivoca muy poco. Frunce la cara al correr la cortina de su ventana. Mira la calle, primero, y el cielo, después. Ve lo de todos los días. Escombros esparcidos, tierra amontonada, árboles con ramas partidas. La luz del sol le hace pensar que ya son las ocho de la mañana. Se alegra porque no hace mucho calor. Su papá siempre se queja del calor y se pone serio. Agarra algunas hojas de diario viejo o un pedazo de cartón se abanica con todas las fuerzas, y dice que es imposible con ese calor y que tendría que llover un poco. Pero a Leila no le gusta la lluvia. A Mirko tampoco. Él les tiene miedo a los relámpagos. Ella no porque es más grande y le dan miedo otras cosas, como las bombas y las balas, pero no los relámpagos. A ella no le gusta que llueva porque el techo que tiene Burako para esconderse en el fondo es muy chico y se moja todo. Si llueve muy fuerte, empieza a llorar y a rascar la puerta, pero el papá de Leila no lo deja entrar nunca y mucho menos cuando está mojado.
Se levanta. No aguanta más las ganas de hacer pis. Sale en silencio y mira hacia la cocina. En el comedor no hay nadie. No se escucha nada, salvo un pajarito que canta fuerte, pero está lejos. Por suerte, el balde está lleno de agua. A veces lo encuentra vacío y tiene que salir a llenarlo con la bomba manual que instaló su papá el año pasado, cuando llegaron los de Estados Unidos. Igual después de vaciarlo adentro del inodoro, va a salir a ponerle agua. Pero no es lo mismo. Ya va estar relajada, sin ese apuro desesperante de querer hacer pis. También podría hacer y después salir a buscar agua, pero no le gusta que alguien pueda entrar al baño y ver su pis ahí, en el inodoro.
Esperó este día con mucha ansiedad. Para ella es un paso muy importante cumplir diez años. Ya son dos números que tiene: el uno y el cero, y puede sentirte un poco más grande. Ella quiere ser adolescente, como la vecina, que tiene catorce y se va sola a la calle, a pesar del peligro. Sale del baño, cruza el comedor y se tapa la boca como si se le hubiese escapado un grito, cuando, en realidad, arrastró una pantufla y soltó un chirrido. Avanza despacio, casi en puntas de pie, hacia la cocina. Le gusta como entra el sol a la tarde por la ventana de ahí: se pone todo naranja como si estuviese alumbrado por un foco de ese color, y se refleja en los azulejos y en los frascos que guarda su mamá sobre la repisa.
Cuando entra, se queda paralizada. Le cuesta dos segundos entender. Pone la misma cara de sorpresa que cuando vio a ese hombre vestido de verde, con casco y anteojos negros frente a ella, y casi se chocan al doblar a la esquina. Él le dijo algo que ella no entendió, pero supo que la estaba retando. De repente, estalla en una sonrisa. Su papá la abraza primero. Enseguida se suma la mamá y después Mirko, que salta y le dice feliz cumpleaños en un susurro, pero con el gesto de estar gritando muy fuerte, y ella comprende que le dijeron que no gritara, que hablara bajito, que no se puede hacer ningún escándalo.
Leila se deja abrazar. Muestra los dientes en una sonrisa exagerada y los ojos cerrados como abajo del agua, y después los abraza hasta donde le dan las manos.
La mamá saca del canasto de mimbre un paquete abierto de harina y una bolsa con grasa, y se pone a amasar. Afuera, adivina Leila, ya debe estar el fuego prendido. Se ofrece a ayudarla, pero la mamá le dice que no, que en su cumpleaños tiene que relajarse y ser la atendida, que en quince minutos va a estar lista la torta-parrilla, bien crocante por fuera y tierna por dentro. Leila se muerde el labio y abre grande los ojos. Le encantan las tortas-parrillas, aunque soñaba con una torta de cumpleaños como la última que tuvo, que fue con la forma de una nave espacial. Igual, no dice nada. Sabe que este año no se puede. Sabe que su mamá y su papá están haciendo mucho esfuerzo para que todo salga bien y no va a decir esa pavada de la torta como si todavía fuese una nena de seis.
