28 May
28May


El administrador se murió. La mujer trabajaba con él, pero ahora no puede continuar con todos los edificios que tenían ambos a cargo. Además, ella no posee matrícula para tal compromiso, aunque se ocupaba más que su marido y se desenvolvía con una ductilidad envidiable. Las cuentas eran claras y los precios que conseguía para el mantenimiento del inmueble eran de los más bajos del mercado. Los honorarios de Administración Magaretti, además, eran hasta un cuarenta por ciento más baratos que los de la competencia.

Pero Aldo Magaretti se murió. Un infarto, dijeron. Una de las arterias coronarias se bloqueó y se produjo una isquemia, el hombre cayó derrotado y unos segundos después, ya no tenía signos vitales.

La mujer de Magaretti informó, luego del entierro de su marido, la novedad acerca de que deberían buscar otro administrador, y se excusó tantas veces como pudo, incluso se ofreció para acercar algunos números de teléfonos de otras personas que, a su entender, eran idóneas para enfrentar la situación.

Garay le agradeció. Dijo comprender su postura y la tranquilizó. Cualquier cosa, la llamaría para solicitarle esos contactos.

Raimundo Garay era el presidente del consorcio y como tal decidió que convocar a una reunión urgente y extraordinaria era lo más acertado, antes de que los imprevistos comenzaran a sucederse y los encontrara sin una estructura financiera organizada. Pegó un cartel escrito a mano en el interior de cada uno de los dos ascensores para notificar a los propietarios e inquilinos que al día siguiente, a las 18, en el hall de la planta baja, y de forma apremiante, debían de hacerse presentes para solucionar el problema.

Solo ocho personas de los 46 departamentos acudieron a la reunión: siete propietarios históricos del edificio, quienes compraron sus unidades cuando apenas habían terminado de construirse, y Leonardo Teris, un inquilino con ocho meses de antigüedad.

Garay le dijo que podía irse a descansar, que los propietarios lo resolverían. Pero Teris se negó. No hay problema, le respondió. Y agregó que tenía todas las intenciones de quedarse y participar.

Garay hizo un gesto de levedad, como si pudiera quitarle importancia, y con la misma mano se acomodó las pocas canas que le quedaban. Una vecina, de las más longevas, se manifestó a favor de Teris.

Garay abrió las manos y arqueó las cejas tupidas y grises. Le fue más imperioso meterse de lleno en la cuestión y solucionar tamaño contratiempo que discernir sobre la poca influencia de un simple inquilino. Citó las palabras de la mujer de Magaretti, recalcó el peligro de estar así, a la buena de dios, que las peores cosas ocurren cuando uno menos se las espera. No se podía estar en esa situación. Aseguró que era inaceptable, que jamás en la vida había ocurrido, que tiene cincuenta y pico de años habitando ese inmueble, desde los 22, cuando se había casado con su esposa, ahora extinta. Las cinco mujeres asintieron. El otro propietario varón hizo una mueca que no pasó inadvertida para Garay, y le preguntó de manera impulsiva si no estaba de acuerdo, si no alcanzaba comprender la magnitud del inconveniente.

Una de las mujeres interrumpió al recordar que la viuda de Magaretti había ofrecido los contactos de las empresas de mantenimiento de ascensores, de limpieza de tanques de agua, de fumigación, y que también podrían pedirle los números de teléfono del electricista, del gasista y del plomero, aludiendo que eran hombres responsables y que trabajan muy bien. Raimundo Garay soltó un “no” temperamental, como si la ya lo hubiese tenido resuelto de antemano. Le explicó que no debían confiar en empresas que cobraban tan barato por sus trabajos porque era seguro que recortaban sus gastos por algún lado, en los materiales, en la calidad de su mano de obra, en la eficiencia de su trabajo. Sobre el electricista, el gasista y el plomero, aseguró que no son útiles, que lo mejor era contratar a empresas que cuenten con un personal numeroso y calificado para esas tareas. Otra de las mujeres le hizo notar que todos los trabajos que emprendieron, fueron terminados de la mejor manera. Garay contraatacó al referir que más de una vez tardaron en comenzar la tarea y que nunca nadie vio alguna vez la matrícula habilitante de esas personas. Y afirmó que con una sencilla coima, cualquier administrador podría dejar pasar por alto ese detalle.

