Miró el mapa y se dio cuenta de inmediato del problema que lo esperaba más adelante. Le buscó un calificativo: Grande, profundo, enorme. No supo encontrar el indicado. Un quilombo le sonó bien. Pero no sabía, no tenía idea exacta de sus dimensiones. Era un quilombo, sí, pero de unas características que desconocía, aunque trató de ponerlo en los términos más vastos que pudo. Era su estrategia. Agrandar las cosas. Exagerar las situaciones adversas con la esperanza de que, al final, no resultaran tan graves ni tan problemáticas. Había algo ahí adelante, en el mapa, que tenía que atravesar. Un lodazal fue la primera palabra que se le ocurrió, pero se amonestó a sí mismo. Quién carajos dice lodo. Quién le dice así al barro. Nadie, a menos que sea un estúpido o alguien que se haya criado con series y películas traducidas. Era barro. Un barrial. Un pantano, a lo sumo, pero tampoco. En el mapa parecía una laguna enorme, gigante, como la de Chascomús o la de Lobos o de San Vicente, y no se podía rodear. No había manera de hacerlo. El único modo era atravesarla por el medio, avanzando como se pudiera. No parecía tan difícil. Y cada vez que miraba el mapa y buscaba información, parecía más sencillo. Podía solo. Claro que podía solo. Era un soldado. No en el sentido literal, pero se asumía como un guerrero. Un ciudadano común con el ímpetu de un gladiador, con el coraje de un luchador incansable. Así que podía hacerlo por su cuenta. A quién le pediría ayuda, en todo caso. ¿Se rebajaría? ¿Daría muestras de debilidad o de cobardía? De ninguna manera. Bajo ningún concepto. No lo había hecho hasta entonces y no estaba dispuesto a hacerlo a esa altura de su vida, aunque algunos le aconsejaran que sí, que era necesario, que era indispensable, que era, incluso, lo más inteligente que podía hacer. Pero ¿qué podían saber ellos? Estaban dando su opinión, y él no tenía por qué hacerles caso. Les dijo que sí, que estaba bien. Pero haría las cosas a su manera, como siempre. Se preparó a medida que se acercaba el día. No sería nada extraordinario. Un día más. Un problema común, cotidiano, habitual, de los que ya conocía y había superado sin mayores novedades. Sin embargo, notificó a algunos colegas. Tuvo que hacerlo. En especial por si se retrasaba, por el motivo que fuera. Aunque no estaba en sus planes llegar tarde, consideró la posibilidad de tardar un minuto de más. No era su estilo. Si algo lo caracterizaba era llegar temprano a todos lados, ser el primero, estar listo antes de que nadie, en cualquier lugar y a cualquier hora. Por eso emprendió el recorrido con tiempo de más. Salió temprano, e iba a hacerlo solo. Él y su alma, como siempre. Él y su conciencia. Él y sus pensamientos. Pero un colega se le sumó, casi como en un arrebato. No le pareció mal, en un principio. Podía ser, pensó, una buena manera de matar el tiempo. Y le dejó en claro tantas veces que no era necesario y que no hacía falta que lo acompañara, que parecía haberse trabado en esa frase. El pantano, por fin. Se extendía ante sus ojos. Era más grande de los que había imaginado. Más largo y ancho, más profundo, tal vez. Encontró unas advertencias escritas en el dorso del mapa que no recordaba haber leído. Supuso que lo había hecho y no les había prestado atención. Era difícil que algo así se le escapara. Era un soldado y estaba listo para todo. Avanzó. Los primeros pasos fueron sencillos, dóciles, perfectos para entrar en clima y llenarse de ánimo. Una voz en su cabeza había insinuado que no sería todo tan fácil, y ahora se alegraba al saber que se había equivocado. Pudo haberle planteado una discusión, y la habría ganado. La voz había surgido de algún rincón de la cobardía propia del ser humano, y no tenía razón. Pero se le trabó una bota. El barro, de repente, se hizo más profundo y no importó con cuánto ímpetu tirara porque su borcego quedó atrapado y había una succión que neutralizaba sus esfuerzos, y se le puso roja la cara, se le marcaron las venas, gruñó como un animal arrinconado ante una amenaza que desconocía. Un segundo atrás todo estaba bien. Se preguntó en qué momento cambió todo. En qué punto exacto se comenzó a complicar. Sin embargo, el calzado cedió. El problema no fue tan denso cómo parecía, y su pie salió del barro con un ruido casi gutural, que sonó como una burla. Ese sería el principio de todo lo bueno que seguiría, pensó, porque no había otra manera de que resultaran las cosas. Estaba mentalizado. Había escuchado hasta el cansancio eso de enfocarse, de atraer, de moverse en pensamientos positivos que le permitieran visualizarse en la