14 Jan
14Jan

Apuró el paso al notar que su hermano luchaba por insertar el cartucho en el fusil. Caminó arrastrando los pies, apoyado en su bastón, sin quitarle los ojos a la mano temblorosa y huesuda; y cuando salió al balcón, escuchó el ruido metálico inconfundible del arma lista para disparar. 

—¿A quién le toca cocinar hoy? —preguntó Raúl, mientras se dejaba caer sobre la silla. 

—A vos —respondió Cornelio, manteniendo la mirada hacia la calle—. Anoche dijiste que ibas a hacer pollo. 

Raúl asintió con la cabeza. Se acomodó los lentes sobre la punta de la nariz y se asomó por encima de la baranda. Podía distinguir los objetos en la calle, a pesar de ubicarse en un séptimo piso. Cornelio reguló el volumen de su audífono. Murmuró algo, acompañando las palabras desplegando uno a uno sus dedos artrósicos. 

—¿Cuántos viste hasta ahora? —preguntó Raúl. 

—Veinticuatro —afirmó Cornelio. Apoyó el fusil en el piso, del lado contrario de su hermano mayor—. No empieces a discutir, Raúl. Dijimos que el límite era treinta. 

Raúl sonrió. No tenía planeado retomar la pelea del día anterior sobre el número límite de personas que habilitarían los disparos. Se había convencido a sí mismo de que solo era cuestión de tener paciencia. Procuró cubrirse el cuello con la bufanda. Luego, entrelazó los dedos y se dispuso a disfrutar de la vista panorámica. 

—¿Por qué no vas y empezás a cocinar? —Cornelio intentó sacárselo de encima. 

—Ahora en un ratito voy —concedió Raúl—. Primero quiero que hagamos el sorteo de nuevo. Ayer no vi la moneda. 

—No, señor, de ninguna manera —Cornelio le hablaba sin alterarse, con la vista siempre sobre la calle—. Usted quiso hacer el sorteo, perdió y ahora se la tiene que aguantar. 

Raúl decidió no insistir. Sabía que lo trataba de usted cuando se molestaba. No tenía dudas de que había perdido el derecho a usar el fusil M16. Solo había intentado arañar una oportunidad más. 

—Está bien. Te creo —intentó evitar una herida en los sentimientos de Cornelio—. ¿Preferís con fideos o con papa? 

—Con arroz. En la cacerola, con cebolla, morrón. 

—Pensaba hacerlo en el horno —se sincera Raúl—, pero me da lo mismo. 

Cornelio soltó un insulto. Raúl lo miró e hizo el esfuerzo por inclinarse sobre la baranda metálica. 

—¿Fue por esos tres que van allá? —quiso saber, y Cornelio respondió moviendo la cabeza y arqueando la boca. 

—¿Cómo puede ser que la gente sea tan inconsciente? ¿No les importa nada? —cuestionó Cornelio— Deben creer que es una estupidez. O que nunca se van a enfermar.   

—No tienen respeto por nada —aportó Raúl. 

—Después el loco es uno —protestó Cornelio—, y empiezan todos a los gritos y a… 

—¿Los contaste a esos dos que están en el cantero del árbol? —lo interrumpió Raúl, señalando con el mentón. Cornelio pestañeó varias veces, frunció el ceño y estiró el cuello al máximo. 

—No los había visto. 

—Van veintinueve —dijo Raúl. Cornelio soltó un bufido y se reclinó con fuerza sobre el respaldo de la silla. 

—Uno más y empiezo con la advertencia. 

—Yo creo que deberíamos ser más constructivos —afirmó Raúl, y notó el gesto desaprobatorio de su hermano con el ángulo sesgado de la visión periférica. 

Estaba cansado de la desobediencia de la gente. El virus continuaba desplegándose, contagiando en escalas geométricas, incluso cuando las últimas noticias habían anunciado que el porcentaje de muertes se había duplicado en los últimos tres meses y las siete vacunas fallaron en la última etapa de su desarrollo. 

—Treinta y uno —dijo Raúl, señalando hacia la vereda de enfrente. 

—Es una madre con un bebé. Cuentan como uno solo —lo corrigió Cornelio. 

—Como quieras. Son treinta, y tenemos que poner orden —sentenció mirando el fusil, que reposaba del otro lado de su hermano. Cornelio asintió. Levantó el arma soltando un quejido por el esfuerzo y se la apoyó sobre los muslos. Frunció el ceño mientras pasaba una ambulancia con la sirena encendida y observó unos segundos a la gente que deambulaba por la vereda. Raúl le tocó el hombro. No quería que se distrajera ni perdiera el tiempo. 

—No, pará ¿qué vas a hacer? —lo interrumpió cuando Cornelio tenía el fusil apuntando deliberadamente hacia arriba. 

—Ya lo hablamos, Raúl. Voy a disparar al aire para que espanten y se vayan a sus casas. 

—Pero no se van a guardar, lo sabés muy bien. Se van a alejar, pero van a seguir en la calle desparramando la peste por todos lados. Si no te animás, dejame que lo hago yo —optó por desafiarlo. 