Leonardo Teris lo cruzó. No podía permitirle que insinuara que Magaretti había sido un corrupto. Garay solo le respondió que tal vez por su poca edad e inexperiencia, todavía no se daba cuenta de ciertas cosas.

Teris levantó la mano y pidió la palabra. Garay se la negó. Dos mujeres coincidían en que había que contratar urgente a cualquier administrador. El tercer hombre dijo que prefería hacerlo con calma para revisar los antecedentes laborales de cada uno de ellos.

Teris insistió. Dijo que lo mejor era turnarse para hablar y que también tenía derecho a dar su opinión, a pesar de ser inquilino, algo que no le inhabilita la voz ni el voto. Garay lo ignoró. Continuaba hablando de que no podían arriesgarse a contratar a cualquiera, pero que tampoco podían demorarse toda la vida en evaluaciones. El tercer hombre elevó el tono de voz para decir que Teris tenía razón. Las mujeres coincidieron en que era mejor ordenarse, escucharse criteriosamente. Leonardo Teris asintió y dio las gracias.

Dijo que tenía una propuesta y que sería breve: propuso formar una comisión administrativa con cuatro, cinco o seis integrantes del propio edificio. O más, en caso de que sea mayor el número de ofrecidos. Dividir las tareas dentro de la comisión para que cada uno, de manera individual o en grupo, se especialice en una labor específica.

Una de las mujeres preguntó cuál sería la ventaja sobre contratar a un administrador. Teris le respondió que se evitarían gastos por comisión, que solamente habría gastos mínimos e indispensables para el trabajo, como fotocopias, impresiones y demás. Y que se garantizaría la búsqueda de las mejores tarifas de cada empresa que se necesitara contratar.

Garay dijo que estaba loco si creía que alguien trabajaría gratis.

Teris aseguró que al tratarse de un grupo, el tiempo demandado sería mínimo, y que la satisfacción de brindarse por el bien común sería enorme. Garay lo desaprobó con una mirada seca y un movimiento negativo.

Otra de las mujeres dijo no estar segura de que tal maniobra fuese legal, a lo que Teris le contestó que en ningún lado existe una ley que obligue a los consorcios a contratar a un administrador, sino que se lo hace más como una costumbre, un hábito, una manera de delegar en otro las decisiones que podrían tomarse puertas para adentro; que al único que están obligados a tener como prestador de servicios es al encargado.

El tercer hombre lo interrumpió. Se preguntó cómo harían en ese caso. Quién le pagaría el sueldo. Quién se haría cargo de depositarle las cargas sociales y los aportes jubilatorios. Quién se encargaría de cobrar las expensas, tarea engorrosa e indeseable. Leonardo Teris escuchó otras cuestiones del mismo calibre, algunas de Garay, que las lanzaba con vehemencia e ironía. Pero Teris no se puso nervioso. Respondió que es algo que podrían discutir cuando la comisión administrativa estuviera formada. Agregó que una de las opciones sería pedirle al encargado que se ocupara del cobro de las expensas, y ante el reclamo de dos mujeres con la observación de que el encargado les pediría, con razón, un plus salarial ante una tarea que no estaba contemplada hasta entonces, Teris señaló que podrían turnarse por trimestres entre los miembros de la comisión o, en el caso de que nadie quisiese llevar adelante aquella tarea, no tendría problemas en hacerlo él mismo. Del mismo modo que las liquidaciones de sueldo, los aportes jubilatorios y demás menesteres. Garay arremetió con la pregunta cargada de sorna sobre si tenía alguna idea de cómo se hacía todo eso, y le respondió que sí, que es el contador de una cooperativa y que una de sus muchas actividades es liquidar los salarios.

