17 Jan
17Jan

 Ayer tuve la reunión de laburo más estúpida de mi vida. Y no. No es porque ya esté grande y me haya puesto quejoso. Son estos pibes de ahora que no saben distinguir el delirio y la ficción. Nosotros, como guionistas, tenemos la premisa de crear historias, de inventar narraciones, de armar personajes y conflictos y toda una serie de asuntos, pero con la condición de que sea creíble. No digo que no puedan tener elementos fantásticos. O algunos ingredientes que no se puedan hacer en la realidad. Pero dentro de esa historia, dentro del mundo en el que se plantea el desarrollo, tiene que ser posible. Verosimilitud, le decimos. Y estos pibes, que deben tener veintidós o veintitrés años, tienen un problema con esa cuestión. Crecieron en un mundo tan sobreprotector, con un exceso de cuidados tan alto, tan exagerado, que no tienen calle. Les falta barrio, conocer el mundo y, sobre todo, les falta experiencia. La productora que nos contrató nos pidió una sola cosa: que escribamos el último capítulo de la serie que están llevando adelante. Ya la empezaron a filmar. Son ocho capítulos sobre un campeonato mundial de fútbol. No sé qué problema hubo con los guionistas, si fue por plata, si fueron discusiones de trabajo, si fue por alguna diferencia artística, pero renunciaron los tres. Y se llevaron los libros. Más o menos pudieron recrear los tres capítulos que les falta grabar, pero no tienen el último. Dicen que lo habían leído, y nos dieron unas instrucciones muy vagas y poco precisas sobre lo que quieren hacer. Ese último episodio es sobre la final. Argentina y Francia tienen que jugar el último partido de un Mundial que estuvo plagado de coincidencias con el del ochenta y seis, cuando salimos campeones, como una continuidad de presagios que anunciaban la resolución de la miniserie. Sinceramente, no sé mucho de fútbol. Miro los mundiales, sí, como cualquier persona, pero no es algo que me atrape y me vuelva loco. Sin embargo, soy un profesional, un tipo meticuloso, responsable, conocedor al mango de mi oficio, y sé cuándo las cosas están traspasando todos los límites. Para empezar, fui el único que llevó un boceto escrito. Hice un resumen, una especie de argumento en el que proponía una situación de desventaja para Argentina. Empezar perdiendo uno a cero, la expulsión de un jugador, un penal polémico para Francia. Dos a cero y un hombre menos en cancha para todo el segundo tiempo. Y un plan. Una idea entre dos jugadores. Una jugada preparada para que uno de los delanteros convierta un gol y disminuya la ventaja francesa. Dos a uno, con veinte minutos por jugar. Pero de repente, en una jugada aislada, otro gol francés. Todo sería drama, tensión, la certeza de perder la final. Un defensor argentino, en una maniobra épica, fuera de contexto, avanza, patea de lejos y consigue el segundo gol. Y acá, el drama. El jugador más alto de Argentina es el arquero suplente. Dos metros con diecisiete centímetros. Buen cabeceador, por lo que pudieron apreciar en los entrenamientos. Mucha fuerza de piernas para saltar. El capitán le dice al técnico que tiene que ponerlo de nueve para que cabecee alguno de los centros que tiran. Toda Francia está metida atrás, aferrada al resultado y al consumo del tiempo. Quedan tres minutos. Tres minutos en los que el capitán argentino y el técnico discuten a morir, se insultan, se amenazan, y otros dos referentes se suman al pedido, y el entrenador se ve obligado a ceder. Entra el arquero, y se va directo al área rival. Después me enteraría que había que resolver el tema de la camiseta porque, según me comentaron después, no puede jugar con la camiseta de arquero. Tiene que hacerlo con la misma que usan los demás jugadores, pero respetando el número que figura en la planilla. En fin, un detalle que se puede solucionar con un poco de muñeca. El asunto es que entra el arquero. Más alto que todos. Perseguido por un cardumen de franceses, rodeado como si fuese un terrorista. Y alguien tira un centro. El arquero la busca en el medio del área y, con él, cinco o seis defensores franceses. Pero la pelota los supera. A todos los