01 May
01May

Me sentía ridículo de saco y corbata, pero cuando llegué y vi que había cinco personas más vestidas de la misma manera, supe que en el montón iba a pasar desapercibido. Era falta de costumbre, no tengo dudas. Me tranquilizó, además, notar que era yo el mejor vestido de los seis: el ambo que llevaba puesto era uno que había usado mi primo para el casamiento de una amiga y que para ese entonces le quedaba chico y estaba como nuevo. Hasta los zapatos me había prestado. Por suerte, unos minutos después, aparecería una buena sorpresa, que me terminaría por tranquilizar.

Me sentí aliviado por no ser uno de esos dos que tenían puesto un pantalón de corderoy como parte del traje; ni haber combinado, como otro, un saco azul con un pantalón claro. Mi única preocupación había pasado a ser el pelo. Me había levantado tarde y no me había peinado lo necesario como para que los rulos no se vieran abandonados a su suerte y a los antojos de una mañana radiante y ventosa.

Apenas me senté, me di cuenta de que, al igual que en la última entrevista de trabajo, me había olvidado la birome. Siempre es necesaria tener una y por lo general me la olvido. Les pregunté si ya estaban llamando, como para quebrar esa atmósfera tan solemne y silenciosa; y me respondieron que sí, que hacía unos minutos había ingresado el primero de los aspirantes. Al cabo de unos pocos segundos, salió aquel sujeto que inició la ronda de entrevistados con un gesto realmente desalentador. “Bueno, uno menos”, pensé y me quedé sorprendido por lo que vieron mis ojos: ese rostro delicado de la empleada de recursos humanos me parecía conocido. Estaba seguro que de algún lado la conocía. Y ella me miró y no pudo disimular la sorpresa. Se me hizo evidente que teníamos algún tipo de lazo que nos había unido en algún momento y era el ancho de espadas que tenía para asegurarme el laburo. El problema era que tenía que acordarme de dónde cuernos la conocía. Tenía tiempo para pensar. El llamado se regía por el orden de llegada, así que como mínimo, sabía que disponía de unos quince o veinte minutos.

Descarté conocerla de la escuela. Hacía relativamente poco que había terminado el secundario y los recuerdos eran, y todavía son, muy frescos: tengo todas las caras más que identificadas. Del barrio, tampoco. De algún boliche, imaginé; pero nunca fui de salir mucho y las veces que fui a bailar, apenas llegué a cruzar un saludo con alguna de las chicas que veía. Tenía que ser la hermana o la prima de alguien, pero ¿de quién?

Se asomó al pasillo para llamar al tercer convocado y no reparó en mirarme de nuevo por encima de unos anteojos de marco negro, que encajaban perfectamente con su rostro angular y su cabello oscuro con corte carré.

Traté de repasar todas las caras femeninas que conocía, que pude haber visto alguna vez, con las que pude haber concretado algún contacto. Me enfoqué en familiares de mis amigos. Tenía que venir por ese lado; alguna prima, alguna amiga de ellos, alguna vecina, alguna compañera de la hermana de un amigo mío. Eran muchísimas variantes y la retención de detalles por mi parte era muy pobre. Ya habían pasado dos muchachos más y el tiempo se me iba terminando.

Noté sobre una mesa lateral una jarra de vidrio llena de café caliente. Me serví un vaso y al probarlo me incineró la lengua. Lo peor de todo era que no había azúcar a disposición y estaba demasiado cargado para mi gusto. De todas maneras, hice el esfuerzo de tomarlo todo buscando que su efecto estimulante me incitara a pensar un poco más y mejor.

Yo conocía de algún lado esa pequeña nariz, esos labios finos, esos ojos grandes y redondos. Y no solo eso: también reconocía su voz; su timbre, sus pausas, sus eses tan marcadas. No alcanzaba a percibir su fragancia y lamentaba el hecho, porque suelo tener un gran registro de aromas y estoy convencido que me hubiese ayudado de inmediato.

Los aspirantes seguían sucediéndose y yo continuaba en plena batalla por recordar. Se me hace desesperante estar al borde de los recuerdos. Cada vez que me pasa algo similar, trato de tomarlo como un desafío; pero también odio que me ocurra; detesto profundamente tener la verdad a tiro y no poder acceder a ella, como si me esquivara, como si un interruptor impidiera completar el circuito. Es la misma sensación que tengo cuando no me acuerdo una palabra. La mastico, proceso, la conozco y no me sale. Es una impotencia feroz, pero por más fuerza que haga, esa palabra aparece cuando es demasiado tarde y ya no la necesito.

El recuerdo era tan vivo, tan presente, que hasta podía volver a vivirlo; pero a medida que buceaba en él, se volvía confuso y ambiguo, y los detalles se mezclaban como se mezclan las voces en el viento. Tenía destellos de un lugar cerrado, grande, con poca luz. Pero dudaba entre la escuela, un cumpleaños, un boliche. Le veía la cara y podía escuchar música; de eso estaba seguro. Decididamente había música. Tenía recuerdos imprecisos acerca de quienes me habrían acompañado: podía ver a los chicos de la escuela, los de natación y algunos del barrio; pero eran grupos que no solían mezclarse y esas imágenes se parecían más a un sueño que a un simple recuerdo.

Ya había ingresado el último de los muchachos que me precedía y yo me daba por vencido. Me di cuenta que de tanto divagar, había olvidado los detalles de mi currículum vitae, armado específicamente con experiencia laboral para ese puesto de cadete. Me puse a controlar las fechas y los motivos de las desvinculaciones; y al cabo de unos minutos, se hizo la magia y conseguí recordar quién era esa morocha. Tenía razón con el tema de la música. También estaba en lo cierto al recordar la escuela. Fue una fiesta del colegio que se había celebrado en un salón enorme, en Lanús Este. Estábamos en segundo año y me acuerdo que habíamos llegado tarde y casi no nos dejaron entrar, pero insistimos de tan buena manera y con tanta elegancia en el discurso, que nos cedieron el acceso al salón.

