01 Sep
01Sep

                                                     OJOS ZARCOS


El pedido le sonó a antojo. Tenía la fuerza, la sonoridad y la súplica de ser uno. Pero Joaquín no estaba dispuesto a ceder a una solicitud que, de entrada, le pareció descabellada. Un helado es un antojo. Un chocolate, un flan, frutillas con crema, pizza con jamón y morrones. Esos son, según Joaquín, las peticiones normales que una embarazada de cuatro meses podría exigir entre cejas arqueadas y pucheros sobreactuados. Un perro, no. Decididamente no. Se lo hizo saber: no había ninguna posibilidad de que incluyeran un perro, sobre todo pensando en los cambios bruscos que se aproximaban por la llegada del bebé. Ya tenían suficientes problemas con la poca flexibilidad de sus trabajos, lo que los obligaba a ir pensando quién, cuándo y con qué frecuencia debería cuidar al pequeño cuando ellos estuvieran en sus respectivos puestos.

¿Cómo se le podía ocurrir un perro? ¿En qué cabeza podía caber semejante idea? Era como si no cayera en la realidad que comenzaban a vivir. Y Joaquín se la explicaba cada vez que le parecía necesario. Noches enteras sin dormir, cambiar pañales unas ocho veces por día, alimentarlo cada dos o tres horas, llevarlo al pediatra, cuidarlo, abrigarlo, educarlo, enseñarle, demostrarle amor. No entendía en qué lugar podía encajar un perro.

Además, no le gustaban los animales. En realidad, sí. Pero lejos, en el campo, no adentro del departamento que le alquilaban a su abuela en Villa Crespo. Y un perro significaría pelos por todos lados, muebles rotos, aullidos, gastos en comida balanceada y veterinario. No entendía el sentido de sumarle más dificultades a la vida.

Tuvo un perro cuando era chico, en Olavarría. Brutus. Un mestizo marrón, de tamaño mediano, poco sociable y de mal carácter. Pasó la mayor parte de su vida enganchado a una cadena que le impedía atacar a otros animales y a los amigos de Joaquín, que se apostaban en la vereda a jugar a la pelota y otros juegos de la época. Comía lo que sobraba y se curaba de cualquier malestar ingiriendo un poco de pasto. “Se purga”, decía el papá de Joaquín cuando le preguntaba por qué esa costumbre tan rara, aunque la respuesta le añadía el problema de no saber qué significaba la palabra purgar.

Tenía claro que a Leticia la dominaban las emociones y las hormonas, porque no había ni un solo beneficio por meter un perro al departamento. Se supo el más razonable de la casa, al menos hasta que el período del embarazo concluyera. Estaba seguro, o al menos anhelaba, que la lógica y el sentido común retornaran a la cotidianeidad de su esposa, de una vez y para siempre. Le dio la chance de explicarse. Ante su insistencia caprichosa, le pidió que enumere puntos a favor que respaldaran su pedido. Por supuesto que no fue capaz de hacerlo. Sus respuestas se limitaron al porque sí, a que necesitaba tener un perro al lado, a que tener un animal les mejoraría la vida.

Joaquín se quedó con esa frase en la cabeza por algunas semanas. ¿De qué manera podría mejorarles la vida un perro? La llegada de un hijo implica alegría y responsabilidades, sonrisas y preocupaciones. Leticia insistió. A veces se enojaba. Incluso, se arrimaba al llanto. Pasaba de la súplica a la exigencia, al reclamo, a la protesta. Argumentaba tener los mismos derechos que él para decidir lo que podía entrar al departamento.

No había más posibilidades de que se tratara de una reacción hormonal en su pico más alto.

No podía creerlo. Las insistencias de Leticia aumentaron de una manera irracional, provocando una decena de discusiones y convirtiéndose, muchas veces, en el único tema del día. Quería un perro y no había modo de convencerla de lo contrario. Al menos, dentro de un marco de una conversación sensata y adulta. Se comportaba como una niña, y eso a Joaquín lo irritaba. Una mujer de 28 años arraigada en un capricho, envuelta en un pedido poco menos que descabellado. Ni siquiera podía responder acerca de quién cuidaría al perro cuando no estuviesen, quién se encargaría de limpiar sus excrementos, de sacarlo a pasear, de evitar la propagación de pulgas, de aspirar los pelos que de seguro dejaría desparramados por toda la casa. Todo recaería sobre él cuando Leticia entrara en el séptimo u octavo mes de embarazo y el obstetra le recomendara reposo absoluto. No era justo, y tenía que entenderlo.