supera. Porque el objetivo no es el arquero suplente. No. Es una distracción. Una trampa, para que entre por detrás otro delantero argentino, sin marca, y le pegue de aire y clave el empate. Después, cinco minutos adicionales. Cinco minutos en los que, por fin, el arquero suplente se recibe de héroe. Pero no con la cabeza, como todos esperaban. Sino de tiro libre. Un tiro libre cerca del área. Acostumbrado a patear fuerte para tirar esos pelotazos de setenta u ochenta metros que hacen cuando sacan del arco, le pega con todas las convicciones y la clava en un ángulo. El partido termina y Argentina es el campeón del mundo. Así, en un resumen, es el argumento que había presentado. Pero los pibes empezaron a protestar. Que no les parecía, que faltaba algo, que estaba bueno pero no tenía tanta emoción. Los dejé hablar, por supuesto. Quería ver qué tenían ellos, saber de qué eran capaces. Porque me miraban casi con desprecio, con un aire de soberbia que me dieron ganas de pegarles dos gritos para ubicarlos y hacerme respetar. Ellos eran tres. Uno rubio, de rulos, que no paraba de mirar el celular. Otro, el más canchero, el que creía sabérselas todas, de remera holgada y anteojos. Y una piba que hablaba con un tono tan agudo que estuvo toda la reunión a punto de hacerme estallar los tímpanos. El rubio empezó por los festejos. Ya, de entrada, estaba mal. ¿Cómo va a proponer lo que pasa después de lo más importante? Hay que ser ordenado, le dije, pero él insistió en que le parecía espectacular que se planificara el festejo más grande del mundo. Cinco millones de personas en el centro de Buenos Aires, alrededor del Obelisco. Le hice notar que semejante cantidad de gente no entra en ese lugar. No sé el número exacto, pero no creo que más de doscientas mil personas puedan caber en Corrientes y 9 de Julio. Se excusó con que era una manera de decir. Gente por todas las avenidas, propuso. Incluso, arriba de la autopista 25 de mayo y de la Buenos Aires-La Plata, colapsando todo, esperando el micro con los jugadores que vendrían desde Ezeiza. El de anteojos dijo que sí. La chica, también. Yo les comenté que entonces no habría manera de que pasara el micro si las autopistas estabas colapsadas de gente. Empezaron a tirar ideas. Cosas irrisorias. Absurdas. Y terminaron diciendo que los jugadores, después de avanzar unos pocos kilómetros por el acceso Oeste, tendrían que ser trasladados en helicópteros provistos por la Fuerza Aérea, la Policía o el propio gobierno. En ese momento, me di cuenta de lo frustrante que sería para mí. De lo injusto que me parecía estar en ese lugar, reunido con esos chicos que no tenían noción de lo que estaban haciendo. Le ponían ganas. Eran creativos, no lo voy a negar. Pero estaban tan lejos del sitio en el que tiene que estar un guionista profesional, que no había manera de medir la distancia. Después, la piba dijo que, para ella, Argentina tenía que empezar ganando. El rubio estuvo de acuerdo. Empezamos ganando, Francia empata y se define todo en una última jugada. El de anteojos coincidió conmigo en que le parecía mejor que empecemos perdiendo. Con baile y todo, dijo. Dos a cero, dominio de Francia. Tacos, caños, todos los lujos. Nosotros no la agarramos ni por casualidad y, con el empeño y el coraje argentino, se lo damos vuelta. A la piba no le gustó. Le dijo que no, lo interrumpió como tres veces, estaba cansada de que siempre el fútbol argentino quedaba reducido al atropello de los rivales, a empujar y pegar y de fútbol poco y nada. Había que aprovechar, dijo, lo que se sabía de los capítulos anteriores. El jugador estrella, creo que se llamaba Leonardo o Leonel, no lo recuerdo ahora. El protagonista, al fin y al cabo, de la miniserie. Un jugador cerca de su retiro, con treinta y cinco años, toda la vida jugando en Europa porque tenía un problema hormonal que acá no le quisieron tratar, y se fue a España y allá le dieron todo, pero se negó a jugar para ellos y eligió, quién sabe por qué, jugar para Argentina. Todo esto ya me parecía demasiado forzado. Pero no lo podíamos cambiar. Las bases de la historia ya existían, y teníamos que trabajar sobre ellas.   