Sabe que no va a poder dormirse. De todas maneras, enciende el ventilador y se acuesta sin remera. Lo espera una mañana comprometida, de riesgos concretos, y aprovecha el insomnio para repasarlos. La denuncia por parte de los dueños de todo, piensa, es un hecho. No es poca cosa para alguien que está pisando los cuarenta años y busca volver al mundo laboral.
Ya se va a cumplir un año de su retiro voluntario, que de voluntario no tuvo nada. Pero Gustavo no quiere detenerse en esos detalles. Ya los pensó demasiado. Ya se reprendió lo suficiente por no haber resistido un tiempo más. Es mejor que se concentre en lo que tiene por delante, en el probable inconveniente que terminará enfrentando junto a Tucho Toledo contra vaya a saber quiénes. Bah, se corrige en sus pensamientos, contra quiénes no. Contra cuántos. Porque esos tipos son poderosos y se manejan de a muchos.
Vuelve a preguntarse si fue acertada la decisión de comprar esa radio, la “FM Tango al sur”. Por primera vez en estos once meses, se dice que lo mejor fue haberle cambiado el nombre. Si bien una emisora ubicada en Pompeya tiene que llevar, casi de manera obligatoria, una denominación relacionada al tango, se le ocurrió que llamarla FM Aconcagua podría hacerla ver un poco más neutral, moderna y con chances de que también se acerquen a ella personas ajenas a aquel estilo de música.
Las indemnizaciones de ambos alcanzaron con lo justo. Una radio chica, con pocos oyentes y equipos viejos. Los dueños anteriores no podían darse el lujo de exigir mucho más, aunque en un momento, la operación parecía no destrabarse por el capricho de intentar aumentarles el precio. El cambio de nombre resultó de inmediato. Eso es algo que a Gustavo lo llena de orgullo, a pesar de que Tucho jamás se lo reconoció. Viejo loco, piensa. Viejo loco, pero bueno.
Veinte días después de asumir la propiedad de la radio y de estrenarla con su nombre nuevo, comenzaban dos programas. Uno diario, por la tarde, de estilo magazine informativo; y otro semanal, los lunes, con el resumen de todo el fútbol de Ascenso. La venta de esos dos nuevos espacios, sumados a la grilla regular, permitía cubrir los gastos y obtener una ganancia razonable, que parecía prometedora.
Gustavo se sentía en la gloria. Tucho se mostraba algo más precavido y bastante escéptico. Afirmaba que lo que mantiene a una radio, no son los espacios vendidos a terceros para que hagan un programa de bajo presupuesto, si no que eran los auspiciantes. Había que apuntar ahí. Sumar a privados que buscaran publicitar sus productos y servicios. Y la solución llegó luego de que Gustavo pensara, armara y anunciara la transmisión de los partidos de Huracán. Él se encargaría de los relatos, como lo había soñado en su adolescencia. Tucho estaría en los comentarios. Y dos muchachos del programa deportivo se habían ofrecido para dar una mano en cualquier puesto, sin percibir ninguna remuneración, por el puro placer de hacerlo. Ya estaban cubiertos, entonces, los lugares de vestuarista y estudios centrales.
Una agencia de lotería y una casa de comidas fueron los primeros en sumarse a la propuesta. Los siguieron una veterinaria, una carnicería y una farmacia. Gustavo no podía sentirse más satisfecho. Después de haber atravesado el duro momento de una renuncia obligatoria, de haberse visto marginado en cada una de las entrevistas de trabajo que consiguió y de haberse balanceado entre opciones desesperanzadoras, lo había podido convencer sin mucho trabajo a Tucho Toledo y se encaminaron en un proyecto incierto y ambicioso.
Ahora, desde su cama, Gustavo rememora el trabajo en el ferrocarril, su puesto de encargado de materiales de vía en las oficinas de Villa Lynch, las rondas de mate con los compañeros, la discusión diaria sobre lo que almorzarían, el ruido de las máquinas de escribir y el rugido del tren anunciando su llegada. Fue el último en irse de ese lugar. Apagó la luz y cerró la puerta.
Tucho cayó en la reducción de personal de Obras Sanitarias de la Nación, indemnizado con la mitad de lo que le hubiese correspondido, a seis años de alcanzar la edad jubilatoria. Habrá sido desesperante verse tan cerca y de repente, tan lejos. Por eso cree Gustavo que Tucho aceptó enseguida. Pudo haberle propuesto venderlo hielo a los esquimales, y le habría dicho que sí.