Teris continuó explicando su postura como una modalidad benéfica para los intereses del edificio entero, defendió a las empresas que hasta ese momento trabajaban con ellos, argumentando que los precios son muy buenos y los resultados nunca dieron lugar a quejas.

Raimundo Garay pidió un alto. Dijo que narrado de esa manera, sonaba a un cuento de rosas, a una historia muy linda; pero que en el mundo real las cosas eran muy diferentes. Afirmó que era por demás inseguro que todo el dinero de las expensas quedara dentro del edificio, en un departamento simple, desprotegido ante cualquier robo por alguien que pudiera obtener tal información. Y volvió a cargar contra las empresas de servicios al tratarlas de poco confiables, de dudosa transparencia. También dijo que esa potencial comisión administrativa estaría encaminada hacia un destino fatal y cercano porque, suponiendo que aquellas personas aceptaran cumplir gratuitamente con todas las labores, se cansarían pronto, dejarían los lugares vacantes en dos o tres meses, no habría quién quisiera reemplazarlos, no habría quién respondiera en un caso de emergencia y terminarían gastando sumas siderales para solucionar todos los problemas derivados de un accionar tan poco profesional y competente. Lo mejor, según Garay, era contratar los servicios de un estudio administrativo serio, confiable, de trayectoria documentada, con personal especializado, con la capacidad de llevar adelante la compleja tarea de administrar el patrimonio de un inmueble colectivo. El tercer hombre apuntó que había que tener cuidado con el presupuesto, debido a que los números del edificio estaban bastante ajustados; pero Garay le desestimó el comentario al asegurar que el presente financiero era de esa manera precisamente por la dudosa pericia de la administración anterior. Dijo que las posibilidades económicas del edificio estaban muy por encima de lo que pensaban. 

Teris se manifestó de acuerdo, y explicó otra de sus ideas: la terraza, dijo, tiene un espacio libre demasiado grande como para desaprovecharlo, como para dejarlo así, sin nada. Podría utilizarse el lugar para montar una estructura metálica con el fin de colocar carteles publicitarios. Hizo referencia a los cien metros que los separa de la autopista 25 de mayo para fundamentar su postura, alegando que no demorarían prácticamente nada en conseguir auspiciantes. Y antes de que Garay pudiera interrumpirlo, Teris dijo que había realizado un trabajo de sondeo con tres empresas: una se mostró interesada de inmediato y solicitó prioridad para establecer sus gráficos publicitarios. Las otras dos se comprometieron a evaluar la propuesta y a enviar sus resoluciones al cabo de unos días.

Garay dijo que se terminó la imaginación. Dadas las cosas, explicó, no le quedaba más que desilusionarse al ver que las supuestas innovaciones no son más que escenas repetidas de décadas que quedaron atrás. Una de las mujeres le preguntó a qué se refería. Y le contó, a ella y a los demás, que veinte y cinco años atrás, alguien tuvo la misma idea, los mismos fundamentos, la misma postura; pero que no hubo manera de llevarlo a cabo. El tercer hombre meneó la cabeza y suspiró. Garay, luego de mirarlo con evidente molestia, explicó que un cartel de las dimensiones necesarias como para que se vea con nitidez desde la autopista, alteraría demasiado la fachada del edificio, lo descendería de categoría, arruinaría el espíritu familiar del condominio. Teris chasqueó la lengua. El tercer hombre asintió. Una de las mujeres dijo que la idea no era mala y que podrían tenerla en cuenta. Otra de las mujeres, por su parte, dijo que en pocos minutos más debería abandonar la reunión para volver a sus quehaceres. Garay arremetió diciendo que deberían ponerse más firmes con los deudores de expensas, intimarlos a pagar y, en caso de que se negaran, comenzar con acciones legales. Teris levantó la voz. Lo señaló con el dedo al mismo tiempo que le decía que no iba a permitir que se metiera con los quinto y con el señor del octavo. Los primeros eran una pareja joven. Él se había quedado sin empleo unos diez meses atrás y se las arreglaba con trabajos menores e informales. Ella había conseguido trabajo de medio turno en una mercería del barrio, pero con un sueldo que apenas les permitía cubrir lo más básico de los alimentos. Le era imposible realizar una jornada laboral completa: tenían un hijo de un año y dos meses. El señor del octavo era un jubilado de 78 años con una pensión mínima, incapaz de seguir trabajando por una artritis y con la mayor parte de su ingreso destinado a remedios y alimentos primordiales.