—Sacá la mano —ordenó Cornelio ante el avance de Raúl—. Si queremos evitar más muertos por coronavirus, ¿cuál es el sentido de que los matemos de un disparo? 

—Se lo merecen por poner en peligro a toda la población, Cornelio. Se lo merecen y, además, va a servir para que los demás tengan de ejemplo que no se puede salir. Mirá esos dos —señaló hacia una de las esquinas—, hablando como si nada. —Voy a tirar dos o tres tiros al aire, y vas a ver cómo se encierran enseguida. 

Raúl chasqueó la lengua. No podía creer en la obstinación de su hermano. 

—El mes pasado me hiciste tirar al aire, y no pasó nada. La gente se guardó unos días y después volvió a salir así, como ahora. 

—Si el mes que viene ganás el sorteo, tirá para donde quieras —retrucó Cornelio. 

—Esa gente de seguro está infectada. Segurísimo. Y si no los frenamos, van a contagiar a más en cualquier lugar: en sus casas, en los negocios, en la calle. Y ellos, a su vez, van a seguir contagiando a otros. 

—No los voy a matar —lo cruzó Cornelio. 

—Y vas a estar matando a cientos de personas por no querer terminar con estos que andan ahí —exclamó Raúl con el rostro enrojecido—. Dame el fusil, que lo hago yo. 

Cornelio no le contestó. Permaneció con el cañón del M16 apuntando hacia lo alto, lejos de los otros edificios que los rodeaban. 

—Entonces, siguiendo tu lógica, debería matarte a vos para evitar que mueran todas esas personas —dijo Cornelio con serenidad unos segundos después. 

Raúl notó de reojo que Cornelio giraba y acomodaba el arma para apuntarle al cuerpo. 

—No evitarías nada —dijo sin inmutarse—. El coronavirus seguiría matando gente. Esos que están ahí abajo van a morir infectados, y los que van a contagiarse de ellos en unos minutos, también van a morir. No salvarías a nadie, Cornelio. Ni siquiera a vos mismo. 

—¿Por qué ni siquiera a mí? —levantó los hombros, sin dejar de apuntarle al pecho. 

—Porque sé cómo sos. Después de tirarme, si que es te animás a hacerlo, te suicidarías enseguida. 

—¿Cómo podés estar tan seguro? 

—La culpa es lo que te impide dispararles a esas personas —señaló con la mirada hacia la calle—. Esa misma culpa es la que te impediría seguir como si nada hubiese pasado. 

Cornelio soltó una sonrisa y bajó el cañón del arma. 

—Supongo que vos harías lo mismo —dijo en voz baja. Raúl asintió—. Aunque no fueses vos el que me pegara el tiro. 

—No entiendo —se sinceró Raúl y elevó el mentón para observarlo a través de los anteojos. 

—Digo que si yo muriera acá, quedarías tan devastado que te suicidarías, independientemente de que me dispararas vos o lo hiciera yo mismo —argumentó Cornelio. 

Raúl levantó las cejas. Abrió las manos, en un gesto para demostrarle que tenía razón en su planteo.  

—Y así —continuó—, le salvaría la vida a todas esas personas sin convertirme en un asesino. 

Raúl cruzó una pierna por encima de la otra mientras Cornelio maniobraba el fusil con esfuerzo. Lo levantó, apoyó la culata sobre el muslo, cerca de la rodilla, y el cañón en su propia frente. Cruzaron las miradas. El gesto duro de Cornelio se disolvió en una mirada serena y una media sonrisa, como si estuviera a punto de ganar en un juego de mesa. Tanteó el gatillo. Carraspeó la garganta. 

—Más te vale que cumplas —dijo. 

—Dale, Cornelio; cortala y bajá eso —ordenó Raúl con un leve tono de súplica. 

El estampido hizo que Raúl se sobresaltara como si hubiese despertado de una pesadilla. La cabeza de Cornelio desapareció casi por completo. Apenas podían adivinarse los restos de la mandíbula, entre carnes y tendones que quedaban ocultos por el caudal de sangre. Una gran salpicadura quedó estampada en la pared, con pequeños trozos de materia gris y unos pocos mechones de pelo canoso. Segundos después, la culata del arma cayó al piso, y quedó aprisionada entre las piernas del cadáver. Raúl abrió grande los ojos. No había creído que hablara en serio. Se quitó los lentes. Los guardó en el bolsillo superior de la camisa y se limpió la comisura de los labios con dos dedos. No podía quitar los ojos del cuerpo inerte de su hermano, del que parecía que nunca dejaría de brotar sangre oscura y espesa. Meneó la cabeza, sin decir ni una palabra, y se detuvo en el cañón del fusil. Lo miró sin pestañear. Avanzó unos centímetros hacia él con la mano, pero se detuvo enseguida. Tomó impulso para ponerse de pie, con cuidado de no manchar las pantuflas en el vertedero de líquidos y coágulos que se desparramaba por el piso de baldosas coloradas. Se apoyó en el bastón. Miró hacia la calle y buscó a las personas que todavía caminaban sin preocupaciones. 

—Quédense acá —les pidió en un susurro—. Pongo el pollo en el horno y vuelvo en dos minutos —dijo, y se dirigió a la cocina.

ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO