14 Nov
14Nov

LAS PROMESAS DE GREGORIO

 

Dentro de lo posible, ignoren lo descuidado que está la pequeña parcela del frente. Nadie ha recortado el césped en casi un mes y, con las lluvias de los últimos días, lo brotes crecieron a gran velocidad. Pasen por alto, también, los pedazos de vidrios esparcidos y el olor nauseabundo impregnado en el aire.

Ustedes, como lectores acomodados en sus sillones, viajando en colectivo o recostados en la cama, estarán acostumbrados a recorrer escenarios tan poco vistosos como este. Y de seguro no necesitan de nadie que les sirva de guía para recorrer cada rincón de las historias, pero mi trabajo, precisamente, es ese.  

Permítanme presentarles la casa de Gregorio. El comedor es amplio y bien iluminado, y aquella puerta da a la cocina, también espaciosa, con lugar para una mesa con cuatro sillas. De aquel lado están las dos habitaciones. Una de ellas, la más grande, le servía de dormitorio. La otra había sido transformada en un gimnasio, con una máquina multifunción, una tabla inclinada para abdominales y una bolsa de boxeo. Cruzando la cocina, se tiene acceso al patio, que puede verse desde esta ventana. Allí está la parrilla y un pequeño cuarto que utilizaba como depósito. En él guardaba algunas herramientas, como sierras de varios tamaños, gubias y cepillos para madera, los utensilios del asador y una pistola calibre 9 mm que heredó de su padre y que nunca utilizó. Sabrán comprender, imagino, el olor rancio que domina en el ambiente: nadie ha limpiado este lugar desde que Gregorio tuvo que irse y, aunque no les recomiendo buscar, ha dejado heces esparcidas en algunos rincones.

Los ladridos que están escuchando provienen de la casa de al lado. Es un labrador macho, muy tranquilo por lo general, pero que seguramente nos ha detectado y le ha llamado la atención el ruido luego de tantos días de silencio. Solía intercambiar ladridos con “Toscano”, el perro mestizo de Gregorio, como si mantuviesen una conversación a través del tapial. Ahora lo tiene Martina, su hermana, hasta que él pueda solucionar su problema y llevárselo de vuelta consigo. Tiene un cobayo, que también está ahora en casa de Martina. No es que le resulten particularmente interesantes los roedores, sino que quería darle un uso práctico a la viruta de la que disponía.

Gregorio trabaja en una imprenta que se encuentra acá cerca, en la esquina. Mientras avanzamos hacia allá, deben ir sabiendo que la semana próxima va a cumplir 31 años y desde hace ocho que vive solo. Compró la casa hace cuatro años, luego de que muriera su papá por cuestiones que no vienen al caso, y heredara una buena cantidad de dinero. Lo sumó a unos ahorros propios y pudo acceder a una vivienda y financiar el resto a través de un crédito hipotecario.

Este es el lugar donde trabaja, trasponiendo esta persiana ciega. Pueden oír los ruidos de las máquinas funcionando y un par de voces en segundo plano, aunque no la de Gregorio. Hoy no vino a trabajar.

Tal vez se pregunten cómo pudo ser posible, de qué manera pudieron trasladarse desde Santos Lugares a este departamento en Puerto Madero en un instante; pero les recomiendo que dejen esa clase de interrogatorio a un costado y se concentren en el lugar. Es grande. Muy grande, como podrán apreciar. Y lujoso, como habrán notado. Vean que ningún electrodoméstico o mueble aparenta tener más de uno o dos meses, y la pulcritud y aroma a vainilla que circunda el ambiente es encantador. ¿Escuchan esos pasos? Salen de la biblioteca, que se encuentra dos ambientes más allá. A pesar de que está lejos, pueden oírse claramente. Los oyen ¿no es cierto? Es que están dados con la firmeza que nace de la angustia y la vigorosidad que proporciona el enojo. Sí, tienen razón; es Gregorio quien camina de esa manera, con ese desparpajo, sin reparar en que pueden notarse desde todos los rincones de este piso.

