19 Apr
19Apr


El sonido del timbre lo sorprendió, a pesar de que lo estaba esperando. Atendió a través del portero eléctrico y accionó el botón que liberaba la cerradura. Se quitó los guantes de látex, atravesó la sala y se acomodó el guardapolvo. Suspiró con fuerza antes de abrir la puerta que da al pasillo, justo cuando la figura de un hombre de pelo corto y canoso, camisa blanca, pantalón oscuro y maletín negro aparecía al salir del ascensor. La nota que había encontrado debajo de la puerta descansaba sobre el escritorio, aprisionada por un libro de patología. Ese papel había aparecido esa misma mañana y especificaba que debía llamar al número anotado en la parte inferior, sin firma y sin nombres, antes de realizarle el examen al cuerpo de Celso Serrizuela.

—Buenos días, doctor —el hombre le estrechó la mano y miró sin disimulo para el interior.

—Buenos días, caballero. ¿Podría decirme…

—Soy el fiscal Noriega, vengo por el tema de Carrizo —el médico le sostuvo la mirada y levantó las cejas —. El comisario Carrizo, de la 54 —aclaró y dio un paso al frente. El médico se ladeó sin quitarle los ojos de encima.

—¿Me dijo que es fiscal?

—Le dije que soy fiscal —Asintió con la cabeza, como si se reverenciara. El médico realizó una inspección rápida sobre el pecho y la cintura del visitante.

—¿Necesita una identificación? —le preguntó arqueando la boca, mientras daba pasos lentos y observaba las cuatro hileras de tapas maltratadas que ocultaban a los refrigeradores. Introdujo la mano derecha en el bolsillo del pantalón y le alcanzó una credencial.

—Me va a tener que disculpar, fiscal, pero no entiendo a qué se debe esta visita con tan poca formalidad.

El fiscal, que se había apoyado sobre una mesada blanca llena de recipientes metálicos, ensayó una sonrisa breve y sacó un paquete de cigarrillos.

—El que me va a tener que disculpar, va a ser usted, doc. Este olor es insoportable —dio la pitada inicial con la fuerza necesaria para que apareciera una pequeña brasa que brillaba como la luz trasera de una motocicleta. Levantó la vista y recorrió todos los rincones del lugar.

—¿Está buscando algo? —el médico dio unos pasos hacia el centro del salón, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Sí. Estaba viendo que no se hayan instalados cámaras.

—¿Cómo?

—Hace mucho que no vengo a esta morgue, doc. Antes lo venía a ver al viejo Báez, hasta que se jubiló. Y no sé si del año pasado hasta ahora hubo alguna modificación de la que tenga que cerciorarme. Comprenderá usted que como fiscal estoy habituado a hacer inspecciones oculares. Bueno —abrió las manos y sonrió de nuevo—usted, como médico forense, también estará acostumbrado a hacerlo ¿no?

—Mire, tengo que seguir con mi trabajo ¿Sería tan amable de explicarme lo que está pasando? —se le acercó con las manos en la cintura.

—Se nota que usted es muy nuevo —soltó el humo mientras hablaba, provocando una cortina que los envolvió a ambos— ¿Cómo era su nombre?

—Fiorentini —respondió.

—Muy bien, doctor Fiorentini, vamos a ser directos —se incorporó, llevó la mano derecha nuevamente por detrás y extrajo una pistola 9 mm. La apoyó sobre una mesa de madera descascarada. El médico dio un paso hacia atrás—. No se alarme, por favor. Me molesta tenerla en la cintura. Vio cómo están las cosas en la calle ¿no? Los fiscales no podemos darnos el lujo de andar desarmados.

—Usted viene por Celso Serrizuela —dijo el médico, apurando el trámite.

—Sí, claro. Tengo entendido que está guardado en una de esas heladeras. Permiso ¿puedo? —señaló una silla de oficina, negra y con ruedas en las patas. El médico bajó los párpados y asintió.

—Se lo voy a preguntar una vez más: ¿qué necesita de mí?

—Su trabajo, doc. Necesito que le quede así —se besó ruidosamente la punta de los dedos amontonados—: una pinturita.

—Si no me responde, voy a tener que llamar a seguridad para pedirles que…

—¿A seguridad? —ladeó la cabeza— ¿A los chicos de seguridad que me hacen una venia y me dan la mano cada vez que me ven? No, doc. No los moleste. Y créame que lo entiendo. Usted recién empieza en esto, es un muchacho joven y parece ser muy responsable. Pero no tiene que olvidarse de la simpatía —lo señaló con el índice— ni de la solidaridad. Estamos para ayudarnos entre nosotros, ¿entiende? Yo le vengo a pedir un favor, usted me lo cumple y después disfruta de su recompensa.

