29 Apr
29Apr

 


Estás corriendo desesperadamente por la calle Moreno, buscando perderte entre la oscuridad y los autos estacionados. Escuchás unos disparos; sabés que están muy cerca de vos. Doblás en Perú y seguís corriendo aunque te falte el aire y sientas las piernas más pesadas que todo tu cuerpo junto. Ingresás en un edificio de paredes desgastadas y ladrillos erosionados. Tiene un amplio predio adelante que alguna vez funcionó como una playa de estacionamiento, pero ahora está tapizado con escombros esparcidos por todos lados, aunque no llegan a disminuir tu carrera. Encontrás una puerta. Se abre de inmediato ante tu violento empujón y continuás corriendo por un largo pasillo oscuro, iluminado por resplandores que penetran desde la calle. Subís una escalera. En el segundo piso te sentás para recuperar el aliento. La mugre es indescriptible. Vidrios rotos. Piedras. El bolso pesado te demora, pero no lo soltás. No podés soltarlo. Te acercás a gatas hasta una ventana. Muy lentamente asomás tu cabeza. El polvillo dificulta aún más tu respiración y tenés miedo de estornudar y de ser descubierto y te concentrás en tus actos. Te arrepentís de tu poca sutileza. El portazo fue percibido por tus perseguidores y alcanzas a ver que tres de ellos ya están atravesando el patio del frente. El resplandor de una de las armas te congela la sangre.

El robo a la casa de cambio fue un éxito absoluto, en un tiempo para la envidia. En solo cincuenta segundos se adueñaron de unos 40 mil dólares y más de 20 mil pesos. Tu participación fue perfecta en todos los detalles: conseguiste un auto nuevo, de reacciones inmediatas sin ser un vehículo que llame la atención. Condujiste sin sobresaltos, sabiendo que tenían encima el botín robado y varias armas de fuego. 

Te ponés de pie con mucho cuidado y te dirigís hacia el final del pasillo, donde hay una doble puerta metálica con una barra horizontal para su apertura. “Es una puerta de emergencia”, pensás; y corrés a toda velocidad hacia ella. Suponés que hay una escalera externa que comunica a la calle o alguna terraza que te brinde acceso a los edificios contiguos. Llegás casi cayéndote. Presionás el barral pero la puerta no se abre. Empujás con tu hombro y alcanzás a ver que del lado de afuera hay una cadena impidiendo tu paso. El pasillo no tiene otra salida. Tenés que volver rápidamente y continuar subiendo antes de que te atrapen. Corrés hasta la escalera esquivando unas baldosas rotas, buscando no lastimarte ni llamar su atención. Escuchás los pasos. Se están acercando y no hay tiempo para nada. El tercer piso está menos contaminado que el segundo, pero no se ve una puerta como la que intentaste abrir unos segundos atrás. Corrés hacia el otro extremo del pasillo, hasta la última ventana. Te asomás por ella. No hay nada afuera que te permita pisar, salvo un grueso tubo de pvc, que seguramente funciona como desagüe.

Te colocaste el bolso en la espalda como si fuese una mochila y sacaste tu cuerpo hacia la oscuridad de la altura. Preferís no mirar demasiado y te aferrás al tubo con los brazos y piernas, deslizándote lo más rápido posible. Ya estás pasando el segundo piso y podés sentir como se entumecen tus dedos y tus bíceps parecen explotar. Cae polvillo sobre tu cabeza. Intentás apurarte. Sabés que ese polvillo proviene de los tarugos que comienzan a ceder. Te quitás el bolso y lo arrojás. Cae exactamente debajo tuyo. Continuás bajando a toda prisa. Estás sobre el primer piso, te faltan unos tres metros, ya estás casi a salvo. Pero de repente, te quedás congelado. Ves que el otro jefe de la banda se acercó y está a punto de tomar el botín, pero no te vio, quizás por la excitación de reencontrar lo robado. No estás seguro si tiene un arma consigo, pero sos consciente de que en una lucha cuerpo a cuerpo puede hacerte pedazos. La ventana del primer piso está abierta. Si sos silencioso, podrías meterte; pero quedarías expuesto a los que ingresaron al edificio y además perderías el bolso. Entonces, decidís saltar. Caés sobre él, justo sobre su espalda, y lo arrojás al suelo. De inmediato, sin darle tiempo a que se reincorpore, le asestás una terrible patada en la cara y conseguís desmayarlo. Te vas rengueando. El dolor es insoportable. La adrenalina es tu única arma en este escape.