Había, de hecho, otros puntos sobre este personaje que no me habían convencido del todo. Antes de preparar el argumento para el último capítulo, había leído los guiones que nos enviaron, las fichas de personajes, los libretos. El protagonista, este tal Leo, era zurdo, medía un metro sesenta y nueve, nunca había jugado en el fútbol argentino, pero lo había ganado todo en Europa: Ligas de campeones, torneos locales, Copas del rey; trofeos individuales a montones. Las referencias a Maradona eran evidentes. Demasiado, para mi gusto. Aunque, tengo que reconocerlo, tuvieron la astucia de diferenciarlo en la manera de ser. Leo era tímido, de hablar poco, de no involucrarse en discusiones. Su punto débil era la Selección argentina. Estaba en el tramo final de su carrera, y no había ganado nada, a pesar de haberlo intentado durante toda su vida. Una corrección: había salido campeón de los Juegos Olímpicos con el equipo juvenil, un título que no era del todo apreciado en el país, y se le exigía que ganara un Mundial. Previo a esto, el año anterior, había conseguido la Copa América, algo que logró disminuir las críticas exageradas que recibía nuestro personaje. Críticas que lo habían hecho renunciar a la Selección. Y unos meses después, había ganado una especie de campeonato nuevo, que se jugó contra Italia, el campeón de Europa, en Inglaterra; algo que por razones obvias me hace pensar de nuevo en Maradona, en un intento demasiado forzado para provocar emociones. La piba dijo que Leo estaba en el momento más épico de su carrera. Aclaró que ya sabía la edad del personaje y todo el trajín que tenía encima, pero era capaz de responder una vez más. Los ojos del mundo estaban puestos en él. Todos esperaban que ganara un Mundial. Y Leo, decía la piba, estaba a la altura. No sólo él, sino también los demás jugadores. El de anteojos recordó que el técnico, un muchacho joven, se había visto obligado a corregir el equipo titular, apenas comenzado el torneo, y unos jugadores suplentes, se habían ganado la titularidad. Un tal Macalister sería fundamental. También uno llamado Di María. Otro, un juvenil recién vendido a Inglaterra, de apellido Álvarez, sería determinante. La piba estaba envalentonada. Dijo que Argentina podía empezar ganando y jugando bien. Un gol de Messi para abrir el partido, dijo. Me tuve que fijar en mis papeles. Messi es Leo, el protagonista. Un apellido de dos sílabas. Solamente dos sílabas para quien se supone el personaje con más peso en la serie, con más relevancia, el que tiene que destacar por encima del resto. Todos sabemos que hay palabras más fuertes que otras. Palabras de tres o cuatro sílabas. Esdrújulas, de ser posible. Con alguna erre, con vocales abiertas. Que se pueda gritar a todo trapo. Si el encargado de crear personajes puede elegir el apellido que quiera, ¿por qué hacerlo mal? ¿Por qué limitarse de esa manera? La única respuesta posible es que se trata de un pibe igual que los que estaban ahí reunidos conmigo. Una generación facilista, incongruente y con perspectivas limitadas. La piba insistió con Messi. De Penal, dijo. El rubio propuso que fuese a los veintitrés minutos del primer tiempo, y tomó nota, como si fuese algo definitivo. Les dije que sería bueno para sostener la tensión que Francia empatara a unos segundos de terminar el primer tiempo o apenas comenzado el segundo. El rubio dijo que sí. El de anteojos arqueó la boca. La piba dijo que no. Se puso de pie. Caminó por la oficina que nos habían prestado en la productora para la reunión, como si estuviera exponiendo ante la junta directiva de una empresa. Y menos mal que lo hizo, porque su voz estridente estaba a punto de volverme loco. Dijo que no, la piba. Argentina tenía que ganar dos a cero. No sólo ganar, tenía que jugar cada vez mejor. Superar a Francia, que venía a defender el título, con uno de los mejores jugadores del mundo. Tuve que revisar mis anotaciones, porque el que puso los apellidos otra vez hizo todo lo contrario a lo que debería. Mbappé, se llama. El segundo gol tenía que ser una obra maestra, dijo la piba. El de anteojos