24 Sep
24Sep

QUEDAR EN LA POSTERIDAD


No digo que haya sido culpa de ellos, pero si no me hubiesen insistido, no hubiese hecho nada y ahora estaría de lo más tranquilo, capaz que hasta con un cargo importante. Y reconozco que traspasé un límite. Una cosa era hacer algo importante, algo que nos permitiera trascender, y otra cosa la macana que terminé haciendo.

Hacía calor y me había juntado a tomar unas cervezas en un boliche de Retiro con Eduardo y Patricio. Y tomamos lo suficiente como para terminar hablando estupideces, cosas para reírse, cargarnos con nuestras esposas o nuestras hermanas y con los cuadros de fútbol. Igual, a mí no me gusta mucho. Soy hincha de Ferro, pero no le doy ni bola. No sé ni en qué categoría jugamos ni cómo estamos en la tabla. En un momento, Eduardo dijo que tendríamos que hacer algo para que se nos recordara después de muertos. Justo estábamos hablando de otra cosa y no le dimos importancia al comentario, aunque lo habíamos escuchado y a mí me había sonado bastante interesante, por lo menos para ser un tema de conversación de tres tipos con suficiente alcohol en la sangre como para profundizar en temas irrelevantes e idiotas.

Ellos dos solían salir más seguido que yo, por lo general algún pub, ocasionalmente un boliche. Son más jóvenes que yo y en ese momento no tenían familia ni otra obligación más que trabajar. Creo, si no me acuerdo mal, que Patricio tenía novia, pero igual se las arreglaba para salir todos los fines de semana. Eduardo estaba en su pico más alto de vida nocturna. Se había hecho de contactos en cada boliche de Flores y Costanera Norte. Y yo había quedado relegado. Hacía seis meses que había nacido Tatiana, me acababa de ir a vivir con mi señora y trataba de llevar una vida familiar bastante organizada. El trabajo me demandaba gran parte del día. Había tenido que abandonar el gimnasio y paddle, y hacía bastante poco que me había recibido como licenciado en Ciencias Políticas, por lo que mi mayor aspiración era escalar puestos y hacerme de un cargo político menor que me permitiera un ascenso continuo.

De todas maneras, trabajar para el Departamento de Prensa del Poder Ejecutivo, y ser específicamente quien redactara los discursos del Presidente, era un logro importantísimo, pero aspiraba a otra cosa para mi futuro.  

Al rato, Eduardo insistió. Yo me desentendí porque sabía que no se me iba a ocurrir algo interesante para aportar, y Patricio se hizo cargo: “¿Hacer qué?”, le repreguntó. Obviamente a él tampoco le florecían las ideas. Eduardo no supo explicarse del todo bien, pero agarró para el lado de la fama, de conseguir popularidad con algo, con lo que sea, y salir en la tele o en algún medio. Patricio, todo un visionario, propuso, medio en joda y medio en serio, meterse en la vida de la farándula, codearse con actrices y modelos, aprovechar a las vedettes que solían encontrarse en los boliches. Por suerte, Eduardo veía un poco más allá y le dijo que eso no, que no sea idiota, que estaba hablando de algo más importante, algo épico, como el cruce de Los Andes o la toma de la Bastilla. Nos quedamos discutiendo sobre el tema por un rato, hasta que Patricio sugirió que decidiéramos esa misma noche lo que haríamos para quedar grabados en la posteridad. Si bien digo que nos quedamos discutiendo, es solamente porque yo formaba parte del grupo, era la tercera pata de la mesa, pero en realidad los únicos que aportaban a la causa eran ellos dos. Yo, bien gracias. Y no era mala predisposición ni un estado de ebriedad excesivo, si no que, de solo imaginarme la exposición por algún hecho trascendente, me paralizaba y me enmudecía. Y basándose en eso terminaron la noche cargándome. Que muerto de acá, que sos un nabo, siempre el mismo el gil, a ver si te soltás de una vez en tu vida y yo me reía, por supuesto. No había maldad, pero de todas maneras se me tornaba bastante incómodo. 