cumbre del éxito. De repente, sintió un chasquido. Como en un corte de luz mientras miraba la televisión. Como en un golpe de traición, desde atrás, que noquea y hace dar vueltas al mundo. Cuando se quiso acordar, no sólo estaba atrapado e inmóvil, sino que había comenzado a caer. El impulso del cuerpo le pasaba factura. El positivismo al que se había aferrado había creado una inercia que no pudo contrarrestar y de la que se dio cuenta demasiado tarde, cuando su centro de gravedad ya había ido demasiado lejos y había superado el punto crítico de su verticalidad. Pero sintió una mano. Una mano que se aferró a él. Y luego otra. De inmediato, una mano más. Lo sujetaron como las garras de un águila que se aferra a su presa y la lleva consigo a las alturas. Cuántos pares de manos. Cuántos dedos lo sujetaron en la caída. No lo pudo precisar. Supuso que fueron tres. Tres o cuatro, las suficientes como para sostenerlo y evitar que terminara con todo el cuerpo sumergido en el barro. Incluida su cabeza. Sus ojos, su nariz, su posibilidad de respirar. A partir de entonces, no pudo desplazarse con la misma seguridad. Cada paso se convirtió en un proceso arduo y, a veces, doloroso. Tenía esas manos que lo acompañaban, que lo dirigían cuando parecía equivocarse, que le alcanzaban el mapa cuando erraba el rumbo. Eran manos y eran voces. Eran rostros, también. Eran palabras que llegaban como cremas sobre llagas abiertas. Como analgésicos sobre heridas supurantes que le permitían continuar a pesar del dolor. Sin embargo, aunque contaba con las manos y las voces y los rostros, el pantano se volvió más difícil de atravesar. Más espeso. Como si los niveles de dificultad pudiesen aumentar de golpe. Con la sorpresa y el desconcierto de ver granadas que explotaban con la espoleta todavía en su lugar. Tenía que conseguirlo por su cuenta. Se había preparado para hacerlo. Había entrenado cada músculo para desarrollar la fuerza necesaria. Se había mentalizado. Tenía el objetivo entre ceja y ceja, y no quedaba espacio disponible para las dudas. Insistió en que lo soltaran. Agradeció. Se mostró entero. Repasó cada una de sus funciones, como un programa de computación que hace un arqueo sobre el estado de un aparato. Funcionaba todo de manera correcta. Tenía que ser así. El plan era que, a esa altura, todo estuviese bajo control. Pero sintió un ardor específico. Algo apenas detectable. La picadura de un insecto o algo parecido. Se miró a sí mismo. Qué era. Y adónde. Intentó dar otro paso. ¿Cómo no lo iba a dar? No pensaba detenerse. Poco a poco el ardor fue en aumento. Dejó de ser una molestia para convertirse en el padecimiento de un trozo de madera que se le enterraba en las carnes. La agonía repentina que provocaba un hierro incandescente al atravesarlo de lado a lado. Apretó los dientes. No podía decirlo. No se mostraría débil. Aunque la fiebre había comenzado a azotarlo como una tormenta en medio del mar y todo su mundo se arremolinaba como una balsa a la deriva. Tenía que hacerlo solo. Insistió. Le pidió a esas manos y a esos rostros que lo soltaran. Podía. Tenía que poder. Así lo tenía preparado, y no había nada que lo hiciese cambiar de opinión. Ni siquiera cuando pidió que le alcanzaran aquella rama que divisó a unos metros. La utilizaría como apoyo. Además de la rama, las manos le acercaron vendas para la herida que se había hecho en la piel. Un corte largo, profundo, supurante. Le latía, como si tuviese vida propia. Sintió cómo lo desinfectaron. Sintió correr sobre su piel la humedad del líquido esterilizante. La frescura del contacto con la herida. La mano que se aferró a la suya, sin saberlo. La otra mano que le servía de apoyo. Los rostros que le hicieron compañía de una manera que no podía aceptar ni comprender, porque era un trámite que cumpliría sin ningún tipo de ayuda. Lo tenía que atravesar en solitario, con su alma a cuestas, aunque tuviese que arrastrarla como una bolsa llena de piedras. El cielo se oscureció en minutos. Mucho antes de que lo que había supuesto. Sus cálculos estaban errados. Hizo cuentas mentales, rápidas, de último momento, porque no pudo comprender que se hubiese equivocado tanto en algo que estaba planificado al milímetro. Pero era un guerrero y tenía que seguir adelante. El terreno parecía volverse cada vez más blando y más difícil de transitar. Sus pies se hundían como piedras que caían al agua, y levantarlos para dar el siguiente paso se convirtió, de repente, en una tarea titánica. Apretó los dientes. Concentró sus fuerzas. Las manos se ciñeron sobre lo que le quedaba de ropas. Balanceó