Ahora tiene que concentrarse en lo de mañana. Tiene que aislarse de todos los problemas para conseguir unos buenos resultados. Anhela cumplir su papel con la mayor dignidad posible. Toma la hoja del suplemento deportivo que arrancó a la tarde, entre mate y mate. Repasa los nombres y los repite de memoria. No importan los auspiciantes que se fueron ni la consecuente falta de dinero para afrontar las obligaciones. Lo de mañana va a dar resultado. Tiene que. Necesita que sea así. Por él, por Tucho, por los otros dos muchachos que lo acompañan. Les prometió tomar la responsabilidad, en caso de que surja algún problema con la justicia. Diría que lo planeó solo, que los demás no sabían nada, que les mintió con todas las autorizaciones y firmas y permisos que no tenían y que necesitaban.
La casa de comidas y la carnicería fueron los primeros en darse de baja. Al principio les insistió, intentó convencerlos de que no debían alejarse de semejante emprendimiento, pero luego los entendió: la baja del poder adquisitivo, los aumentos y el desempleo obligan a abandonar los lujos. Pedir comida en una rotisería se daba por el puro placer de no cocinar, pero comer rico en su propia casa. Unas buenas pastas. Un guiso suculento. Y en cuanto a la carne, no todo el mundo podía darse el gusto. El pollo era una opción más económica. El arroz y los fideos pasaron a convertirse en el alimento principal de muchas familias. Carne, una vez a la semana, con suerte. Por eso no podía enojarse con ellos, con el carnicero y el dueño de la rotisería. Lo mismo que con el técnico de los televisores. Dos meses duró. Y en ese mismo lapso, amplió su oferta de servicios a los radiograbadores, heladeras, lavarropas y videocaseteras. Incorporó, en un intento desesperado, el arreglo de zapatos, aunque no prosperó como lo esperaba. La agencia de lotería continuó aportando la mitad y la farmacia prometió esforzarse hasta fin de año, siempre y cuando la situación no empeorara. Había quedado también una administración de consorcios, que aportaba el equivalente a una grande de muzzarella.
Gustavo no suele pensar en política. No es lo suyo. Pero esta vez lo toca muy de cerca. El año próximo hay elecciones presidenciales, analiza, y va a hacer todo lo que esté a su alcance para que nadie lo vaya a votar de nuevo. Aunque, por otro lado, está convencido de que ese tipo no tiene chances de ganar un reelección. No hay manera. Destruyó el país. Está aniquilando a la clase media, piensa susurrando, que es la mayor parte del padrón electoral. Ni siquiera va a hacer falta ponerse en campaña. Está seguro de que la gente va a votar a conciencia.
Repasa las formaciones otra vez. Le cuesta con los nombres de los mediocampistas Desailly y Zvonimir Boban. A este último va a llamarlo solo por su apellido. Para qué meterse en el embrollo de pronunciar un nombre que, en la vorágine de un relato radial, se puede convertir en un trabalenguas. Al resto lo tiene más fácil. Y con el equipo argentino, mucho más, todavía. No necesita ni leerlos. Los conoce a todos, con el lugar de nacimiento incluido. Le encanta eso de tirar datos sobre los jugadores mientras describe las jugadas. La pelota va para Mengano, el hombre nacido en General Pico, y se la alcanza a Fulano, el habilidoso de Apóstoles, Misiones… Espera estar lo suficientemente lúcido como para hacerlo con corrección.
Ya es tarde, piensa. Es tarde y no está ni cerca de dormirse. Por momentos, lo sacude la idea de abandonar todo, vender en alguna feria los micrófonos, las consolas, los auriculares y todo lo que pueda rescatar de la radio. Ahorrarse el disgusto enorme de tener problemas con la Justicia y con esa banda de mafiosos que, sabe con seguridad, le va a hacer pagar caro semejante atrevimiento. Porque no les va a provocar ninguna pérdida en absoluto. Esos tipos no pierden jamás, y mucho menos ante un pobre diablo que transmite por una radio que tiene menos alcance que un repartidor de escombros en bicicleta. De hecho, podrían pasar algunos años hasta que se enteren de lo sucedido. O tal vez nunca lo sepan, en el mejor de los casos. ¿Quién lo va a escuchar a él, a Tucho y a esos dos pibes? Ni sus amigos van a hacerlo. Todos van a ir con la tele. Y si tienen que seguir el partido por radio, va a ser Continental o Rivadavia. Y se acabó. Pero Gustavo sabe que ellos, los dueños de todo, no van a quedarse tranquilos viendo cómo un ignoto ciudadano de cuarta les falta el respeto y les hace frente. El rebelde que le tira cascotes al tanque de guerra. El perro callejero que le ladra al dragón. No lo van a permitir. Jamás aceptarían que siente precedente una situación como esa. Lo van a aplastar de un pisotón y lo van a dejar malherido y tumbado en una zanja.