Yo estaba sentado de frente a una ventana que daba hacia el lado de Puerto Madero, y apenas vi que el cielo comenzaba a aclararse, supe que ya era momento de volver a casa. Eduardo se opuso. Dijo que todavía era temprano, que nos quedáramos hasta las seis. A Patricio se le ocurrió que podríamos ir a desayunar al salir de ahí. Yo los objeté. “No, yo no. Tengo que volver a casa”, dije sin dar más explicaciones porque ellos las sabían bien. No esperaba ningún tipo de apoyo, pero creo que hubiese sido alentador que evitaran recurrir al “qué pollerudo” de siempre.

—Pero antes resolvamos esto —ordenó Eduardo y prendió un cigarrillo.

—Yo voy a hacer saltar la banca del Casino de Mar del Plata tantas veces que no me van a dejar entrar nunca más —dijo Patricio en una frase beoda, difícil de entender.

— ¿No ves que sos un tarado? —Eduardo siempre se mostraba irritado cuando la luz del sol comenzaba a aparecer—. Eso es una carambola, jugar a la lotería es azar y yo estoy hablando de hacer algo por nosotros mismos, de ir y hacerlo.

Patricio le aseguró, con el chopp firmemente aprisionado, que ganar en el casino es todo un arte, que no cualquiera lo consigue y que hay mucho más estudio que lo uno puede llegar a creer.

Aproveché ese tiempo para elaborar una respuesta corta que me permitiera salirme del paso e irme. Después de todo, esa no sería más que otra de las tantas charlas en la noche.

—Le voy a salvar la vida a alguien importante —le respondí a Eduardo cuando me dirigió la pregunta.

—Alguien como quién.

—Qué sé yo. Al Papa. Al Presidente.

Creo que por puro capricho, por puro deleite, nomás, me despidieron con una andanada de burlas. Dijeron que mi mujer me castigaría si realizara una acción digna de destacar como lo juramos en esa mesa, que no me daba el cuero, y otras cosas parecidas. Éramos amigos, jóvenes, siempre encontrábamos puntos débiles en el otro para embromarlo.     

Fue al lunes siguiente, desayunando en la oficina, cuando la sangre se me comenzó a hervir. Siempre desayuno en casa. Un té con limón, un par de tostadas. Pero quedaba bien tomar un café en la oficina; era casi una obligación tácita. Y yo estaba tomando mi café, recordando la situación del viernes a la noche, y esas palabras comenzaron a herir mi amor propio. Mis dos únicos amigos creían que yo no era capaz de protagonizar un hecho significativo; estaban seguros de que no tenía lo que hay que tener para conseguirlo. Y me propuse, ahí mismo, aventurarme en desmentirlos.

Rápidamente comencé a escribir en un papel una serie de ideas descabelladas. Ahora no las recuerdo todas, pero eran del tipo de salvataje. El problema era cómo lograrlo, y anoté cosas como darle un somnífero al Presidente y actuar maniobras de resucitación; provocar un incendio en su despacho y enfrentarlo con un matafuego; ayudar a dar a luz a una mujer en plena calle; auxiliar a quien hubiera caído en el Río de la Plata. La última la descarté mientras la escribía: nunca supe nadar y el agua en cantidad me provoca pánico. Encontrar a una embarazada que hubiese roto bolsa en la vía pública tenía tanto de azar como la propuesta de Patricio. Y en lo que respecta al Presidente, era un disparate que me llevaría a la cárcel antes que a la fama bien ganada. Yo solamente redactaba sus discursos, no tenía acceso a su círculo más íntimo. Y ni siquiera lo hacía solo. Tenía dos colaboradores que armaban los bocetos y yo me encargaba de darles la forma definitiva.