El papá sale con la pava grande llena de agua para llevarla al fuego. Ella agarra las tazas y busca la yerba para preparar los cuatro mates cocidos con leche en polvo, pero la mamá le dice que deje, que se siente y disfrute. Leila le saca la lengua y acomoda las cosas en la mesa: sabe que con las manos engrudadas por la masa, no va a poder hacer nada para impedirlo.
No le gusta la leche en polvo. O sí, le gusta, todavía no puede decidirlo. Le gusta en el mate cocido, pero no le gusta la taza de leche preparada con leche en polvo. Y menos así blanca. Si hubiese chocolate, quizás le gustaría un poco más. Pero no hay. Tampoco hay galletitas. Al menos, las preferidas de ella. No hay alfajores, no hay chocolatines, no hay gaseosas. El papá le dice que va a solucionarse todo y ella le cree. El papá no va a mentirle.
Quiere preguntarle de nuevo. Piensa hacerlo más tarde, cuando el festejo por su cumpleaños termine y vuelvan a quedarse en silencio, sentados lejos de los ventanales del comedor. Lo mira jugar a Mirko con un pedacito de masa cruda que le dejó la mamá, mientras se fue al fondo a cocinar sobre las brasas. Mirko la presiona con las dos manos y mira cómo la masa se le escapa entre los dedos. Le da un mordisco y la mira a Leila. Ella sabe que debería decirle que no lo haga, pero lo deja. No quiere retarlo. Además, hace poco, la mamá dijo que lo peligroso de comer masa cruda era si tenía huevo, porque el huevo crudo puede tener bacterias. Y hace rato que no ve huevos en su casa.
La mamá irrumpe en la cocina con dos tortas-parrillas sobre una tabla de madera y una sonrisa que contagia a Leila. Las apoya sobre la mesa y por detrás aparece el papá con la pava que suelta vapor como una de esas locomotoras antiguas que vio en la tele. Leila ya tenía preparado el colador con yerba y la cucharada de leche en polvo en cada taza. El papá le dice que es una loca, que no tiene que hacer nada, y le da un beso en la cabeza.
Leila, con la taza al frente, mira la comida que amasó su mamá. Le gusta. Le gusta mucho. Y aunque no va a decir que preferiría una torta grande rellena de dulce leche y confites por arriba, tiene muchas ganas de preguntar si hay una vela. Lo más importante de un cumple es soplar la vela y pedir deseos. Pero sabe que seguramente no haya. Un movimiento del papá la sorprende. Está colocando un trozo de madera, un pedacito de rama que trajo del fondo y a la que le envolvió la punta con tela y grasa. La enciende. Por suerte, todavía quedan encendedores en la casa. La enciende y Leila se ríe y se ríen todos y le cantan el feliz cumpleaños, Leila piensa que su papá es un genio, que no debe haber otro como él.
Le parece que la torta-parrilla es la más rica que comió. Y mientras mastica, decide que no aguanta más las ganas de preguntar.
—Pa, ¿me explicás de nuevo?
—Ahora no, hija —responde el papá y le acaricia el pelo—. Desayuná tranquila y disfrutá, que es tu día.
—Quiero que mi regalo sea que me lo expliques de nuevo —lo presiona sabiendo que no hay una muñeca ni bicicleta ni nada de nada—. Y todo completo.
—Tu regalo debería ser que tenés a tu familia con vos, Leila —interviene la madre con una sonrisa delicada—, y que tenés comida en la mesa.
—Sí, pero también quiero saber.
Baja la mirada. Le gusta su fiesta, la comida y tener a su familia completa con ella. Pero también le gustaría tener un festejo como el del año pasado, con un vestido, panchos y sánguches de miga, y todos sus amigos y compañeros de la escuela jugando y corriendo por el fondo. Música, también. Le encantaría que puedan poner música, pero es algo que hace mucho que tienen prohibido. Una sucesión repentina y veloz de explosiones la interrumpen. La mamá se sobresalta, lo abraza fuerte a Mirko, que está sentado sobre su falda, y disimula la sorpresa con una sonrisa. El papá arquea la boca y niega con la cabeza para tranquilizarla. Pero Leila sabe que eso ruido fue de una ametralladora. Ya sabe distinguirlo de una granada, de una pistola y mucho más de una bomba. Pregunta si tienen que esconderse y el papá le dice enseguida que no, que sonó lejos, que no se preocupe. Pero Leila sí se preocupa. Se preocupa y se enoja. No entiende por qué vinieron esos tipos a romper todo y hacer semejante desastre. Y aunque ya se lo explicaron, quiere oírlo de nuevo.