—Antes de que continúe, le voy a pedir que no se le ocurra ofenderme —arremetió el médico y apoyó los puños sobre la camilla.

—¿Cómo se le ocurre, doctor Fiorentini? —se colocó una mano sobre el pecho—Jamás podría intentar ofenderlo. Lo que quiero, lo que necesito, en realidad, es que usted entienda la situación. Si usted no fuese tan nuevo, sabría de qué se trata el asunto viniendo del comisario Carrizo. La cosa es sencilla: necesito que la autopsia de Serrizuela diga que se suicidó.

—No, mire; el informe va a decir lo que resulte de los análisis.

Noriega soltó una sonrisa y se cruzó de piernas.

—No, doctor, usted no entiende. Se ve que no entiende. Serrizuela se suicidó. Haga los análisis que quiera, pese todos los órganos, cuéntele los pelos de la cabeza, si quiere —se puso serio de repente—, pero el informe va a decir muy claramente que se suicidó.

Fiorentini se incorporó, caminó hacia atrás y se apoyó sobre su escritorio. Las carpetas y los papeles se tambalearon, y estuvieron a punto de caer.

—Pero, ¿de qué se trata todo esto?

—Doc, no me venga con estupideces —se puso de pie, caminó en dirección a la mesa en la que había dejado el arma y volvió a tomar asiento en otra silla— ¿Cuántos detalles necesita? ¿Para qué los quiere?

—Mire —titubeó—, no es que no pretenda ayudar. Es solo que me gusta conocer a fondo el escenario en el que estoy trabajando.

—Doc, no es que esté muy apurado —miró el reloj en su muñeca, que marcaba las 16.20—. Me está esperando un café con crema ¿sabe?

El médico bajó la mirada y meneó la cabeza. Noriega entrecruzó los dedos de las manos por detrás de la nuca y le permitió un instante de silencio para que procesara la información.

—No fue al azar que hayan enviado ese cuerpo precisamente a esta morgue, doctor Fiorentini. No existe, al menos en mi territorio, el concepto de casualidad —Fiorentini levantó la mirada con los párpados caídos—. A este tipo lo tengo estudiado desde hace más de diez años y, con él, a todos los que en algún momento formaron parte de su entorno. Dígame, ¿no sabe quién es este tal Celso Serrizuela? —el médico negó con un movimiento apenas perceptible. La luz pálida del tubo fluorescente le caía justo sobre la cabeza. Las sombras que se proyectaban sobre su rostro lo envejecían unos diez años— ¿Es en serio? No puedo creer que no lo sepa.

—No sé, no lo conozco. Y le pido por favor que me lo diga. Necesito que terminemos con esta informalidad y me explique qué carajos está pasando —golpeó el escritorio con la palma de la mano. Una de las carpetas perdió el equilibrio y cayó al suelo.

—Tranquilo, doc —sonrió Noriega—. Es simplemente como un juego. Piense por un segundo: ¿Cuántos Serrizuela conoce? —el médico movió los ojos con gran velocidad, sin enfocarse en nada, y arqueó una ceja.

—Serrizuela es un apellido común —se defendió.

—No tanto, doctor. No tanto. A lo largo de su vida ¿a cuántos conoció? —se puso de pie arrastrando la silla. El ruido de las patas contra el piso de baldosas retumbó en todo el ambiente— Dos, con suerte. Tres, es decir mucho. Cuatro, es imposible, a menos que sean todos de la misma familia, por supuesto.

—La verdad que no estoy seguro. Dos, creo.

—Dos dice usted —lo señaló el fiscal, levantando la voz—. Y yo le creo. Dos Serrizuela en toda su vida. ¿Se acuerda quiénes eran?

—Sí —dijo el médico, abrió las manos y encogió los hombros—. Uno fue un vecino; pero, ¿qué tiene que ver con todo esto?

—Tiene mucho que ver. Pasa que usted todavía no pudo verlo.

—¿Ver qué? ¿Qué es lo que tengo que ver? —preguntó con rudeza, exigiendo una explicación.

—Dígame, doc: ¿quién era el otro? —el fiscal encendió el segundo cigarrillo y se apoyó de nuevo sobre la mesada—. Necesito que usted se dé cuenta por sí mismo.

El médico tomó asiento y apoyó los codos sobre los muslos.

—Era un médico que hizo el último año de la residencia conmigo, en el Argerich —respondió.

—Ajá —el fiscal agitó la mano en el aire, invitándolo a que continuara.

—Y se quedó con el puesto de planta.

—¡Ahí está! —exclamó Noriega—. Un puesto que, tengo entendido, usted tenía prácticamente ganado por conocimiento, por dedicación, por esfuerzo.

—Ganado por concurso —completó el médico, sin levantar la mirada del piso—. Rendí seis exámenes de endocrinología y cumplí con todas las horas de guardias obligatorias. En tres meses más —levantó el rostro, el gesto duro, la mirada encendida— iba a ocupar el único puesto que se había pedido.