Deseché esa hoja unos minutos después y mastiqué la bronca al saberme completamente desarmado. Patricio confiaba en su suerte. Eduardo se había comprometido a dedicarse a la literatura y juró que se haría famoso escribiendo cuentos y novelas. Yo no tenía nada de nada, salvo ideas absurdas y una bronca de la grandísima madre.

Con el paso de los días, me fui olvidando del asunto. Incluso parecía que Eduardo y Patricio lo habían dejado atrás, porque nos juntamos a almorzar un mes después, a fines de febrero, y no se hizo ninguna referencia al asunto. Me alegré porque, aunque para ellos era algo divertido, para mí podía ser una carga de presión muy difícil de tolerar.

Se aproximaba marzo, y tenía que comenzar a adelantar algunas cuestiones de trabajo. Ya tenía agendados unos viajes al noroeste del país, también a Córdoba y una recorrida por el interior  de Buenos Aires. Esto me trajo algunas discusiones con mi señora, que me reprochaba la cantidad de días que pasaría fuera de casa y se ponía al borde de exigirme que pidiera un traslado a otro sector donde no tuviera la obligación de hacer esos viajes. Por supuesto que eso no era posible. No había manera en la que pudiera realizar semejante pedido. Ella, a veces en estados absolutos de ira, me culpaba por esa imposibilidad; decía que no contaba con la personalidad suficiente para hacerlo, que por qué no viajaban los otros, que me tomaban de boludo, si me permiten la cita textual de la frase. No sabía, quizá, que mi puesto era de los más pretendidos.

No éramos una pareja muy habituada a las discusiones, pero de repente se convirtió en algo habitual, de todos los días. No había nada que pudiera hacer. A ella la enfurecieron, de golpe, las características de mi trabajo. Era como un dolor en alguna extremidad al que uno procura acostumbrarse. Supuse que todo mejoraría sin ningún forzamiento. Era lo lógico: en eso que tanto la irritaba consistía mi trabajo y ella debía de aceptarlo. Después de todo, era lo que nos mantenía en condiciones tan benévolas y despreocupantes. No obstante, la mañana en la que debía viajar con toda la comitiva hacia Salta, me dijo, sin rodeos ni preámbulos, que quería separarse, que no era el estilo de vida que quería vivir, que si me iba no esperara encontrarla al volver. Me tomó completamente por sorpresa. Volvió a decir que todo era mi culpa, que la relación estaba hecha añicos y que la única salida era separarnos si no me decidía a modificar los hábitos de mis labores. Traté de explicarle, una vez más, que mis responsabilidades eran altísimas. Integrar el Poder Ejecutivo es una tarea por demás compleja y plagada de obligaciones que no tienen horario de entrada ni de salida. Intenté hacerla entrar en sus cabales, pero no hubo caso. Cuando el remisero tocó el timbre, supe que esa iba a ser la última vez que la vería viviendo conmigo.

Realicé el viaje en condiciones deplorables. Me sentía afiebrado, me sacudía el terror a que cumpliera su promesa y no hallarla al regresar. Pensaba en Tatiana. Pensaba en mí, en la soledad de un departamento vacío. Pensaba en que no había justicia en el planteo que me había presentado.

Estoy seguro de que la separación tuvo una influencia determinante en la inoportuna maniobra que realizaría al día siguiente. Es cierto que la idea había nacido en una noche alcoholizada, tan cierto como que la desolación me derrumbó los límites y me empujó a la insensatez.

No pude parar de llorar esa noche en el hotel. Tenía una suite para mí solo, con cama de dos plazas, aire acondicionado, televisión por cable, fax, mini bar, sala de estar y jacuzzi; aunque no disfruté ninguna de esas comodidades. Pasé el tiempo tendido en la cama, ahogado, ilusionándome con que se daría cuenta de su error y que decidiría quedarse en casa. Pero a los minutos caía en la cuenta de que era solo un deseo. La noche pasó lenta, como si gozara con el sufrimiento ajeno. Y en plena madrugada, comencé a redactar un discurso nuevo, un discurso que me haría famoso o me llevaría a la cárcel. Esa noche no me importó absolutamente nada. No tuve que esforzarme para quebrantar las fronteras de la ética ni para deambular entre lo grotesco y lo ridículo.

