17 May
17May

La diferencia de luz entre la calle y el interior del bar, la obligan a quitarse los anteojos de sol. Busca con la mirada hasta que la encuentra, sentada casi en el fondo, en una de las mesas del medio. El local está casi repleto. El ambiente se satura con ruidos de platos, con voces, sillas que rechinan al correrse, los pasos apurados de tres mozos que van y vienen en completo equilibrio.

Luciana camina elegante entre las mesas, con una sonrisa colorada que parece dividirle la cara en dos. Lleva puesto un pañuelo violeta en la cabeza, una camisa clara sin mangas y un jean elastizado.

—¡Qué linda te queda esa bandana! —exclama con sinceridad Matilde— ¿Quién pudiera tener veintipico de años?

—Ay, callate, que ya tengo 28. Estoy más cerca de los 30 que de los 20.

—Bueno, es lo mismo, cuando tengas 52 vas a dar cualquier cosa por volver veinte años para atrás.

Ambas ríen. Luciana le elogia el trabajo que le hicieron a Matilde en la peluquería. Ella le agradece y se toca las puntas de los bucles dorados, que le cuelgan a la altura del pecho.

—Contame cómo te preparás para mañana. Seguro estás igual de ansiosa que los chicos —propone Matilde.

—Sí, no sabés. Los tuve toda la semana con el viernes va a ser el último día de todos, que ya se terminan las clases, que vienen las vacaciones… Y ellos son chiquitos, se ríen, como que no entienden bien del todo.

—¡Sí, qué no van a entender!

—No, creo, Matilde. Son inteligentes, pero no sé si para tanto.

—Vos decís eso porque recién empezás. Cuando te pasen los años en esto, te vas a dar cuenta. A mí también me pasó, eh. Yo creía que no entendían casi nada y después resultó que la que no había entendido nada, era yo.

Luciana sonríe, como aceptando las palabras de Matilde.

—Te quiero agradecer de nuevo…

—No, cortala —la interrumpe—. ¿Otra vez, Luli? ¿Cuántas veces me vas a dar las gracias?

—Es que yo…

—Ya está, lo hice de corazón. Los buenos vecinos hacen este tipo de cosas. Si vos fueses una chica de malos modales o rara o no sé qué, ni loca hubiese hablado con nadie en el jardín.

—Pero igual, no todo el mundo se anima a recomendar a otra persona, y menos en su propio trabajo.

—Lu, en serio, basta. Por otro lado, correspondía que si yo cambiaba de instituto, buscara a alguien que trabajara en mi lugar.

—Es tan difícil conseguir aunque sea una entrevista como maestra jardinera…

—Yo les pedí que te recibieran. El resto lo hiciste vos. ¿O te pensás que los dos primeros meses no estabas a prueba? Te seguían de cerca, Lu. Hablaban con los padres, les preguntaban por vos.

Luciana se sorprende y vuelve a sonreír; esta vez, con el rostro ruborizado.

—Y la directora está encantada con vos. Cada vez que me manda un mensaje de texto, me dice que sos tan amorosa, tan atenta, que les estás constantemente armando juegos educativos a los chicos, que les llevás posters, figuritas, que les enseñás cosas de ecología, de buenos modales, de seguridad vial.

—Me apego a los planes del instituto y después agrego cosas mías, nada más.

—No, no te hagás la humilde, nena. Lo que vos a hacés, lo hacen muy pocas maestras.

El mozo las interrumpe. Les ofrece la carta, pero Matilde se la rechaza. Le pregunta a Luciana si ya almorzó, a lo que responde negativamente.

—¿Tiene esos sándwiches de milanesas grandotes, con huevo frito, jamón, muzzarella y tomate? —le pregunta Matilde.

—Sí, señora. ¿Va a querer el individual o para compartir?

—El que es para compartir, es el más grande, ¿no? —pregunta, y el mozo responde que sí mientras levanta la mirada hacia otras mesas para comprobar si alguien lo necesita—. Bueno, quiero ese que es para compartir. ¿Vos que vas a pedir, Lu? ¿Seguís con la dieta?— pregunta aunque sabe que sí; de otro modo, sería imposible que se conservara tan delgada.

—Sí, siempre a dieta. ¿Tiene lasagna de pollo y verdura?

—Mmm… —duda el mozo. Hace un repaso mental de las opciones— Hay de jamón y queso, nomás. Si no, tiene canelones de verdura.

—No, está bien; la lasagna de jamón y queso. Y una porción de papas fritas, por favor. Ah, y para tomar, una Coca, por favor ¿Vos tomás Coca? —se dirige a Matilde y esta afirma con la cabeza.