¿Escucharon su voz? ¡Ahí está de nuevo! Ese es Gregorio, ese timbre agudo y lacerante proviene de su garganta; sin embargo, cuando está sereno, en sus cabales, cuando está en un día cualquiera, su voz es más áspera y unos tonos más graves.

No tiene hijos. Tampoco novia o esposa. Tuvo una novia, por supuesto, pero hace tiempo que dejó de verla. Nunca consideró a su soltería como un fracaso ni nada de eso. Era una elección. Le gustaba estar solo y dedicar su tiempo al ejercicio físico, la música y el tallado de madera. El saxo, le gusta. Comenzó con una trompeta, pero decidió que el sonido del saxo es lo que más le apasiona; razón por la que rehusó adquirir un departamento. Si bien el precio era menor y le hubiese traído menos contratiempos, la contigüidad de vecinos se lo habría imposibilitado.

Siete años atrás, trabajaba en una importante industria de cosméticos. Tenía un puesto como tester human o, como a él le gustaba denominarse “el pibe que prueba las cosas”. Su labor consistía en examinar fragancias de perfumes y desodorantes, propiedades de cremas humectantes, efectividad de champús y cremas de enjuague, funcionamiento de repelentes de insectos, sabores de pastas dentales y facultades de cremas para afeitar. Todo muy sencillo, apenas seis horas diarias y con el riesgo, solamente, de sufrir un sarpullido o un principio de eczema. Y el salario, debido al riesgo que conlleva exponerse a potenciales efectos secundarios, era muy bueno. Esto le permitió inscribirse en una universidad privada para estudiar Ingeniería en Biomecánica, una carrera nueva y muy costosa. En aquella ¿la ven? Lindo edificio. Y con todas las comodidades que se les ocurra. No obstante, cuando apenas iniciaba el segundo año de la cursada, la empresa en la que trabajaba decidió mudarse a otro país donde el cambio de la moneda le resultaba más provechoso. 

A todo esto, Gregorio ya se había metido a pagar la casa que vimos hace unos momentos. Por supuesto que se vio obligado a abandonar los estudios y a ajustarse con los gastos. Un vecino le consiguió el trabajo en la imprenta. Aquel que va allá, el hombre de barba canosa y anteojos.

En el medio ocurrió la pelea con su novia. No pasó nada que tenga que ver con algún episodio de infidelidad, sino que ambos tenían proyectos de vida diferentes, por lo que separarse fue casi como un movimiento natural. Los dos se dieron cuenta de que la relación no podría seguir prosperando, y la dieron por terminada por mensajes de texto. El sueldo de la imprenta era menos de la tercera parte de lo que ganaba en la empresa de cosméticos; le alcanzaba para comer y vestirse, pero no llegaba a cubrir la cuota de la hipoteca. Tuvo reuniones, reestructuraciones de la deuda, atrasos en los pagos, intimidaciones; en fin, toda la perorata financiera de quien no puede cumplir sus obligaciones. Y el banco, este banco, de pisos con mosaicos hexagonales, columnas de mármol, vidrios blindados, pantallas digitales, no tuvo mejor idea que embargarle la casa. Le llegó la notificación sin posibilidades de llegar a un nuevo acuerdo. Simplemente le avisaban que el banco tomaría posesión del inmueble. Pero no quiero que nos perdamos en detalles intranscendentes; volvamos al piso de Puerto Madero, a los pasos vehementes de Gregorio, a la voz finita de su desesperación.

Antes de entrar en aquella habitación, les voy a pedir que hagan silencio y que mantengan la mayor quietud que les sea posible. Gregorio no se encuentra en su mejor día. Vean su rostro, el gesto impreso, la contracción en sus labios, la aspereza de sus ojos. Pasen por acá, por favor; tengan cuidado con esos libros. Si bien están tirados, la idea es evitar romperlos con pisotones; acomódense por aquel sector, al lado de la biblioteca y del escritorio. Antes no tenía el pelo así de desprolijo y grasoso. Se lo cortaba una vez por mes, muy meticuloso, rapado a los costados y un poco más largo arriba. Tampoco usaba esa barba. No le gusta como le queda, aunque hay situaciones en las que pensar en cómo se ve uno por no afeitarse, quedan tan alejadas de la realidad que ni siquiera se repara en eso.