Paula, se llama. No iba al mismo curso que yo; ni siquiera a la misma escuela. La había llevado una piba de tercer año, creo; o era la hermana. No sé bien y no viene al caso, tampoco.

Entre tanto bailar y hablar con algunas chicas, había conseguido cierta afinidad con una de ellas, muy linda y muy simpática. No sirve, al menos para mí, que sea hermosa pero repulsiva. Yo siempre preferí una feíta pero macanuda. Bueno, la chica en cuestión era atractiva en todo sentido. El problema es que yo estaba tan entusiasmado por la situación de andar bailando y tomando alguna cerveza, que después de haber conseguido besarla, me fui al baño y después me quedé un rato con mis amigos. Y cuando volví a buscarla, la vi sentada en una silla; me acerqué sin que me viera, la agarré de una mano, la levanté de repente y la comencé a besar. Unos segundos después, me di cuenta de que no era la misma chica, sino que era otra; muy linda también, pero erróneamente besada. Y esta última señorita era nada más y nada menos que la entrevistadora de esa mañana ríspida y solemne.

Unos instantes después, fue mi turno. Pasé con una sonrisa ganadora, un aire de playboy, muy canchero. No se había olvidado de mí, a pesar de los seis o siete años que habían pasado hasta esa ocasión, y lo consideré una excelente señal. No solo me afianzaba en mi prestigio, sino que me perfilaba como un acreedor del puesto de trabajo.  

Entré a la oficina. Me senté sin esperar a que ella me invitara a hacerlo. Sobre la mesa había solamente dos hojas y una lapicera azul. Ella se sentó sonriente y comenzó de inmediato con la entrevista sin quitarme la mirada, que se escabullía por encima de los lentes. Le contesté lo que todo empleado de recursos humanos quiere escuchar y traté de incluir algunas señales de humor en mis explicaciones, como para que viera que la presión no me incomodaba en absoluto. Me preguntó por mi memoria. Si tenía buena memoria, me consultó; y creí captar el mensaje oculto de inmediato. Le dije que sí, que por supuesto. Pero le aclaré que además de buena memoria, tengo un sentido selectivo muy presente y que recurro a él cuando encuentro algo mejor a lo que había conseguido antes. “¡Qué capo!”, pensé. Esperé su respuesta. Me recliné sobre el respaldo y la miré con media sonrisa, disfrutando de su sorpresa ante mi respuesta. Después de unos segundos, sonrió, se quitó los anteojos y me confesó recordarme de aquella noche en Lanús. Pensé en hacerme el desentendido, pero era muy obvia mi actitud y no se lo hubiese creído demasiado, así que me sinceré y le dije que yo también la recordaba; sin explicarle, por supuesto, el esfuerzo mental que me demandó.

Le pregunté cómo estaba, qué había hecho de su vida. Si bien no me interesaba para nada, no podía olvidar que había un puesto laboral al final del camino. Tenía que enfocarme en eso. Me respondió que bien, que estaba contenta con su trabajo y sorprendida por verme de nuevo. Y me dijo algo que me dejó confundido. No entendí al principio. Tuve que pedirle que repitiera lo que acababa de decir. “Que por suerte no me afectó en nada que me hayas dado un beso, te fueras y al volver, hayas besado a otra chica adelante mío”, me explicó. Comprendía esas palabras, pero no terminaban de tomar forma en mi conciencia. ¿Acaso ella no había sido la chica que tomé por error? No. No era ella. Era la otra. Esa chica que me estaba entrevistando era la que había quedado a un costado, la primera de las dos que besé en ese salón de Lanús y que luego confundí con otra piba.

No recuerdo otro momento en el que haya transpirado tanto en tan pocos segundos. No solo me había costado mucho recordarla, sino que además volví a confundirla con otra chica, que al final no sé si era su amiga, su conocida o absolutamente nada.

Creo que sonreí y agaché la cabeza, aceptando el papel ridículo que estaba haciendo en esa oficina. Me despedí y me fui sin mirar a nadie mientras salía. Corrí por las escaleras. Salí del edificio sabiendo que era otra oportunidad perdida, que había malgastado la mañana y que el papelón sería su anécdota en las reuniones con las amigas. Sin embargo, eso último era lo que menos me importaba.

Hay situaciones que uno más o menos puede ver venir, que son algo previsibles o que pueden darnos algunos indicios de su aproximación. No conseguir el puesto de trabajo era una de ellas. Algo simplemente lógico. Pero hay otro tipo de situaciones distintas, tan inesperadas que tienen bien ganado el título de sorpresa. La coincidencia, el mal cálculo por mi parte y el bochorno pueden ser esa clase de pistas que anulan el asombro posterior. Pero la llamada que recibí ayer a la tarde, tan imprevista y desconcertante, no pudo menos que generarme un asombro demasiado grande; tanto que hasta le sentí olor a peligro. Era ella, citándome para hoy, a las nueve en punto en la misma oficina, con DNI en la mano para firmar el alta de mi nuevo trabajo y proveerme de toda la información necesaria para comenzar. Lo único que espero es que no se impulse por la venganza y que solamente se incline por contratarme para hacerme conocer el rigor de ser su subordinado, de enloquecerme con decenas de órdenes incoherentes, de entretenerse viéndome cumplir sus pedidos, de someterme a la presión laboral como un esclavo en tiempos coloniales. Guardo la esperanza de que no lo haga.  Pero si lo hace, al menos no va a sorprenderme. 

  

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