28 May
28May

Para mí que se tenían miedo. Eran muy parecidos en la responsabilidad por el trabajo, en ser solidarios, en dar una mano. De hecho, nunca hubo una queja para ellos de parte de los clientes. Y yo, como supervisora de la línea de cajas, me terminaba enterando de cualquier reclamo. Naiara en panadería y Diego en sector de fiambres, uno al lado del otro, separados apenas por un tabique de madera. Y separados, también, por lo que los aterraba y les impedía terminar de concretar: ella era muy madura, muy segura de sí misma, con los objetivos claros y bien puestos. Y él, por su parte, era muy chiquilín. Todo el día paveando, haciendo payasadas. Muy buen pibe. Un amor, la verdad, pero andaba como una bolsa en la tormenta. Y, para mí, ahí estaba el miedo que se tenían. Ella temía de su libertad. A él lo asustaba su madurez.

Lo negaron siempre, todo el tiempo, pero estoy segura de que alguna vez pasó algo. No sé bien hasta dónde habrán llegado, hasta dónde se habrán animado a ir, ni si se ponían de acuerdo para enfrentarse a las preguntas que les hacían los demás. Él se defendía bastante mejor. A ella se le notaba más. Aparte, yo hablaba mucho más con Naiara que con Diego. Con ella se podía mantener una conversación adulta. Con él, ante el primer intento de sumirse en una charla profunda y seria, todo se reducía a un chiste, a una frase pavota y listo. Y aunque lo negaran, se les notaba lo que sentían. Pasaban de ser muy compinches, de compartir miradas y de decirse cosas al oído a casi no hablarse, a saludarse de compromiso y no dirigirse la palabra. A veces, se trataba de una actuación. Me daba cuenta de que, por más que ni se miraran, él escribía algo en su teléfono celular, ella leía un texto en el suyo y se sonrojaba como una adolescente que ante una carta de amor.

Sin embargo, había veces que se enojaban en serio. Discutían por cualquier pavada, por algo propio del trabajo como por algo totalmente ajeno al negocio. Y se enojaban mal, se gritaban, se decían que no se aguantaban, que no querían saber nada uno del otro. Para mí que se celaban. Por ahí charlaban un poco de más con algún cliente o con algún compañero, aparecía un reproche, el otro le echaba en cara algo ocurrido unos días atrás, y la tensión sentimental inconclusa terminaba por empujarlos a un enojo que muchas veces era desubicado, fuera de contexto.

Una mañana se corrió el rumor de que uno de los dos había descubierto que el otro andaba con alguien más. No sé, la verdad, de dónde salió ese rumor. Al principio me negué a creerlo y trataba de que no se esparciera tanto, pero fue imposible. Todos hablaban de eso en el local. Estaba dividido el asunto acerca de quién había sido el atrapado. La mayoría de las chicas se inclinaban a favor de Naiara y decían que seguramente él la había engañado con otra. Los varones lo defendían, por supuesto. Se apoyaban, con razón, en el fundamento de que ellos no estaban de novios, que no habían blanqueado, que no podían exigirse nada y mucho menos reprocharse. También estaban los que decían lo contrario, que él la había visto con otro y que entonces se había desencadenado la pelea. Pero no creo. A Naiara se la veía seria, como enojada. Y a Diego se lo veía cabizbajo, con cara de haberse mandado una macana. Pero pasó el tiempo y todo volvió como antes, y yo estaba segura de que esa vez sería la definitiva, de que si pudieron atravesar un problema serio y salir inmunes, y si fueron capaces de reponerse a una pelea que había parecido terminante, no había más chances que un futuro compartido.

Y, sin embargo, un lunes recibí la noticia: Diego había renunciado y se había ido, según me contó el gerente del local, a vivir a la Patagonia. Había dejado todo, lo mucho o poco que tenía. Mandó el telegrama, agarró su moto, cargó lo que pudo de ropa y se fue al sur. Naiara no sabía nada. De eso sí puedo estar segura porque me preguntó por él: eran las diez de la mañana y todavía no había llegado. Se lo dije tratando de disimular la culpa de darle la noticia, y su cara no pudo haber sido actuada. El gesto desencajado, la mirada vencida, la boca apenas abierta como para decir algo y sin poder salir del silencio. Y a partir de ahí, se volvió opaca. Pasó de ser la chica hiperactiva, hacendosa, una maquinita de la eficacia, a ser una sombra, apenas una cumplidora de lo básico. Sonreía, por supuesto, pero se le notaba el esfuerzo que le demandaba. No era la sonrisa sincera, la sonrisa del alma que le salía unos días atrás. Para colmo, una semana después, llegó otra novedad y fue la peor de todas. Diego se había matado en un accidente sobre la ruta 40. No conozco los detalles ni los quiero conocer. Me basta con saber que sufrió una tragedia.

Naiara se descompuso. Obviamente, no caía; pero cuando comenzó a procesar la información, lloró hasta vomitar, hasta deshacerse como el azúcar en agua hirviendo. La tristeza se convirtió en depresión y estuvo unos meses sin ir a trabajar. La contención médica dio resultado y volvió entera, con sus ojos almendrados brillando de nuevo, encandilando al que la mirara de frente.

Una semana después, se volvió a descomponer. Le bajó la presión, se desmayó y terminó en la guardia del hospital. No era nada, dijeron los médicos. Lipotimia como producto de un cuadro de hipotensión, aseguraron. Pero Naiara no salió. Falleció ahí mismo, durante la noche.

No supieron explicarnos bien qué pasó. Paro cardíaco, creo que usaron de excusa. Y estoy segura de que fue una excusa, porque no tenían ni idea. No conocían la historia previa, todo lo que habían pasado Diego y Naiara, todo el amor que se tenían y que se les desbordaba por más que lucharan para contenerlo, todo lo que tuvieron que combatir para quedarse, al final, con las manos vacías.

Yo sé que se tenían miedo. Y también sé que Diego no se mató en ese accidente y que Naiara no falleció por una falla cardíaca. No. Estoy segura de que Naiara se murió de tristeza. Y Diego… Diego se murió de amor.

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