29 Dec
29Dec

La primera vez que vi una pintada en referencia al asunto fue en las paredes de la vieja cárcel de Caseros. Decía “12 de septiembre, Aldo y Peter mano a mano”. No le di mucha importancia porque no sabía si hablaba de ese mismo año, ni tenía idea de quiénes eran Aldo y Peter. Un par de días más tarde, apareció un cartel pegado a la vuelta de mi casa, en uno de los pilares del colegio Bernasconi. Decía algo más o menos parecido. Un tal Aldo y un tal Peter, cara a cara, el doce de septiembre, en la plazoleta de la avenida Caseros y Corrales Viejos. Me di cuenta, entonces, de que se trataba de algo que se daría dentro de diez días, y tenía pinta de que se pondría bravo. Le pregunté a algunos de mis amigos si habían visto lo mismo. Me dijeron que sí, algunas pintadas, algunos carteles. Incluso, uno escuchó a una señora hablar del tema. Pero nadie sabía bien de qué se trataba. Supuse que eran dos barrabravas de Huracán, peleados por algún problema interno, que querían darse una paliza para saldar deudas, y lo anunciaban con la esperanza de que cientos de testigos vean la humillación que le propinaría a su contrincante. Aunque me parecía raro una cosa así. Los barras suelen arreglar sus cosas sin que nadie se entere, lejos de los curiosos. Mis viejos no sabían nada, por supuesto. Mi hermana, tampoco, aunque dijo haber escuchado algo de unos peones que trabajaban o vivían o se juntaban en unas torres. No estaba segura porque no le interesaba para nada. Las pintadas se reproducían con una velocidad impresionante. En pocos días, todo Parque Patricios estaba al tanto de ese conflicto, de la pelea entre Aldo y Peter que se iba a desarrollar, supuestamente, en la plazoleta de Corrales Viejos. Faltaban cuatro días. Sería el domingo, aunque faltaba definir la hora. En los grupos de Facebook del barrio también se hablaba del tema. Muchos se lo tomaban en chistes y escribían estupideces, y otros intentaban descifrar quiénes eran y por qué querían pelearse. Busqué entre los integrantes de los cinco grupos que existen. Solamente encontré a tres Aldos y cinco Peters, pero ninguno parecía tener algo que ver con aquello. El viernes por la noche, mientras comíamos en casa, vimos la noticia en el informativo. Tuve la esperanza de que explicaran de qué se trataba. Imaginé que alguien les había hecho llegar un comunicado con todos los detalles, con una explicación precisa de los motivos y de lo que ocurriría el domingo. Solamente repitieron lo que ya se sabía. Mostraron algunas fotos movidas y mal encuadradas de los anuncios pintados que alguien les había hecho llegar y no dijeron gran cosa. Les dedicaron dos minutos y siguieron con los temas de siempre. Esa misma noche, en la cama, se me ocurrió la pregunta: ¿Y si todo se trata de una obra de teatro? ¿o de un festival? ¿o de una actuación de dos humoristas que se hacen llamar así? El show de Aldo y Peter. El circo de Aldo y Peter. Los monólogos de Aldo y Peter. Parecía tener sentido. Hicieron una campaña publicitaria extremadamente barata y habían conseguido llamar la atención de muchísima gente. En todos lados se hablaba de eso. Todos querían saber quiénes eran, qué querían, qué pensaban hacer. Hasta en el diario gratuito del barrio salió el aviso. El sábado a la mañana, incluso mi mamá hablaba del asunto. Dijo que en el supermercado estaban diciendo que sería a las seis de la tarde. Y tenía razón: las últimas pintadas y volantes pegados a los postes anunciaban la hora de la gran pelea. Dijo, también, que la policía estaba al tanto y que mandarían dos o tres patrulleros para asegurarse de que nadie se pegara un tiro o se diera un cuchillazo. Después de comer, fui hasta el parque. Al pasar por la plazoleta, miré los detalles como si fuera la primera vez que pasara por ahí. El monumento a Bernardo de Monteagudo. El reloj de números romanos sobre una columna dorada. En el medio, el mástil con la bandera argentina. Más atrás las mesas y asientos de hormigón. Seguí caminando por la avenida, rodeando al parque, y tuve una idea. Enfrente había una obra en construcción, un edificio enorme a medio hacer, con dibujos en las chapas que impedían el ingreso al predio. Me acordé de lo que había dicho mi hermana: algo sobre peones que vivían o trabajaban en una torre. La deducción de que serían dos albañiles de esa obra que arreglarían las cosas a las trompadas, me surgió enseguida. Aldo y Peter, dos albañiles de panzas prominentes y manos agrietadas, al otro día en la plazoleta a las seis de la tarde. Había resuelto el misterio, y se lo hice saber a todos mis amigos. Salí a las seis en punto de casa, al otro día, y caminé las cuatro cuadras lo más rápido que pude. Desde lejos se veía el amontonamiento de gente. Había un pasacalles por delante del monumento que anunciaba la pelea. Eso me llamó la atención. ¿A quién se le ocurriría hacerlo? Había dos patrulleros, uno sobre la avenida y el otro sobre Monteagudo. Los últimos cincuenta metros los hice al trote; quería llegar y ver qué estaba pasando. Por el murmullo que se escuchaba, parecía que la cosa ya había empezado. Demasiado puntuales para agarrarse a piñas, pensé. La gente estaba detrás del monumento, agrupada, formando un círculo. No había manera de ver algo. Debían ser unas ciento cincuenta o doscientas personas apretujadas como si estuvieran envasadas al vacío. Me hice lugar a los empujones, cogoteando, parándome en puntas de pie, buscando el hueco para asomar la cabeza y colar los ojos para ver a Aldo y a Peter en ese mano a mano, que seguramente tendría el nivel de una pelea profesional, antes de que la policía interviniera y nos invitara a retirarnos. Cuando llegué delante de todo, después de contorsionarme para pasar por espacios mínimos, pude verlos, por fin. Aldo y Peter frente a mis ojos. Aldo y Peter, con gorras que los identificaba. Dos viejitos. Canosos, arrugados, con las manos atravesadas por venas azules, moviendo fichas de ajedrez sobre las mesitas de hormigón. Detrás de ellos, una pancarta atada a un árbol, que anunciaba la final del torneo senior de ajedrez. Los miré con una mezcla de sorpresa y decepción. Todo eso que se había generado a partir de las pintadas y los volantes y los rumores y las deducciones, se reducía a ese encuentro, tablero de por medio, con Aldo, del lado de las fichas blancas, esperando su turno con los codos apoyados, y Peter, con la torre negra en la mano, avanzando amenazadoramente hacia el alfil rival, que daba su vida por proteger a la reina.  

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