Y una noche, luego de la pelea cotidiana sobre el mismo tema, Joaquín supuso que si Leticia no alcanzaba a comprender los contratiempos que un animal tan dependiente como un perro podría ocasionar, de seguro lo entendería mejor al verlo por sí misma: lo mejor que podía hacer era llevarla a un refugio de animales. En un lugar así, podría ver la mugre que provocan, sentir el olor nauseabundo de sus desperdicios, admirar los destrozos, oír los numerosos cuidados que necesitan, el dineral que se destina a la alimentación y cuidados médicos.

Ese fin de semana, el domingo, fueron al refugio “Los Patanes”, en Villa Domínico. Joaquín le había advertido que solo irían a ver y que a la noche y en la continuidad de la semana, charlarían al respecto. Sin embargo, Leticia había cubierto el asiento trasero del auto con una sábana vieja que usaban, en la época de noviazgo, para sentarse sobre el pasto de las plazas a tomar mate y comer bizcochos de grasa. Al llegar, el olor acre inundó el auto. Joaquín contuvo una sonrisa: había elegido el lugar con mucho cuidado. Entre los que había revisado, seleccionó como candidatos a uno en Ramos Mejía, otro en Florencio Varela, otro en Lanús, otro en Ituzaingó. Los comentarios eran alentadores. La gente destacaba las malas condiciones en las que vivían los animales. Los hedores indescriptibles, como cloacas a cielo abierto. Las heces desperdigadas. Las epidemias de sarna. Las infestaciones de pulgas y garrapatas. Los esfuerzos insuficientes por parte de los dueños, ya sea por falta de fondos, por el poco personal voluntario o por desidia. Incluso, algunos afirmaban que esos perros estarían mejor sueltos por el mundo que encerrados en esos caniles mugrientos, esperando por la muerte más que por una familia. Había elegido el de Lanús, pero en un último intento, encontró información sobre otro refugio con el comentario unánime de que era lo peor del planeta. En ese mismo lugar, se encontraban bajando del auto, chocando contra la mezcla de olores que los abofeteaba como una onda expansiva.

Leticia tosió, como una respuesta inmediata de su cuerpo al defenderse de la pestilencia. Joaquín sentía que, de un momento a otro, sus ojos comenzarían a llorar. Caminaron los quince metros que los separaban de los primeros caniles, formados por un tejido metálico viejo y oxidado, vencido, sostenido apenas por unas varillas que se sacudían ante el golpeteo de los perros. La tierra dura. Las paredes descascaradas. Unos grandes tachos de agua sucia procuraban mantener hidratados a los animales. Había restos de alimento balanceado mezclado con polenta y arroz decorando los rincones. Algunos de ellos, tan secos y antiguos, que se habían solidificado.

Joaquín supo, entonces, que tenía la batalla ganada.

Leticia comenzó a hablar con una mujer gorda, de unos 40 años. La acompañaba otra más joven, protegida por un delantal y con guantes naranja en las manos. Un minuto después, le hizo una seña a Joaquín para que se acercara al lugar donde se hacinaban los cuadrúpedos.

Leticia miraba en silencio. Las manos en la cintura, la sonrisa incompleta, las piernas estiradas. No se parecía en nada a la Leticia que se arrodillaba y tocaba y hablaba entre carcajadas con los perros que acariciaba en las plazas, con o sin permiso de los dueños. Apenas les soltó a la jauría un saludo escueto, casi de compromiso. Joaquín estaba seguro de que ella le diría que ya había visto todo lo que tenía que ver, que sería mejor volver a casa.

—Amor, ¿sabés qué? Ya está, ya vi todo lo que tenía que ver. Mejor nos vamos —Joaquín no pudo contener una sonrisa de satisfacción. Por fin había entrado en razones—, y nos llevamos a ese, al que tiene un ojo verde y el otro marrón.

Joaquín balbuceó una protesta, intentó negarse, buscó las palabras que le permitieran armar una defensa; pero no lo consiguió. Cuando quiso acordar, la mujer gorda traía al perro atado con una correa sucia y roída, se lo entregó a Leticia, Leticia se agachó y se dejó lamer el rostro por el animal, lo abrazó, le susurró algo, lo acarició detrás de las orejas como si quisiera arrancarle la piel. El perro, mientras tanto, levantaba polvo al revolear la cola.