Estás en un taxi. Le pediste que te lleve hasta la Reserva Ecológica. Procuras mostrarte tranquilo. Tratás de regular tu respiración con profundas inhalaciones, y exhalás de manera pausada. Estás más que contento. Los perdiste de vista, estás intacto y con todo lo obtenido en tu poder. Pero un rugido de motor te inquieta y mirás hacia atrás. Es el auto que habían usado hace unos minutos en el asalto y te está persiguiendo. La luneta del taxi estalla. Fue un disparo. El taxista se desespera tanto como vos y acelera descontroladamente. Te cubrís en el respaldo del asiento y te preguntás cómo hicieron para verte. Suponés que el sujeto no quedó bien desmayado con tu patada y pudo observar tus movimientos. Da igual. Lo importante es escapar de nuevo. Escuchás tres detonaciones más. El taxi dobla en Paseo Colón con dirección al sur. Cruza varios semáforos en rojo sin chocar, pero muy cerca de hacerlo. El auto que los persigue es capaz de esquivar todos los obstáculos que se le aparecen y está a poco menos de cincuenta metros de ustedes. Doblan en Martín García. Un disparo más. Estalla ahora el parabrisas. El viento arremolina todo y te aferrás al botín, siempre manteniéndote agachado, con la mirada fija en el conductor. Te llama la atención que lleva la cabeza demasiado abajo y te incorporás lo suficiente como para ampliar tu campo de visión ¡está muerto! Uno de los tiros atravesó su cabeza. El taxi va a la deriva y no tenés posibilidades de pasar al asiento delantero para controlarlo. De repente, sentís el impacto más fuerte de tu vida. Acaban de chocar contra el lateral de un colectivo. Un golpe tan violento como el anterior se produce en la parte posterior del taxi. El auto de tus perseguidores los chocó a ustedes, se desvió y terminó volcando. No podés abrir la puerta y no dudás en salir por la luneta desesperadamente, casi de un salto. Mirás el otro auto. Hay pocos movimientos, pero eso te indica que no han sufrido lesiones muy severas y te limita el tiempo de escabullirte. Vos tampoco estás lastimado, salvo varios raspones y un dolor agudo en la cabeza y el cuello, que no te impiden seguir corriendo por tu vida.

Entrás en una fábrica de chocolates abandonada hace tiempo. Ahora es hogar de cientos de personas y eso lo hace más peligroso. Cualquiera podría atraparte y entregarte a la justicia, pero corrés tan rápido que nadie tiene los suficientes reflejos para intentar detenerte. Atravesás todo el edificio y salís por detrás, por la calle Pilcomayo y seguís corriendo aunque sientas que estás al borde del infarto. Tenés un entrenamiento de resistencia muy bueno, pero esta circunstancia te está sobrepasando. Al llegar al Hospital Argerich, comenzás a caminar, simulando ser una persona más, pero te aterra pensar que pudieran robarte el bolso. Ya no estás tan preocupado por quienes tratan de matarte, aunque no te descuidás ni un segundo. Observás todo con mucho cuidado. Llegás a Paseo Colón y tomás otro taxi, le pedís el mismo destino que al coche anterior y buscás relajarte unos minutos, deseando que el viaje dure el mayor tiempo posible para poder recuperarte. El taxista no te habla, pero notás que te mira insistentemente por el espejo retrovisor. No querés que sospeche nada, así que le hacés un burdo comentario acerca del clima y le preguntás sobre cómo va el trabajo esa noche. Te responde mecánicamente. No parece ser un hombre muy hablador.

 Cuando le habías dado el bolso al líder y te preparabas para subir al auto, escuchaste un insulto. Te diste vuelta y viste como se te acercaba dispuesto a matarte con sus propias manos; y entendiste que había descubierto tu accionar mucho antes de lo que habías imaginado. Había abierto el bolso que le entregaste y descubrió que estaba lleno de papeles. En tu intento de escapar, se te cayeron las llaves. No podías volver sobre tus pasos para recogerlas porque el jefe y los otros ya estaban cerca, tan cerca que sólo tuviste tiempo de abrir el baúl de un golpe, tomar el bolso que contenía todo el dinero y comenzar tu carrera.