Teris repitió que no se lo iba a permitir. Garay respondió que los problemas personales no tienen nada que ver con la financiación del edificio. El tercer hombre permaneció callado y mirando el suelo. La mujer que había dicho que debía retirarse, saludo y se fue. Teris retomó su idea del cartel publicitario y añadió que de esa manera podrían cubrir esos faltantes sin atacar a los vecinos con cartas documento. Garay lo negó. Sin el consentimiento de la totalidad de los propietarios, no había modo de llevar adelante esa maniobra rudimentaria y de poca monta, y él no firmaría de ninguna manera. Teris insistió con que no permitiría que se metiera con los vecinos. Garay aseguró que en su calidad de presidente del consorcio, estaba en facultad de exigirles la regularización de sus deudas y de ponerse en contacto con un abogado, en caso de necesitarlo. Teris dijo que era un atropello, que había maneras más benévolas, menos agresivas de hacer las cosas. Garay se mostró en desacuerdo. Y agregó que incluso se le acababa de ocurrir otra idea para achicar los costos: se le podría reducir la carga horaria al encargado y eliminarle las horas extras. Teris abrió los brazos. Dijo que no de manera repetitiva, que era una locura, que no podía creer que tuviera una posición tan beligerante y nociva, que el modo de conseguir un aumento de ingresos tenía que ser diferente, sin perjudicar a ninguno de los habitantes. Garay, por su parte, redobló la ofensiva. Preguntó por qué había que pagarle los servicios al encargado, de dónde había salido semejante incoherencia. Si se los pagara él mismo, como Garay consideraba que tenía que ser, el futuro del edificio se volvería provechoso. Teris volvió a cruzarlo con una negativa cargada de efusividad, con ademanes y expresiones de fastidio. Argumentó que no era posible porque el sindicato del encargado exigiría eliminar todas esas decisiones por ser abusivas y por deteriorar el poder adquisitivo del trabajador.

Garay murmuró algo que Teris no llegó a comprender. Y se plantaron en una discusión que oscilaba entre los reproches insultantes y los argumentos bien explicados. Cuando se hizo de noche, la última mujer que se encontraba con ellos decidió que ya era hora de irse, y les prometió que les alcanzaría algo para comer y algo para tomar.

Garay y Teris no le prestaron atención. El presidente del consorcio enumeraba las imposibilidades de mantener una situación favorable cargando costos innecesarios y encomendándose a la buena suerte para alcanzar la prosperidad.

Teris profundizaba sobre el origen inhumano de recortar gastos que impliquen perjuicios para la gente y beneficios para empresas extrañas, las cuales, en un plazo corto, significarían un gasto más elevado del que ya tenían.

Garay respondía a esas acusaciones comparando garantías de eficiencia con trabajos mal hechos y en tiempos por fuera de lo estipulado.

La discusión no encontraba puntos de coincidencia, ni siquiera durante la madrugada ni al otro día. Uno de los vecinos más nuevos supuso que pronto se cansarían y dejarían libre el hall de entrada, y dijo que no era necesario llamar a la policía, como lo había planteado otro propietario.