—¡Claro, Fiorentini! ¡Por supuesto que sí! Pero, ¿qué pasó, entonces? ¿Cómo fue que lo perdió?

—Me robaron —se puso de pie con brusquedad, lanzando la silla contra la pared— Me estafaron los del gremio. ¡Me quitaron el lugar que me había ganado! Apareció este tal Serrizuela, Facundo Serrizuela, un médico que no conocía nadie y se quedó con el puesto.

—De manera legal, quiero creer —sonrió el fiscal y soltó el humo del cigarrillo.

—Su padre era delegado del sindicato y consiguió que impugnaran el concurso. Acusó un fraude administrativo que jamás pudieron probar y del que yo no pude defenderme. Me amenazaron con un sumario y una denuncia, y estaba en juego mi matrícula. No pude hacer nada. Intenté hasta donde pude ¿me entiende? —se golpeó el pecho con la punta de los dedos, en un repiqueteo veloz—. Me quejé con mi superior, me quejé con la dirección del hospital, fui a reclamar a los gremios, hice notas, cartas documentos —enumeró con los dedos—, e igual terminé perdiendo. ¿Sabe lo que dijeron? Que no se podía hacer nada, me dijeron. Que lo ponía el sindicato.

—Bueno, veo que lo empieza a comprender, doctor —introdujo la mano en el maletín y extrajo un folio con hojas—. Usted podría tomarse una revancha mínima, aunque sea, y unas vacaciones en algún lugar de playas limpias y arenas blancas o montañas con…

—Pero —lo interrumpió—, no entiendo. ¿Qué tiene que ver ese médico con este Serrizuela que tengo acá?

—Se nota que usted es un tipo inteligente. Me cuesta creer que todavía no se haya dado cuenta. Mire, usted me dijo que el padre de ese médico de apellido Serrizuela formaba parte de un sindicato que impidió que usted accediera a un puesto que se había ganado con todo derecho ¿no? —Fiorentini afirmó con la cabeza—. Bien. Y usted ¿no reconoce al óbito?

—No… —respondió con lentitud y miró en dirección a uno de los refrigeradores, como si pudiera ver a través de ellos.

—¿No lo conoció a Serrizuela padre, al tipo del sindicato, al culpable de que usted se quedara sin lo que le pertenecía? —lo interrogó el fiscal agitando una mano y con la otra en la cintura.

—No, nunca lo conocí personalmente. Solo sabía que le decían El flaco. El flaco Serrizuela.

—El flaco Serrizuela —repitió el fiscal articulando con exageración— Y usted no sabe el nombre de El flaco Serrizuela —dijo y se mordió el labio inferior. El médico lo miró con los ojos abiertos al máximo—. Doc, entiendo que esta situación que a usted le parece tan rara y que le rompió la rutina de examinar cadáveres, lo tenga un poco confundido, pero no me haga pensar cualquier cosa de usted. Confío en que, si se esfuerza un poco, va a poder adivinarlo.

—Sí —soltó el médico junto a un suspiro. Volvió a tomar asiento en la misma silla con lentitud, como si le dolieran las articulaciones. Lo miró al fiscal, realizó un pestañeo excesivamente largo y levantó las cejas—. Celso Serrizuela.

—Por fin —celebró el fiscal, al mismo tiempo que golpeó sus palmas. Rodeó la camilla de aluminio que los separaba y arrojó el folio con las hojas delante de Fiorentini, sobre la mesa de madera—. Ni siquiera tiene que escribir, doctor. Me encargué yo mismo, para facilitar el asunto y no demorarlo. Solamente tiene que poner su firma y su sello. Puede leerlo, por supuesto.

—Pero no entiendo qué interés tiene usted en todo esto —intentó investigar, luego de tomar los papeles—. Y el comisario que usted nombró…

—Mire, doc; este tipo se fue encontrando con plata y poder, ¿comprende? Una combinación que corrompe a cualquiera, que envicia e intoxica —le dio una pitada profunda al resto del cigarrillo— peor que el tabaco. Un tipo corrupto la puede pasar muy bien adentro de un sindicato, aunque la ambición puede jugarle en contra. ¿Qué hacen ustedes, los médicos, cuando una droga ya no hace efecto en un paciente?

—Aumentamos la dosis —respondió de inmediato.

—Claro —asintió el fiscal—, aumentan la dosis. Un corrupto busca otras maneras de saciar su ambición. El que no la controla, termina realizando estafas, robos, chantajes. Exactamente lo que hizo este Celso Serrizuela. Se dedicó a estafar con venta de autos y de inmuebles, ¿me entiende? La policía no lo podía agarrar, un poco por incompetencia y otro, porque el tipo pagaba por protección. Se terminó mandando un par de cagadas, el comisario dijo basta, y el resto supongo que se lo imaginará.