La mujer gorda agradeció y se perdió en el caserón descascarado. Joaquín terminó de acomodarse en su sorpresa. Ya podía hablar sin cuidados y sin testigos. Le dijo que de ninguna manera se lo llevarían. Se puso firme, y enumeró las contras. Leticia se incorporó y arremetió con el argumento de que ya no podrían echarse para atrás, que el animal ya les había sido entregado, que con qué cara lo devolverían. Joaquín insistió. Ella ahondó en postura. Concluyó en un llanto contenido y en la afirmación de que ponerse así le haría mal al bebé. Joaquín, entonces, se vio acorralado. Sabía que la discusión estaba zanjada en el lodazal de las emociones y entreverada con el embarazo. Y se sintió manipulado. Se vio a sí mismo aceptando un fraude, una maniobra que rozaba la inmoralidad, un comodín puesto sobre la mesa para asestarle un golpe bajo. Con qué necesidad se invocaba la salud del hijo. Todo para concretar ese deseo caprichoso.

Ojos zarcos, dijo Leticia, repitiendo las palabras de la mujer gorda. Joaquín conducía mirando hacia adelante con los anteojos negros pegados a la cara, sin responderle. La mano derecha sujetaba la parte superior del volante con fuerza, y los músculos del antebrazo se le tensaban como los cables de un puente colgante. No podía creer cómo había sido derrotado. Fue una jugaba pensada al milímetro. Una obra maestra. No había dejado resquicios por donde pudieran filtrarse los dardos envenenados del enemigo ni puntos débiles que pudieran comprometer la solidez de su búnker. Y sin embargo, terminó, de repente, defendiendo una posición perdida.

No le dijo nada, pero lo pensó. ¿Qué es eso de ojos zarcos? El término “zarco” le sonaba a algo relacionado a un color claro o una cosa parecida. Había una palabra para describir a quienes mostraban un ojo de cada color, aunque no la recordaba. Más tarde lo buscaría.

No le cabía dentro del cuerpo semejante cantidad de enojo. Sentía que Leticia había actuado con mucha tozudez por el simple acto de sacarle provecho a su condición de embarazada y llevarle la contra. No obstante, a pesar de la furia y de saberse humillado, se propuso no demostrarle ninguno de sus sentimientos. Eso habría sido una muestra de debilidad, y no podía permitírsela. El plan, el nuevo plan, sería respirar lentamente mientras conducía, recuperar la calma y esperar a que el bebé naciera: recordó que muchos perros que no fueron criados cerca de bebés, podrían desarrollar sentimientos de celos hacia la criatura y volverse peligrosos. No tenía manera de forzar esa situación, pero apostaba sus últimas esperanzas a que ocurriera. De ese modo, la decisión de sacarse al perro de encima surgiría de manera natural.

Una perra, al final. En la ceguera provocada por la ira, no había escuchado ni prestado atención. Se trataba de una perra, y se llamaba Santa. Ni siquiera el nombre le gustaba. Tampoco su pelaje mezclado, una combinación de negro, marrón y algunas estrías de pelos blancos. Al menos, pudieron haber sido originales con el nombre. Hay otros con más fuerza, más sonoros, mejor aplicables para un perro que, supuestamente, puede ayudar a cuidar la casa.

Con el correr de los días, notó que el nombre de la perra representaba su carácter. Esperaba en silencio la comida, no se subía a los muebles, no entraba a la habitación a menos que fuera invitada, no rompía nada, ni siquiera las zapatillas de Leticia que Joaquín dejaba de manera alevosa al alcance del animal. Sin embargo, Joaquín no se daba por vencido. Era cuestión de tiempo. Paciencia, el secreto de todas las victorias.

Leticia compartía mucho tiempo con el animal en el sofá, mientras Joaquín miraba la televisión en la cama, el lugar prohibido para la perra. El hocico se apoyaba con suavidad sobre el vientre abultado y ahí se dormía, mientras los dedos le dibujaban caricias en la cabeza y en el lomo.

Joaquín argumentó un día que la perra estaba ciega del ojo verde, que solo veía por el otro, el marrón oscuro. Leticia, sin siquiera oponer una palabra, le tapó el ojo derecho. Sostuvo en su mano una pelotita colorada y la acercó al ojo claro de Santa, quien reaccionó de inmediato. Concluida la demostración, Leticia le respondió que ve con normalidad por ambos ojos, que no está ciega de ninguno, sino que solo tiene los ojos zarcos.