indicó que podría ser una contra. Una jugada de setenta metros. El rubio aportó que deberían ser toques de primera, de espalda, veloces, por la derecha, con Macalister escapando después de un pase de Álvarez, y Di María entrando a definir por la izquierda, con un toque suave por encima del cuerpo de un arquero que salía desesperado a cerrarle el ángulo. No me convencía, pero era algo que podría darse. Dos a cero, el resultado que pone los nervios de punta a todo el mundo, dicen algunos. Ahora sí, les dije, Francia descuenta. Dos a uno, con quince minutos por delante. La piba me miró con una expresión que no pude interpretar. No sé si se sintió ofendida, si su silencio fue una manera de insultarme o si me miró con lástima por lo que había dicho. Siguió hablando. Afirmó que Francia tenía que hacer dos goles seguidos. Uno pegado al otro. Errores mínimos de un equipo que parecía tener todo controlado. Como la grieta imperceptible por donde el agua encuentra lugar para infiltrarse y provocar un desastre. Así tenía que sentirse, dijo. Un desastre. Una catástrofe. Dos golpes consecutivos, como los de un boxeador que se sabe superado y sale a buscar el nocaut. El rubio de rulos propuso un tercer gol francés, a pocos minutos del final. Cuarenta y dos o cuarenta y tres del segundo tiempo; y el empate agónico de Argentina, en el tiempo adicionado. Un pelotazo al área, lo que antes denominábamos como centro a la olla, cabezazo, rebote, un jugador argentino que la agarra de volea, y adentro. Empate y penales. Esperé a que terminara de hablar y expuse lo que se me fue ocurriendo a medida que lo escuchaba. Planteé lo contrario. Argentina empata. Dos a dos, quedan ocho, diez minutos, los suficientes como para que sucediera cualquier cosa. Las esperanzas se renuevan. El protagonista ve su sueño a pocos centímetros, casi al alcance de la mano. El joven técnico, también. Los hinchas, ilusionados con romper una supuesta maldición. Y todo aquello aumenta cuando Argentina convierte el tercero. Messi, para aumentar la sensación de gloria. El protagonista al borde del retiro, al que se le exige todo, al que se le reprocha la falta de un Mundial, pone a la Selección a tiro de ser campeona. Pero Francia se la juega y empata. A falta de un par de segundos, se pone tres a tres. Y después, los penales, para que el arquero tome un papel protagonista. La piba asentía con la cabeza. Noté que su mirada estaba plena de entusiasmo. Le gustaban mis ideas, y me señaló con el lápiz que tenía en la mano. Sin embargo, dijo que había un error del que no nos habíamos dado cuenta. Me sentí insultado. Si bien no tuvo un tono altanero, me sentí incómodo, y me dieron ganas de levantarme e irme a mi casa. No necesitaba que una piba, casi una adolescente, me estuviese dando clases de guion. Dijo que nos estábamos olvidando de que, según el libro, después del partido, había tiempo complementario. Treinta minutos más, divididos en dos tiempos de quince, que podíamos aprovechar para aumentar la tensión y jugar con los nervios del público. Dos a dos, dijo la piba. Termina el partido. Arranca el alargue. El primer tiempo pasa sin novedades. En el segundo, a los tres minutos, gol de Argentina. Messi, en una jugada confusa. Toqueteo por el medio, una triangulación, alguien patea, el arquero tapa y el protagonista agarra el rebote, le pega y un defensor la saca casi sobre la línea, pero del lado de adentro. Parece que no, pero es gol. Argentina arriba tres a dos, con doce minutos para jugar. El de anteojos preguntó si los penales eran una obligación, porque a él le parecía un buen final que Argentina terminara arrinconada, con Francia lanzada totalmente al ataque, aguantando el resultado, soportando la embestida. La piba le dijo que una situación así sería muy previsible. El rubio tampoco estuvo de acuerdo con el de anteojos. Si vamos a crear ficción, le dijo, vamos a hacerlo con ganas. Y yo pensé que una cosa era hacerlo con entusiasmo y creatividad, y otra muy distinta era irse hasta los límites más profundos de la fantasía. En especial, cuando la piba se volvió a envalentonar. Y volvió a hablar