sus brazos. Soltó gemidos. Gemidos de bronca. De lucha. Gemidos que intentaban sacar fuerzas de un fondo que estaba vacío. Y se detuvo. Aunque lo negara, aunque no quisiera reconocerlo, sus fuerzas se habían terminado. La energía estaba agotada. Como en un dispositivo que no se había conectado a la red eléctrica por demasiado tiempo. Se sintió temblar. Su visión se volvió opaca, como si no pudiese ver los colores. Su olfato había obstruido. Todos sus sentidos daban la impresión de haber sido mutilados. Le quedaba la obstinación. El amor propio del que tanto se enorgullecía. Y las manos que lo sujetaban. Esos cuatro o cinco pares de manos que lo sostenían de los restos harapientos de su ropa y evitaban que se cayera al barro. Y avanzó. Comprendió que esos rostros que lo miraban y que le soltaban palabras de aliento no eran una compañía ni un tipo de combustible para su cuerpo debilitado. Eran un medio. El mecanismo que lo sacaría de ahí. El motor que lo haría posible. Eran las manos de esos rostros los que lo llevaban y le acercaban lo necesario, mientras él, soldado implacable y de un espíritu fervoroso, daba los pasos como podía. Lento. Despacio. Uno a uno. ¿Estaba malherido? Estaba. Resopló muchas veces. El amanecer lo encegueció. Estaba malherido, sí. Y era hora de que lo aceptara, mientras esas manos estuviesen todavía presentes. Podían desaparecer en cualquier momento. Y no las culparía. Porque era su problema. E insistía con que no tenían ninguna obligación de ayudarlo, porque era su propio problema, y tenía que resolverlo por sí mismo. Las manos, sin embargo, seguían ahí. Lo empujaban por la espalda. Otras tiraban de él hacia adelante. Mientras se limitaba a mantener los dientes apretados y a forcejear con el barro en sus pies y las dudas en su cabeza. Alguien le preguntó si tenía miedo. ¿Miedo? Ni siquiera conocía su significado. Sintió que la pregunta lo insultaba. Dudar estaba permitido. Tener inquietudes, tal vez. Pero ¿miedo? Jamás. Aunque reconoció los dolores. Las heridas abiertas, los tajos en carne viva que lo habían dejado maltrecho. Ese era el límite. A partir de ahí, todo era pelear contra el mundo entero. Él y las manos que lo sostenían. Incluso cuando el terreno comenzó a ceder. Cuando el barro disminuyó y consiguió hacer pie después de doscientas cincuenta mil noches. Sus músculos no respondían. La falta de fuerza era tan extrema que mantener el equilibrio se convirtió en una lucha desigual. Trastabilló. Los primeros pasos fueron errantes y temblorosos, aunque pidió, de todas maneras, que las manos se mantuvieran alejadas. Les pidió que confiaran en él. En su capacidad. En la fuerza de su obstinación. Lo hicieron. Y el soldado caminó con cierta inquietud. Pero los pasos eran firmes. Más firmes, al menos, de lo que había creído. Las manos estaban cercas. Los rostros, también, con sus ojos en alerta, midiendo cada uno de sus movimientos. Pero el soldado no defraudó. Se sacudió las costras que se le habían quedado adheridas a la ropa y la piel, se sacudió el pelo, y avanzó un poco más. Podía. Estaba seguro. Le había costado demasiado, mucho más esfuerzo del que había calculado, pero ahora estaba otra vez en marcha. Sin manos que lo sostuvieran y sin rostros que lo siguieran como estrellas en la noche. Marchaba solo, como tenía que ser. Porque así se sentía a gusto. Aunque aprendió que de vez en cuando podría necesitar manos que lo aferraran, manos que lo sostuvieran, y ojos que le entibiaran el alma, y bocas que le dijeran palabras de aliento. Había llegado el momento de continuar por su cuenta. Les agradeció como pudo. No supo hacerlo del todo bien. No estuvo seguro de haberlo hecho como se lo merecían esas manos. Y avanzó pensando en eso. En que su gratitud tenía que equipararse con la ayuda que había recibido, aunque le dijeran que no era necesario, que no tenía por qué, pero el soldado quería. Y así avanzó a través del terreno firme en medio de la tarde, hasta que lo cubrió la noche, y no dejó de pensar ni un segundo, ni un solo segundo, en que no está mal dejar que lo ayuden. Porque concluyó en que no era un signo de debilidad, sino una muestra de él también era un ser humano. Siguió caminando con alguna dificultad. Rengueó, y supuso que lo haría por el resto del camino. Pero sería diferente. Ya no había barro en el que quedarse atrapado. El lodazal había quedado atrás, y todo lo que tenía por delante parecía sencillo. Tan sencillo, pensó, como darse cuenta de que nadie, a menos que sea un idiota o que se haya criado viendo televisión extranjera, le dice lodazal a un pantano.