Otra vez esa palabra. Se había olvidado de buscarla, pero estaba seguro de que no era correcta, que existía otro término más adecuado para esos casos.

Joaquín fue acostumbrándose a la presencia de la perra en el departamento. Odiaba ver la bola de pelos que formaba ante cada barrida, y se esforzaba por dejárselo claro a su esposa. Lo que más le molestaba era tener que baldear el balcón todos los días. No tenía por qué estar recogiendo materia fecal del piso, no tenía por qué tolerar la fetidez ácida de la orina, no había razones para batallar contra los pelos adheridos a su ropa. Aunque fuera de eso, no le resultaba desagradable ser recibido por unas orejas bajas y una cola golpeteando el piso de parquet, cuando regresaba del trabajo.

Las últimas dos semanas de embarazo fueron las más difíciles. Leticia no podía ayudar demasiado con la limpieza. De hecho, casi no podía salir de la cama por los malestares. La perra se mostraba nerviosa. Comía poco, lloraba, esperaba al pie de la puerta de la habitación. Nada indicaba que su actitud cambiaría luego del nacimiento, y comenzaba a trabajar en un plan alternativo que le permitiera deshacerse de la perra. Lo único que se le ocurría era esperar a que Leticia se diera cuenta de lo difícil que resultaría cuidar a un bebé y a un animal al mismo tiempo. Como último recurso, podía apelar a soltarla de la correa en la plaza y dejar que se escapara, pero ya lo habían hecho juntos y no se les despegaba más de tres o cuatro metros.

Un domingo por la mañana, Leticia anunció que había roto bolsa. Joaquín se levantó de un salto, se puso una remera y se dejó puesto el pantalón de fútbol con el que había dormido, agarró el bolso con ropa y la mochila con documentos, carnets y demás papeles que ya estaban preparados y la ayudó a salir de la habitación. Santa se abalanzó contra Leticia en busca de mimos. Joaquín la quitó con el pie. Ese movimiento le valió la reprimenda de Leticia y un gruñido de la perra. Joaquín miró al animal con el gesto desencajado y le arrojó un insulto. La perra se agazapó y los pelos de su lomo se erizaron. El gruñido retumbó en todo el departamento. Las orejas hacia atrás, la mirada penetrante, la cola como una lanza apuntando en dirección apuesta. Joaquín amagó una patada y la perra soltó una secuencia de ladridos graves y profundos, mostrando todos sus colmillos como un lobo en plena cacería. La volvió a insultar. Dijo que esa perra no podría estar cerca del bebé con ese comportamiento. Era demasiado peligroso. Un riesgo que podrían anular con facilidad. Leticia le respondió que la ayudara a ponerse las zapatillas y que dejara a la perra en paz. Ella le alcanzó la mano y Santa se la lamió. Se paró sobre su regazo y le olió el abdomen y se refregó contra su pecho, como si rogara por más mimos. Joaquín, con una rodilla en el piso para colocarle el calzado a Leticia, chasqueó la lengua con fuerza y lanzó un chistido estridente. La perra volvió a ladrarle. Fue detenida por la mano de Leticia cuando intentó abalanzársele y él tuvo que ponerse de pie para resguardarse de un ataque seguro. Santa movía la cola cuando la miraba a Leticia y soltaba un gruñido inquietante en dirección a Joaquín. De repente, el plan comenzaba a cobrar vida.

Cuando regresaron al departamento, unos días después, con Micaela en brazos, Joaquín arremetió con más insistencia. La perra tenía que irse. Ella lo había visto con sus propios ojos: ese animal era un peligro. Así como lo desconoció a él, podría desconocer a la bebé y atacarla sin motivos. En las jaurías se comportan de esa manera, matando a las crías ajenas para no tener competencia. Esa perra no podía estar ahí. Matar forma parte del instinto canino. Son depredadores. Asesinos por naturaleza. Y no estaba dispuesto a arriesgar la vida de su hija. Leticia le recordó que solo aquella vez se había mostrado agresiva y que fue específicamente en contra de él; a ella le había mostrado el mismo cariño de siempre. Durante todo el embarazo, Santa le había olfateado el vientre y movía la cola, se recostaba todos los días sobre la panza enorme y reaccionaba a cada movimiento fetal. Esa vez, argumentó, tal vez solo estaba experimentando su instinto maternal y demostraba que defendería al nuevo integrante ante cualquier amenaza.