Llegaron. Te bajás y caminás con mucha cautela hacia la entrada de la Reserva Ecológica. Te sentás en los escalones de cara a la fuente de Lola Mora y comenzás a masticar un chicle de menta. Repasás el plan mentalmente y tomás conciencia de lo cerca que estuviste de echarlo todo a perder, pero te alegra haber podido escapar. Caminás hacia el acceso principal que, aunque esté cerrado por un portón, sabés que no hay vigilancia en las cercanías y por eso estás mucho más relajado. Estás a solo unos diez metros, pero escuchás un pequeño sonido metálico justo detrás de tu cabeza ¡Te atraparon! El jefe acaba de martillar un arma y no tenés ninguna duda de que va a dispararte por semejante traición. Te insulta y se muerde los labios, como si saboreara tu muerte. Con un rápido movimiento, tomás el cañón del arma y salís de la línea de fuego; al mismo tiempo, le rociás el rostro con gas de pimienta y pateás uno de sus tobillos para hacerle perder la estabilidad. Ves caer el arma. Los otros cuatro se abalanzan sobre vos y corrés tan rápido como no lo hubieses imaginado. Los años de entrenamiento en defensa personal te han salvado la vida. Arrojás el bolso por encima del portón y trepás por él, saltás y seguís huyendo sabiendo que tenés ventaja porque ellos son unos 20 o 30 kilos más pesados que vos y no tienen ni la cuarta parte de tu agilidad. Corrés unos doscientos metros, exigiendo tu cuerpo hasta límites impensados. Estás exhausto. Dudás si todo esto vale la pena y te ocultás comenzando a arrepentirte. Querés estar en casa, recostado leyendo un buen libro o mirando la televisión; refugiado por las frazadas y el calor de tu hogar.

No podés debilitarte. Ahora estás escondido entre unos pastizales junto a los otros dos integrantes de la banda. Están de tu lado. Siempre lo estuvieron, pero actuaron tan bien que por momentos lo dudaste. Finalmente, el plan está tomando el curso que habías planeado. Todo está saliendo perfecto. Hacés una llamada por teléfono a la Prefectura Naval, dando aviso de haber visto un robo y das la descripción exacta de los cabecillas, que se quedaron del lado externo, aguardando por tu cuerpo sin vida y el bolso millonario. En pocos minutos, son detenidos y trasladados. Por las dudas, esperan un poco más. Al cabo de un rato, salen del escondite y sueltan sonrisas nerviosas y se saludan chocando las manos. Les cuestionás que utilizaron balas verdaderas en vez de las municiones de salva como habían acordado; y unos de ellos te responde que el jefe usó un arma distinta. Te horroriza saber que pudiste haber muerto en la persecución. Ellos se adelantan unos pasos y vos te agachás, abrís el bolso y revisás el interior, cerciorándote de que todo está en orden para seguir adelante con el plan.

Habían organizado esto durante tres meses, el mismo tiempo que les llevó preparar el asalto a la casa de cambio. El motivo fue el bajo porcentaje que les ofrecieron, apenas un diez por ciento a cada uno, y no hubo manera de hacerles cambiar de parecer. Y con este resultado, vos te llevarías un cuarenta por ciento y ellos se dividirían el resto. Tu altísima exposición hace que merezcas un poco más y ellos lo aceptaron sin protestar en absoluto, reconociendo que pondrías tu vida en un peligro extremo.

Ajustás lo más rápido posible el silenciador y te acercás a ellos, que caminan sigilosamente. Suspirás profundo. La parte del plan que ellos no conocen te permite quedarte con la totalidad de la plata, comprar una casa, un auto e invertir en algún negocio; gastar la fortuna de a poco para no levantar sospechas, vivir toda tu vida sin más preocupaciones económicas, no acercarte nunca más al delito. Después de ahí, vas a saltar el alambrado, vas a tomar una sucesión de taxis para evitar que puedan ubicarte, vas a llegar a tu casa y después de una ducha te vas a ir a dormir. Estás tranquilo porque no quedó ninguna pista que te relacione con nada en todo el episodio. El guante de látex te protege la mano. Solo te resta apretar dos veces el gatillo.

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