A las seis de la mañana, lo llamé por teléfono a Eduardo:

—Hola, Edu. Disculpá la hora. Te quería avisar que a las once pongas la cadena nacional en la tele.

—Qué hinchapelotas —balbuceó con aspereza.

—En serio —insistí firme—; escucha el discurso del Presidente y te vas a dar cuenta. ¿Te acordás lo que juramos la otra vez? —le pregunté con un tono desafiante— ¿Te acordás? Mirá la tele, entonces.

No le di tiempo a que me contestara nada y corté. Me lamenté no recomendarle que le avisara a Patricio, pero imaginé que lo haría. Yo lo hubiese hecho.

A pesar de mi congoja y mi ataque de rebeldía, tomé la precaución de disimular mis actos. Una vez que hube terminado el nuevo discurso, preparé un sobre que decía “Remitente: CONAE. Clasificado. Notificar al Excelentísimo Sr. Presidente de la Nación”. Ya no había vuelta atrás. No quería que la haya. No me interesaba.

Mientras la comitiva se reunía para desayunar y salir a recorrer la ciudad, yo continuaba en la cama lamentando mis fracasos, buscando aire, lavando mis desdichas. A las diez, tuve que presentarme con total prolijidad para supervisar mis responsabilidades. Mis colaboradores ya tenían todo listo. Yo también.

El salón era grande, de techo alto y paredes blancas. Un puñado de alumnos nos miraba maravillados y se sorprendían con las cámaras de televisión y los reflectores. Me llamó la atención que se portaran tan bien, que se hayan mantenido en tal tranquilidad, en medio del alboroto de maquilladoras, camarógrafos, periodistas, asistentes, sonidistas y agentes de seguridad. A la derecha del atril había una bandera argentina y un lugareño con su vestimenta de criollo ocupaba el lugar que solía ser de un granadero.

Me acerqué al Presidente con el sobre cerrado en la mano. Le dije que recién lo había recibido, que era de carácter urgente. Él lo abrió, lo miró de un vistazo, como si no le interesara demasiado y me preguntó si estaba seguro de que eso era lo que tenía que leer. La transmisión sería en vivo para todo el país a través de la televisión y la radio. Los medios gráficos se harían eco de todo lo ocurrido en la edición vespertina. Le respondí que sí.

Fue imposible no darse cuenta del desconcierto en la mirada de todos los que estaban ahí. Los periodistas murmuraban ante cada frase pronunciada. Los ministros y gobernadores que acompañaban se ponían rojos, pero simulaban estar de acuerdo. Incluso, los alumnos, que no superaban los diez años, soltaban gestos de incredulidad al escuchar esa historia de que en poco tiempo viajaríamos en naves espaciales desde una plataforma cordobesa hacia la estratósfera, y que desde ahí podríamos llegar a Japón, Corea o a cualquier parte del mundo en  una hora y media.

Una vez concluido el acto, se armó un revuelo bastante moderado y me preguntaron casi todos de dónde había sacado esa información. Les dije, haciéndome el desentendido, que había encontrado el comunicado sobre la mesa principal, que estaba membretado por la Comisión Nacional de Asuntos Espaciales y que creí que todos ellos estaban al tanto. Al poco tiempo después, fui despedido sin saber si se me acusaba de mentiroso o de negligente por no haber chequeado los datos.

Todavía estoy esperando, casi veinte años después, que Patricio y Eduardo cumplan con su parte de la promesa. Supongo que Patricio lo ha olvidado. Creo que Eduardo consiguió editar un par de libros. Y escuché que uno de ellos se había convertido en una película bastante buena que, dicen, tiene alguna chance de ganar un Oscar.

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