—Lo agarraron, lo encerraron y le pegaron hasta que le provocaron la muerte por politraumatismos, me imagino —concluyó el médico. El fiscal sonrió.

—Así que si usted me firma este informe avalando el suicidio por ahorcamiento, ganamos todos y lo dejo seguir trabajando tranquilo.

—A ver… —dijo en voz baja mientras leyó con el gesto serio—. Mire, fiscal, toda esta historia es muy interesante y yo le agradezco que me haya incluido, pero no puedo renunciar…

—No me venga con eso del juramento hipocrático —rogó Noriega elevando la mirada. Se le acercó unos pasos, le acarició la solapa del guardapolvo con los dedos índice y pulgar—. Usted quiere seguir trabajando tranquilo, doctor. No se meta en problemas. Y no, no es una amenaza. Se lo pido como un padre a un hijo. Si usted no firma, yo pierdo plata, usted pierde plata, el comisario pierde plata. Créame que, al final, el que más va a perder, va a ser usted.

—No me toque —ordenó y liberó sus ropas con la ayuda de su brazo izquierdo. El fiscal retrocedió, se apoyó en la mesa donde reposaba su arma y le mantuvo la mirada fija por unos segundos—. Quiero que lo vea —Fiorentini se aproximó a los refrigeradores y abrió el tercero de la hilera más baja. Acercó una camilla metálica, extrajo con fuerza la plataforma en la que estaba apoyado el cuerpo, mientras Noriega arrugaba el rostro ante el chirrido estridente que lo sacudió. Una vez terminada la maniobra, suspiró y lo ubicó delante del fiscal—. ¿Lo ve? Este es el hombre al que quiere perjudicar, aun después de que lo hubieron asesinado —escupió con el rostro enrojecido.

—Gracias, ya nos conocemos —respondió con seriedad y sin hacer muecas.

El médico tomó las hojas, releyó mientras pulsaba el botón de su bolígrafo con una velocidad excesiva, firmó, colocó su sello y las arrojó nuevamente sobre la mesa como si las hojas le hubiesen quemado la mano.

—Tiene que mejorar sus modales, doc. Le va a servir para conseguir más amigos —aconsejó el fiscal con el índice en el aire—De todas maneras, le agradezco. Y no se preocupe tanto por este tipo —señaló el difunto con el mentón al tiempo que guardaba la pistola en su cintura—. Si se fija bien, tiene una cicatriz vieja de un tiro en el abdomen. Ninguna persona de bien lleva semejante tatuaje ¿no le parece?

El médico no respondió. Sus ojos estaban inyectados. La mandíbula tensa. Los labios resecos. Después de que el fiscal lo saludó con una mano en alto y se retiró del lugar, Fiorentini pateó la silla de oficina, que se deslizó sobre sus ruedas hasta la pared del fondo. Se pasó la mano derecha por el cabello y luego la sacudió hacia el piso, como si se hubiese quitado un insecto repugnante y venenoso. Tomó asiento en la silla de madera con los codos apoyados sobre los muslos y la cabeza sobre las manos, y permaneció en silencio por unos minutos.

—Y vos, viejo de mierda —soltó dirigiendo la mirada hacia el cadáver que estaba enfrente de él. Se puso de pie y se colocó a su izquierda—. Todo esto es tu culpa. Todo esto es tu culpa —dejó caer un golpe con la mano abierta sobre el pecho del difunto—. Lo tenés bien merecido.

Se colocó guantes de látex, se cubrió la boca y la nariz con un barbijo, tomó un bisturí y realizó una incisión desde el cuello hasta el pubis. Comenzó por inspeccionar el abdomen: buscó la cicatriz antigua del proyectil e investigó el camino que había recorrido. Observó el colon, exploró el intestino delgado, revisó el hígado, examinó el páncreas, analizó el estómago. Se inclinó hasta llegar con la vista a la arteria aorta, a la izquierda de la columna vertebral. Chasqueó la lengua y se incorporó.

—Orificio de entrada por el flanco derecho del abdomen. Colon descendente con marcas de tejido cicatrizado. Ningún otro órgano con señales de haber sufrido lesiones por arma de fuego —recitó, como si el cadáver de Celso Serrizuela pudiera escucharlo—. Orificio de salida por la cara posterior del torso, a la misma altura que el de entrada. Y sí —dijo con un resoplido, con la mirada sobre las vísceras desparramadas—, tendría que haber ido a practicar un poco. Con tan mala puntería era muy difícil que te acertara en algún órgano vital, Serrizuela. Hasta suerte en eso, tuviste —le dijo mirando sus ojos secos, hundidos e inmóviles. 



  





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