El camarero asiente y se aleja. Ellas se miran y comparten una sonrisa.

—Contame algo lindo —invita Matilde.

—¿Te conté lo de la colecta que organicé con los chicos?

—¡Sí! La de juntar ropa para la gente en situación de calle ¿Qué pasó’ ¿Cómo les fue?

—No sabés —se pone seria Luciana—. Casi me peleé con todo el jardín. La idea era juntar ropa, clasificarla, ordenarla y después salir a repartirla. Pero la directora empezó con que no, que es peligroso, que los padres no van a autorizar a los chicos, que si se los planteamos se van a enojar y no sé qué más…

—Pero ¿qué, iban a salir de noche?

—¡No! ¡De día! —se indigna— ¡De día, íbamos a salir! Y tampoco es que los iba a meter en una villa a los nenes; no soy tan tarada. Mi idea era que vayamos en una excursión a repartir la ropa en distintos centros solidarios, como la fundación Sí, Cáritas, alguna iglesia. Nada más. Pero la tipa se puso firme en decirme que no.

—Ah, pero es una tarada. Yo la quiero mucho, pero cada tanto tiene esos arranques de loca que son para matarla.

—No sabés cómo se puso. Me llegó a decir que si llegaba a hacer ese ofrecimiento, me iba a tener que echar. Imaginate cómo estaba yo. Llegué a mi casa y me puse a llorar.

—Ay, nena; vos siempre tan sensible. No te tenés que hacer problemas por eso. Lo que hiciste fue hermoso. No conozco a otra maestra que haya organizado semejante tarea. Muy noble, lo tuyo. Un gran corazón.

—Gracias, Matildita —arquea las cejas y le apoya una mano sobre el antebrazo.

—¿Y ahora cómo te preparás para el fin del año lectivo?

—Estoy súper ansiosa —Luciana abre los ojos al máximo y gesticula de más—. Los tengo enloquecidos a los chicos con que ya les llega el último día y que van a tener una sorpresa enorme; y no sé cómo contarte la carita de alegría que ponen, y me preguntan qué es, qué vamos a hacer, a qué vamos a jugar.

—¡Qué lindo, Lu! Me hacés acordar tanto a mis épocas de maestra jardinera…

—¡Tendrías que volver, Matilde! ¿Por qué no volvés? Vos tenés tanto amor para dar. Hay tantas cosas para hacer —Matilde niega con la cabeza y una sonrisa pequeña—. Mirá, creo que no te conté: hace un mes hicimos otra colecta, pero esa vez fue para un refugio de animales que se llama Las Renatas. Juntamos comida para perros y para gatos, piedritas, matapulgas, gasas, alcohol —enumera con los dedos—. No sabés la cantidad de cosas que conseguimos.

—¡Ay, no sabía nada! Qué bueno, Lu; te felicito muchísimo. ¿Ves que sos un amor de persona? —el mozo se acerca y comienza a apoyar los platos en la mesa— ¿Y esa vez sí los dejaron ir a los chicos?

—No, tampoco. Pero yo me adelanté y cuando le planteé el tema a la directora, le dije que íbamos a hacer la colecta y que yo me encargaba de llevar todo. Mi hermano tiene una F-100, una camioneta, y lo llevamos todo. Saqué arriba de cien fotos; ciento veinte fotos, ponele. Y después pedí el proyector de la escuela y se las mostré a los chicos.

—¡Qué bárbaro, Lu! Te juro que me asombrás cada vez más —dice con la dificultad provocada por el bocado de sándwich que mastica. Después de tragarlo, carraspea la garganta—. Contame, ¿cómo vas a hacer con el último día de clases? Quiero decir, ¿a cuántos les vas a dar el regalo?

—A todos —responde convencida, mientras sirve gaseosa en ambos vasos.

—¿A todos, Lu? —se asombra Matilde.

—Sí, a todos. Los voy a matar a todos.

—Ay, pero tenés una integridad, querida; unos principios envidiables. Hay que tener convicción para semejante cosa.

—Pero, Matilde, no puedo matar a uno o dos. No sé, quizás es porque soy muy ansiosa o porque tengo miedo de que me dé culpa de que a unos sí y a otros, no. La verdad que no sé.

—No, está perfecto —se corrige Matilde, como si hubiese sonado en una postura negativa—. Te soy sincera: yo nunca lo hice con todos los chicos porque me preocupaba no dar abasto. Me imaginaba empezar con todas las ganas, con todo el entusiasmo, y después darme cuenta de que no podía, de que me superaba hacer una cosa tan grande. Pero vos dale para adelante, corazón —se reclina sobre la mesa con una mano en el pecho, demostrando la franqueza de sus palabras—. Hacelo con toda la fe.