Joaquín demoró unos instantes en rearmarse. No esperaba tales argumentos. Se defendió al preguntar si lo estaba acusando de ser una amenaza para la familia, sobreactuando la sorpresa y la indignación.

Como si no hubiese sido suficiente, Leticia evocó el día anterior, cuando ingresaron al departamento. Santa giraba de alegría, saltaba, gemía. Se desesperaba por alcanzar a Micaela, por olerla, por rozarla. Recalcó que tuvieron que esperar unos minutos para que se calmara, y cuando estaba lo suficientemente tranquila, le acercó la criatura y ella, la perra de ojos zarcos, movió la cola, bajó las orejas y la miraba con una expresión inofensiva. Y para coronarlo, se echó panza arriba, como demostrando que jamás le haría daño.

Joaquín encontró un punto débil. ¿Qué era esa interpretación de acostarse sobre su lomo? ¿De dónde había sacado semejante idea? Bien podría significar que la rechazaba, que la desconocía, que no perdería la oportunidad de quitarla del medio.

Sabía que era verdad lo que Leticia argumentaba. La perra demostraba una docilidad que no había visto nunca. Dormía junto a la cuna, se alteraba cuando estallaba en llantos, se sentaba a los pies de Leticia cuando la amamantaba. No obstante, de tanto repetirlo, había comenzado a creerlo. La perra, en un ataque de locura, en un movimiento repentino, podría matar a su hija. Un solo mordisco sería suficiente. Un descuido mínimo podría lamentarse por el resto de sus vidas. Por eso tenía que irse, porque además de los pelos, de los desperdicios, de los gastos, existía esa posibilidad. Es un animal, y se maneja por instintos. Es incapaz de crear vínculos seguros. No tiene la facultad de estrechar relaciones de confianza, ni de sostener la aparente seguridad que la mayoría supone. Ante cualquier situación en la que se sintiera intimidada, podría reaccionar de la peor manera.

Para Joaquín era una batalla concreta, una cruzada que estaba dispuesto a realizar. Leticia, abocada a la labor de madre, no debería entrometerse demasiado, y sin embargo, tomaba partido a favor del animal esgrimiendo posturas supuestamente biológicas, que terminaban cayendo en asuntos sentimentales. Pero Joaquín ya había emprendido la campaña para deshacerse de la perra. Carteles en la calle. Publicaciones en redes sociales. Ofrecimientos a sus compañeros de trabajo. Era una cuestión de tiempo, y lo sabía.

Esa misma tarde, mientras Leticia estaba en la habitación alimentando a Micaela, la perra recostada contra la puerta y Joaquín tendido en el sillón, sonó el teléfono. Sonó el teléfono y Joaquín atendió. Recibió el llamado que esperaba de la misma manera que un chico espera la navidad. Un hombre respondía al anuncio de la perra buena de tamaño mediano que se regalaba. El hombre del teléfono decía tener un terreno grande en el conurbano, donde Santa podría correr todo el día y jugar con su otra perra, una mestiza de carácter amistoso. Y se le ocurrió en ese mismo momento la última parte, la que le pondría fin a toda esa historia. Le explicó al hombre del teléfono la negativa de su esposa y el lugar del que provenía el animal. La idea, entonces, era que hablara directamente con ella, afirmando que le habían pasado el contacto los del refugio porque ellos abogaban para que los animales terminaran preferentemente en lugares abiertos, con campo, con jardines, con pedazos de tierra que les permitieran desarrollar su potencial físico, y no departamentos chicos, en medio del cemento. El hombre del teléfono titubeó, dijo no entender del todo, y Joaquín insistió. Insistió y le llevó el aparato a Leticia, le dijo que llamaban de parte del refugio para hablar con ella, que no sabía que querían, que parecía importante.

Luego de cortar, estaba muy firme en la negativa. La perra no se iría a ninguna parte. De ninguna manera. Joaquín se jugaba la última de sus esperanzas y le preguntó, mirándola a los ojos, si no la apenaba, si no la carcomía la culpa por tener a semejante animal acostumbrado a los lugares amplios, corriendo en un living de apenas seis metros cuadrados, obstaculizado por sillas, una mesa, un sillón y un mueble para el televisor. Leticia bajó la mirada. Joaquín insistió. Tenía que aprovechar ese instante de silencio. Estaba sufriendo, no tenía espacio, no era justo. Sabía que ella arremetería con una negativa furiosa, con el gesto fruncido y la cara enrojecida.