Claro que le da miedo. Está arriesgando lo poco que tiene: la radio, la salud y un departamento destartalado de dos ambientes chicos que heredó de sus padres, más cerca del riachuelo que del puente Alsina, y por el que debe casi un año de impuestos municipales. Calcula la posibilidad de ir preso. No, cree que no hay chances para tanto. El peor escenario posible podría ubicarlo en la calle y sin un peso, pero libre. Se preocupa por Tucho, también. Ya está grande y cansado. Ha vivido muchas amarguras, por lo que sumarle la probable desazón de perder la radio por una maniobra que roza la insensatez, podría salirle muy caro. Pero por otro lado, si no hacen nada, también van a perderla. Apenas cubren el 70% de los costos, y todo parece indicar que la cosa va a ir desmejorando. Venderla dejó de ser una opción, comprende. Están retrasados con el pago de varios impuestos y todos los meses enfrentan cartas que los amenazan con llevarlos a juicio por gravámenes impagos más los costos e intereses. Tucho tiene menos para perder, pero también menos fuerzas para luchar. Le dolería en el alma cargar con semejante culpa de arrastrarlo al fondo del sistema.
El caso de los chicos es diferente. Apenas rozan los veinte años, todavía viven con sus padres y tienen más posibilidades de reinsertarse en el mercado laboral.
También tiene un pequeño margen para ganar. Los mafiosos podrían limitarse a una advertencia pública, los diarios reflejarían la osadía y varios comerciantes podrían verse tentados a poner sus marcas en esa radio chiquita y atrevida. Hasta sería viable pensar en un grupo empresario que tenga intenciones de invertir en la emisora para renovar las instalaciones, el instrumental y patrocinar de manera acaudalada las transmisiones del clásico de cada fecha del fútbol argentino.
El sueño comenzó a vencerlo. Es implacable, sentencia. El hambre y la sed más o menos se pueden tolerar, pero el sueño no. Es posible darle pelea, pero de un momento a otro, casi sin darte cuenta, te derrota por completo. Se acomoda de costado. Da vuelta la almohada para apoyar la cara en el lado más fresco. El ventilador no hace más que lanzar el aire tibio de un final de noviembre que anuncia un verano exhaustivo. Se corrige una vez más. Ya son más de las dos de la madrugada del primero de diciembre. Tiene que levantarse dentro de cuatro horas, vestirse rápido y salir para la radio, acomodar los papeles, repasar en el noticiero los últimos detalles, confirmar las formaciones en el canal que va a trasmitir el partido, conversar con Tucho sobre el asunto, pedirle a los dos pibes que tomen nota de todas las incidencias habidas y por haber, descolgar la tele del soporte de la pared y acomodarla sobre la mesa para tenerla al lado y relatar con más confianza.
Los jugadores deben sentirse igual que él, supone. Un grupo de muchachos que hacen lo suyo muy bien, pero que van a enfrentarse a unas máquinas atléticas. Seres de carne y hueso de un equipo chico ante la fortaleza de uno de los clubes más poderosos del mundo. Se da cuenta de que están en la misma situación. La idea, entonces, es salir a dar batalla y cumplir el papel con dignidad.
Porque si hay algo de lo que Gustavo está seguro es que mañana, en un rato, va salir a jugar con la máxima fiereza contra los grandes empresarios dueños de todo. Lo mismo que va a hacer Vélez ante el Milan italiano, con esa ilusión inmensa de salir campeones. En una de esas, imagina, Vélez consigue un penal para que lo patee Trotta. O el turco Asad puede aprovechar un error de los italianos y hacer un gol, aunque sea de casualidad. Pero no. Qué se van a equivocar los del Milan. ¿Justo los del Milan se van a pifiar? Se reprocha por iluso. ¿En qué cabeza cabe pensar semejante pavada? No tiene chances Vélez de ganar la Copa Intercontinental, piensa. Y se queda dormido.