Noten que aquellas dos personas también portan un semblante rígido, tenso, como si el asunto fuese realmente serio y comprometedor. Y créanme que lo es. ¿Ven ese bulto en la espalda de Gregorio, debajo de su remera? Es el arma que recibió de su padre, la 9 milímetros, con el cargador al tope de municiones; que de un momento a otro va a exponer ante sus interlocutores, los va amenazar, les va a exigir una salida beneficiosa para él, los va a insultar, les va a demostrar a ambos, al tesorero y al contador, que habla en serio. El tesorero es aquel, el de sobrepeso. Y el contador es el hombre de más acá, el calvo. Vean que su rostro demuestra un espanto superior al de su colega, quizá porque aquel, el tesorero, no le quiera creer del todo a Gregorio.

Quiero que presten atención, señores. Pretendo que sean testigos de cómo una persona que se evidencia corroído por la desesperación y obnubilado por la violencia, puede ser capaz de resolver los asuntos de una manera civilizada y caballeresca; heroica, si se quiere. E incluso, cumplidora. Porque aunque ahora mismo, vean, extrae el arma y se deshace en insultos y maldiciones, y suelta decenas de amagos de trompadas, no va a golpearlos; pero sí va a llevar a cabo su promesa. Por citar un ejemplo, antes de tener que abandonar su propiedad, había prometido que la destruiría, que haría cosas desagradables, que la dejaría en las peores condiciones posible, con actos repugnantes e inconcebibles. Por eso las haces y los vidrios rotos.  

No le resultó demasiado difícil conseguir la información acerca de los responsables de su desgracia. En la página de Internet del banco figuran todos los cargos con sus respectivos nombres propios. Y la guía telefónica le proporcionó el resto; salvo el de una licenciada en administración, de la que no pudo ubicar su domicilio, aunque tampoco le interesó demasiado. Con obtener esta dirección, Juana Manso 1132, 9° C, estaba hecho y complacido.

Miren. Tiene el dedo en el gatillo. Vean lo tensa que está su mano, el índice presto a disparar. Vayan un poco más allá así les queda de frente y pueden ver la furia en sus ojos, el rostro enrojecido, las gotas violentas de saliva que arroja en cada frase. No tengas dudas, ninguna duda de que va a gatillar.

No se salpicaron ¿verdad? Espero que no. Bueno, sé que esto no es lo más beneplácito de ver, pero no quiero que dejen de observar la materia gris estampada en la pared, los grandes trozos de carne esparcidos. Vean esto: el orificio de la bala en el cráneo. Miren como el cuerpo expulsa sangre, y noten que es de un color oscuro, mucho más oscuro de lo que el común de la gente supone. El olor a pólvora. Respiren. Y lo agridulce que resulta al mezclarse con la sangre, que en un par de minutos va a formar un charco enorme, tan grande que será difícil de concebir que pueda albergarla toda una misma persona.

Observen el gesto del contador. Es inenarrable ¿no les parece? Está completamente absorto. Estoy seguro de que no podría responder ni la pregunta más básica que se les ocurra. Es la sorpresa, por supuesto, pero esencialmente el pavor. Le tiemblan los labios y tiene los ojos a punto de desbordarse de lágrimas. Nadie está preparado para atestiguar una escena como esta, tan en primera persona. Gregorio juró que dispararía y lo hizo. Cumplió. Siempre cumple. Y miren al tesorero, con la cabeza hacia abajo. ¿Habrá dudado en algún momento? ¿Habrá sospechado de que se trataba de una farsa, de un loquito, de un ciudadano que pretendía corromper las leyes, dislocar la economía, forzar lo imposible? Puede que sí; pero vean, observen esa mirada sorprendida, famélica y luctuosa. Es la mirada de un tipo que no puede creer, que no puede concebir que la negrura de la angustia y la perturbación del alma puedan obligar a un muchacho de 31 años, de pelo sucio y barba desprolija, a pegarse un tiro en la cabeza. Y en su propia sala.

 

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