Pero le dijo que estaba bien. Le dijo que le dolía en el alma porque la amaba con locura y esos cinco meses fueron hermosos, pero que siempre había sido consciente de las necesidades de la perra. Esa misma tarde, el hombre del teléfono pasó a recoger a Santa, y se la llevo consigo.

Joaquín, de una vez por todas, se sintió victorioso. Por fin se habían hecho las cosas con un poco de sensatez, con actitud adulta. Leticia, sin embargo, parecía una nena. Por más que se esforzaba, no lograba evitar que un puñado de lágrimas se le escapara. Joaquín no se sorprendió. Era de esperar una reacción así. Muy normal para alguien que suele atarse al pasado. Tal vez le regalaría alguna mascota más acorde para un departamento, como unos peces coloridos, unas tortugas marinas, alguno de esos canarios cantores. Por el momento, le era suficiente saber que podrían enfocarse por completo en su hija, esa persona pequeña que era tan dependiente de ellos para crecer y desarrollarse.

Al cabo del cuarto día de vida, Micaela todavía no había abierto sus ojos por completo. Era normal, les dijo el pediatra. Se lo consultaron tres veces en los últimos dos días. Se suponía que un bebé abriría los ojos a las pocas horas de haber nacido, aunque ella aún no lo había hecho. Por la cabeza de Joaquín circularon las más diversas patologías que un padre primerizo podría imaginarse. El miedo de que nunca los abriera. El terror de que su hija padeciera una discapacidad permanente y sin cura. Las horas interminables en las clínicas y hospitales especializados. Cómo podría vivirse tranquilo con todo ese abanico de posibilidades. No podía entender que Leticia, a pesar de eso, todavía estuviese triste por la perra de ojos zarcos.

Se acordó, por fin. Tomó su teléfono celular para buscar en internet el significado de esa palabra, la que, según él, era incorrecta para emplearla en la descripción de alguien que tiene los ojos de distintos colores. Leticia lo llamó desde la habitación. Joaquín le pidió un minuto, pero ella insistió. No había sonado preocupada, por lo que no tenía que apurarse demasiado. Sin embargo, Leticia volvió a pedirle que fuera, y que lo hiciera urgente, que tenía que ver lo que acababa de descubrir. Joaquín se puso de pie. Leyó de un vistazo la información que le proveía el celular, sonrió satisfecho y dejó el aparato sobre la mesa.

Estaban las dos sobre la cama. Leticia de costado, rodeando a la bebé, que se encontraba boca arriba, moviendo lentamente las extremidades, con los ojos abiertos, muy abiertos. Leticia sonreía con fuerza. Le decía que no iba a poder creerlo. Y no, no podía creerlo. Micaela había abierto sus ojos, y todos sus miedos se habían disipado. Joaquín agitó los brazos desde el borde la cama en señal de victoria. Y cuando le contaba a su esposa acerca de todos los pensamientos que se le habían cruzado por la cabeza, ella lo interrumpió y le pidió que se acercara, que mirara de cerca, que observara los ojos de su hija con mucha atención. Joaquín sintió curiosidad y extrañeza, y se acercó despacio. No podía ser algo malo. El rostro de Leticia reflejaba felicidad. Se inclinó sobre Micaela, con el cuidado suficiente de no asustarla, y lo vio. Eso era lo que Leticia quería mostrarle. Y mientras él trataba de entender, ella le decía algo de los vínculos, de los milagros, de las cosas inexplicables y aseguraba que era una señal y Joaquín no lo comprendía y pensaba si era correcto lo que estaba viendo y no había muchas explicaciones posibles porque la casualidad no podía tenerse en cuenta. Ojos zarcos, dijo ella. Pero Joaquín sabía y había confirmado un minuto antes que el término “zarco” hacía referencia al color celeste. Heterocromía, dijo él.

Se tomó la cabeza con ambas manos. Su hija, Micaela, tenía el ojo derecho de color marrón y el ojo izquierdo de color verde. La perra, Santa, tenía la misma característica. Idénticas. Como una broma de la biología. Como un desafío de la evolución. Joaquín se sentó en la cama, sin decir una palabra. Leticia dejó caer una lágrima y dijo que esperaba que hiciera lo correcto.

Joaquín respondió de manera afirmativa con la cabeza. Dijo que lo había entendido. De repente, lo había entendido todo. Se puso de pie con prisa, tomó las llaves del auto y salió. 

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