mientras caminaba, casi en un papel de maestra, con un lápiz en la mano, e hizo un repaso: Argentina y Francia, tres a dos, segundo tiempo del alargue. Imágenes de hinchas en la tribuna, en departamentos, ojos llenos de lágrimas, gestos tensos, bares abarrotados. La posibilidad de ganar la tercera copa del mundo, de conseguir que el protagonista, por fin, gane el único título que le falta. Sumado a eso, un relator de radio, que también había vuelto a relatar un Mundial después de no sé cuánto tiempo, anuncia que ese es su último torneo frente a un micrófono, y la piba dice que tiene que tener un tono épico, frases memorables, metáforas imposibles. Príncipe del desierto, Aladino impensado; cosas así. Casi como un enamorado que se toma todo el tiempo del mundo para escribir una carta plagada de sentimientos, pero en una improvisación que, todos sabemos, es imposible de llevar a la realidad. Y el partido se termina. Francia, decía la piba, se lanza al ataque masivo. Tanto, que faltando dos minutos, una mano poco clara en el área de Argentina, termina siendo penal para Francia. Le dije que sería bueno destacar la figura del arquero argentino en ese momento crítico y que la atajara, pero me respondió que no con la cabeza. Gol de Francia. Tres a tres. Y eso no era todo. Porque treinta segundos antes de que termine, cuando el relator, como una voz en off, daba por hecho que el árbitro estaba a punto de pitar, un defensor francés tira un pelotazo frontal, un jugador argentino pifia el despeje y un delantero se escapa. Se va mano a mano. El arquero sale desesperado. La pelota baja en cámara lenta, dijo la piba, y puso los índices y pulgares de forma que al unirlos formaran un rectángulo, marcando los límites de la imagen. La pelota cae lento, el jugador arma el disparo. Está adentro de área. El arquero le achica el ángulo, pero es poco lo que puede hacer, explica la piba, y nos pregunta si alguna vez vimos cómo atajan los arqueros de handball. El de anteojos y el rubio dijeron que sí. Yo no le contesté. Estaba esperando que alguno de ellos se diera cuenta de lo irreal que sonaba todo, del rechazo que nos darían los productores, de la risa que provocaría en el director. El arquero, siguió la piba, como si no se diera cuenta del absurdo, dijo que el arquero taparía la pelota con el pie. Un remate violento, a dos metros de distancia, pero el arquero, como si fuese un ninja, tendría los reflejos necesarios como para procesar la imagen, enviar la orden y para que su pierna se estire y consiga salvar el título. Una de las atajadas más grandes de la historia, diría el relator. Y, además, un contragolpe para Argentina. Quedaría tiempo, no sé cómo, no sé de qué distorsión física, pero habría tiempo para que el protagonista se lleve la pelota, habilite al lateral derecho y este mande un centro al delantero. El de anteojos, también de pie, con la cara extasiada, invadido por emociones que no podía disimular, como un hincha trepado al alambrado, dijo que sería gol. Casi lo gritó. Cuatro a tres, y Argentina campeón del mundo. Cuatro a tres y el partido termina, y explotan los festejos en Buenos Aires, en Rosario, en La Quiaca; en un algún país asiático, aportó el rubio. Bangladesh, propuso, así como quien dice lo primero que se le ocurre. Imágenes de Bangladesh vestida de celeste y blanco, fanática de la Selección Argentina, quién sabe por qué. La piba movió un dedo para decirles que no. El delantero argentino erra el cabezazo. La última jugada, después de la supuesta atajada descomunal, termina afuera. Y, ahora sí, los penales. El momento crítico, con imágenes de una ciudad paralizada, con hinchas entumecidos frente a los televisores. Así lo decía, como si ella sola decidiese todo, incluso los planos de las cámaras. Recién ahí, después de una hora y pico de deliberar, de discutir mis intentos posibles contra las fantasías de esos muchachos, la piba sacó un cuaderno, buscó entre las hojas y se puso a leer. Empieza pateando Francia, dijo. Mbappé, el mejor de ellos. Fuerte a la derecha del arquero, quien adivina y no llega. Messi para Argentina. Yo lo hubiese puesto