—Sí, a veces me da un poco de miedo, la verdad. Una porque no sé si pueda hacerlo…

—¡Ay, sí; vas a poder, Luli! Vos tenés el ímpetu de la juventud, la fuerza de los que vienen a la carrera.

—Gracias, Matilde. Sos tan dulce… —se sonroja Luciana.

—Contame, ¿Cómo pensás hacer? Porque ya tenés todo preparado ¿no?

—¡Sí, obvio! —se siente al borde de la ofensa— ¿Cómo no voy a tener todo listo a menos de una semana? Soy media loca, pero tampoco para tanto.

—No, Luli, no quise decir eso. Vos sos tan ordenada, tan precavida en todo. Ojalá todas las maestras fueran…

—Primero había pensado en un cuchillo. No muy grande. Uno medianito, bien afilado, cosa de atravesar la garganta así nomás, fácil —dice Luciana y Matilde se apresura por tragar—. Obvio que lo descarté enseguida. Es un despelote hacerlo así.

—Aparte el chiquero —se asquea Matilde.

—Aparte el chiquero —asiente Luciana—. Y además, pensá en el griterío. ¿Sabés cómo van a gritar los chicos? Grita uno, gritan dos, tres, cuatro; de repente es un descontrol, entra la directora, ve semejante escenario, capaz que también se mete otra maestra ¿Y qué hago yo?

—Sí, sí; te entiendo.

—Vos sabés bien que la directora se vuelve loca si queda un papelito —Luciana muestra sus dedos índice y pulgar apenas separados— o cualquier basura insignificante dando vueltas. Llega a ver toda esa inmundicia y es capaz de suspenderme dos o tres días.

—Una semana. Si es que no te echa.

—Por eso —reflexiona Luciana—. A eso voy. Quería probar otra cosa. Supe de la maestra que llevaba un tubo de no sé qué gas y se los hacía oler, mientras ella se cubría la nariz y la boca con una máscara especial para filtrar el aire.

—Sí, Olga, la colorada.

—Esa. También lo pensé, pero el problema es que a mí se me irrita la piel de la cara enseguida. Con cualquier cosa. En invierno, me pongo una bufanda y a los diez minutos que sale un sarpullido asqueroso. Supongo que con una mascarilla, me va a pasar lo mismo.

—Ajá —coincide con un gemido mientras mastica.

—Así que hablé con un muchacho de la ferretería que conoce no sé a qué farmacéutico para que me consiguiera algo para darles con el jugo o con un yogur, así bien mezcladito.

—Es buena idea, esa —afirme Matilde.

—Y me consiguió cianuro.

—No me digas —se sorprende y bebe un trago rápido para empujar la comida—. Nunca pude conseguir. Y mirá que lo busqué.

—No sé cómo hizo. Bah, sí, sé. A través del farmacéutico este que te dije, que tiene sus contactos en no sé qué laboratorio. Fue medio enquilombado, el asunto. Tuve que pagar un poco más porque había unos tipos que pedían una coima; viste cómo son.

—Sí, sí; gente estafadora hay en todos lados.

—Y bueno, así que la idea es esa. Pasa que me gustaría probarlo primero porque según el farmacéutico casi no tiene gusto a nada, mezclado con algo, no se da cuenta nadie.

—¡Pero si lo probás te vas a descomponer vos, Luli!

—No, Matilde, ya sé. Quiero probarlo con alguien más. Dárselo a tomar con algo.

—¿Y con qué se lo pensás dar a los chicos? —se interesa Matilde—. Supongo que con un yogur. O con leche chocolatada, que a ellos tanto les gusta. Yo se las preparo medio a escondidas porque muchos padres no quieren que los nenes tomen chocolatada, pero es tan rica y a ellos les gusta tanto, que no me puedo negar.

—Siempre tan dulce, vos —dice Matilde y carraspea la garganta.

Luciana le devuelve una sonrisa. Matilde tose como si una miga de pan le hubiese quedado pegada en la garganta. Busca el vaso de gaseosa y lo bebe hasta el final, buscando aliviar la molestia. Un hilo de gaseosa escapa por la comisura de sus labios. Tose de nuevo y parte del líquido se estrella sobre el mantel. Se toma la garganta, en clara señal de ahogo. Intenta ponerse de pie. Un manojo de espuma comienza a brotar de su boca y la cara se le pone tensa como en una convulsión. Los ojos le quedan blancos. En un par de segundos, la cabeza se va hacia atrás y cae desplomada entre la silla y la mesa de al lado.

—O con un poco de Coca —afirma Luciana—, que le tapa bien el sabor.

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