—Ya te expliqué, hija —el papá le apoya la mano sobre la suya y le habla cerca del rostro—. Olvidate de esos ruidos. Quiero que la pases lo mejor que…
—¿Qué es eso de destrucción mansiva? —lo interrumpe.
—Masiva, hija. Se dice destrucción masiva.
—Bueno, eso, pa —le concede seria.
—Quiere decir que son armas muy grandes que pueden matar a mucha gente —le explica el papá, moviendo las manos para graficar una onda expansiva.
—¿Como una bomba, más o menos?
—Claro, como una bomba. Una bomba muy muy grande.
—Pero es mentira, Leila —aclara la mamá—. Acá no hay bombas.
—No, ya sé que no. Acá hay campo, vacas, chanchos y esas cosas, pero bombas, no.
El ruido estridente y seco de las armas automáticas se escucha más cerca, y la sonrisa de la mamá desaparece. Leila lo nota, pero no dice nada. Se escucha un helicóptero. Mirko imita el sonido y a ella le causa gracia.
—¿Y por qué vienen a buscar acá esas bombas? —pregunta Leila con firmeza—. Ellos también saben que no hay ninguna.
—Por el agua, hijita.
—¡Pero, papá! ¡Agua hay en todo el mundo!
—Sí, pero lo que tenemos nosotros —le explica con paciencia— son reservas de agua. Son lugares que están debajo de la tierra con muchísima agua. Y también tenemos mucha agua en forma de hielo, en las montañas. Esa nieve se puede derretir y usarla para tomar.
—¿Y para eso tiran bombas y usan ametralladoras en la calle? —insiste Leila.
Una explosión a pocas cuadras los sacude. Leila cayó al piso y se levanta de inmediato. La mamá se sujeta de la mesa. El papá tiene los brazos abiertos, como para tratar de sostener a su familia. Hace un gesto con la cabeza, un movimiento mínimo y veloz que ellas saben que significa que tienen que refugiarse debajo de la mesa y permanecer ahí hasta que terminen los ruidos. Se escuchan algunas sirenas. Camionetas militares que aceleran y doblan haciendo chirriar las ruedas contra el asfalto. Leila ya les conoce el sonido. Es muy diferente al de los autos. Además, piensa, ya casi nadie sale en auto, ahora.
—¿Y Estados Unidos no está muy lejos como para que vengan a buscar agua hasta acá? —pregunta Leila en voz baja, mientras el papá se apoya un dedo sobre la boca para pedirle silencio.
—Sí, está re contra lejos —le contesta en un susurro casi imperceptible—. Pero ellos pueden ir a cualquier lugar del mundo a buscar lo que sea, así que ahora vinieron para acá.
Leila se acurruca entre los dos y detrás de Mirko, que se mantiene en silencio. Piensa con la mirada en el suelo. Se arrepiente de haber pedido una bicicleta en el deseo de la velita y se pregunta si vale cambiarlo. Piensa que si tal vez enciende de nuevo la vela sobre lo que quedó de torta-parrilla, pide un nuevo deseo y la apaga, se le cumple lo mismo. Una explosión un poco más cercana vuelve a sacudirlos. Apenas se disipa el estruendo, Leila se lo pregunta. Quiere saber si es posible. Y el papá le responde que sí, sonriendo. Le dice que sí, que si lo hace, seguramente los soldados se vuelvan a Estados Unidos y los dejen en paz.
—Qué bueno —exclama ella, satisfecha—. ¿Podemos hacerlo ahora?
—Sí —responde el papá—. Pero esperemos un poquito más a que terminen las explosiones. Ellos no pueden hacer nada contra esto —dice sonriendo, y le muestra la vela de madera.