en el último lugar para que convirtiera el gol de la victoria. Después de todo, es el protagonista. Suave. Abajo a la derecha. El arquero amaga al otro lado y se tira con todo. Casi lo ataja. Coman, leyó. Coman, un apellido, supuestamente francés. Fuerte, abajo a la derecha, al mismo palo donde vuela el arquero y ataja. Más o menos podía ser. Los penales atajados son una posibilidad. Dybala para Argentina. Un volante cordobés que pasó de jugar en el Ascenso de manera directa a Italia. Zurdo. Le pega despacio, al medio y al ras del piso. No pude contener la sonrisa. No soy un especialista, pero sé que nadie en un partido importante patearía un penal de esa manera. Me limité a suspirar y la dejé con su delirio. Tchouameni, dijo. No sé de dónde sacó esos apellidos. No son franceses. Esos apellidos no son franceses. Suenan más a un equipo senegalés, nigeriano o camerunés. Bueno, el tal Tchouameni la tira afuera. Así, sin más explicaciones. Le pega fuerte, cruzado y le erra al arco. Leandro Paredes patea el tercer penal argentino. Surgido de Boca, actualmente en la Juventus, según la ficha de personajes. Gol. Otro tiro abajo, a la derecha del arquero, que adivina el palo. A nadie se le ocurre patear al otro lado, se ve. Al ángulo superior izquierdo, por ejemplo. Como si estuviese prohibido. El turno de Kolo Muani. Cuando escuché el nombre, me puse de pie. No es que esté en contra en que haya descendientes de africanos en equipos de otros continentes. Nosotros tenemos apellidos españoles e italianos en el nuestro. Pero, me pregunto ¿todos los jugadores de Francia van a tener ascendencia africana? Uno o dos podría ser. Pero no todos. Es ridículo. Así que me paré y me puse a guardar mis cosas. Ya no tenía sentido ponerme a discutir. Mientras tanto, la piba seguía hablando. Yo pensé en lo más lógico: ataja el arquero, se transforma en la figura indiscutida y Argentina sale campeón. Pero no. Para la piba, el francés le pega fuerte y al medio, y convierte. Tres a dos. El cuarto penal para la Argentina. Si querés llevar la tensión al máximo, lo erraría. Algo normal en la escritura de un guion. Presentar un escenario en el que parece que todo va a salir bien y, de repente, se termina complicando. Pero la piba parecía no tener claros esos conceptos. Dijo que patearía un defensor. El lateral por la derecha. Montiel, de apellido. Y le pega de nuevo al mismo lugar. Abajo, a la derecha. Gol. Así de sencillo. Argentina campeón del mundo con el gol de un defensor. No es que me parezca mal, pero ¿y la épica? El gol tiene que ser del protagonista. A lo sumo, definirse con una atajada del arquero argentino y que se convierta en un socio, un cómplice, un compinche del pibe ese que, dicen los guionistas, está a la altura de Maradona. Y después, dijo la piba totalmente metida en un papel esquizofrénico, deambulando por la ruta nacional de la locura, cinco millones de personas en las calles de Buenos Aires. Lo señaló al de rulos, que había tenido esa idea. Cinco millones de personas estarían colapsando las autopistas y la 9 de julio, y la gente trepada a monumentos históricos, al Obelisco, a las paradas de los colectivos, a todo lo que pudiese ser trepado.     Un intento de guion despreciable, con situaciones forzadas como las coincidencias con el ochenta y seis, con el regreso del relator que dice retirarse de los Mundiales, con una secuencia de goles totalmente irreal, con una descripción del juego fuera de todo límite aceptable. No les dije nada. Creo que ni siquiera los saludé. Agarré mi mochila y me fui. Los dejé hablando solos, y apenas salí a la vereda le comuniqué mi decisión a la productora y me liberé de responsabilidades. Que mi nombre quede pegado a una serie de poco éxito, vaya y pase. Pero no voy a permitir nunca, bajo ningún punto de vista, que se me relacione con semejante ridiculez. Mirá que va a aparecer un pibe que esté a la altura de Maradona. Y dónde se habrá visto que un marcador de punta te defina un Mundial. Yo no sabré nada de fútbol, pero estos pibes no saben nada de escribir un buen guion.

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