Y sin embargo, pasaron los días. Al término del quinto mes, le pidieron a la señora que todas las noches les alcanzaba un sándwich y una botella de jugo, que dejara de hacerlo, que la inanición se encargaría de ponerle un final a la disputa. Dos meses después, el servicio eléctrico fue cortado por falta de pago. El suministro de gas corría el mismo peligro de entrar en suspensión.

La barba de Teris colgaba hasta la base de su cuello. Las arrugas de Garay se hicieron más profundas, y las ropas de ambos soltaban un olor hediondo. Pero la discusión no bajaba de intensidad, sino que se mantenía siempre activa, renovada con algunas ocurrencias, como la idea de Garay de recaudar un fondo extraordinario para invertirlo en la bolsa, o el plan de Teris acerca de capacitar a todos los vecinos en distintos oficios para realizar ellos mismos el mantenimiento de las instalaciones y evitar los gastos en terceros.

Dos años después, no quedaba ningún inquilino. La totalidad de los propietarios intentaba vender sus departamentos y marcharse a otro lugar, a pesar de lamentarse por el desarraigo. Uno de ellos, cansado de vivir en la oscuridad, sin calefacción y con manchas de hongos cubriendo todas las paredes internas del edificio, abandonó su propiedad y se mudó de barrio.

Al cumplir el quinto aniversario de comenzada la discusión, Garay y Teris eran las únicas personas dentro del inmueble. Había algunos gatos que deambulaban por los pasillos y tres perros que se acurrucaban cerca de los dos hombres en la planta baja. Las baldosas comenzaban a rajarse. Los primeros brotes de pasto aparecían lentamente. Teris lucía una remera nueva que había sacado de una bolsa que encontró tirada cerca de la puerta del sótano. Su barba era como un arbusto. Garay ya no tenía restos de cabellos sobre la cabeza. Su espalda mostraba una giba importante, y las vértebras se traslucían a través de su camisa. Las paredes enmohecidas se tornaron oscuras. El cielorraso se descascaraba de manera continua y ya no quedaba mucho yeso que cubriera al hormigón armado.

Raimundo Garay tomó asiento sobre un cajón de soda que alguien dejó abandonado. Llevaban diez años de pie, luchando por imponer la postura que cada uno defendía. Los huesos de Garay apenas se recubrían por una delgada capa de piel deshidratada y mal nutrida, y sus ojos parecían flotar dentro sus cuencas. Leonardo Teris esperó un día más para sentarse, celebrando su victoria de resistencia con un comentario que Garay ignoró.

Un estruendo interrumpió la exposición de Teris. Uno de los ascensores se desplomó y se deshizo en el subsuelo, levantando una nube de polvo que llegó hasta el primer piso. Dos años y medio después, el segundo ascensor tuvo un destino similar, con la diferencia de que cayó desde el segundo piso, por lo que no provocó demasiado escándalo.

El piso rajado estaba cubierto por pastizales en la mayoría de su superficie. Las paredes, al cabo del duodécimo año, empezaron a perder el revestimiento. Los roedores se alimentaban de la vegetación y de los insectos que no paraban de proliferar. A veces, servían de alimento a los felinos que se habían instalado  en los pisos superiores.

Una mañana, Garay le preguntó si aún no había entrado en razones, si todavía no comprendía lo beneficioso que sería cambiar esas absurdas ideas suyas por las coherentes propuestas que venía presentándole desde hacía tanto tiempo. Teris no respondió. Garay hizo un esfuerzo en mirarlo. Se enderezó sobre su cajón plástico en dirección a los dos escalones donde se encontraba sentado Leonardo Teris, apoyado sobre su hombro contra la pared. Repitió la pregunta, pero Teris continuaba en silencio. Le dijo que hacía bien en dormir, que necesitaba descansar mucho si de verdad quería estar a su altura en un intercambio de opiniones.

Tres días después, Garay intentó incorporarse para mover a Teris, que seguía dormido en la misma posición. No obstante, apenas tuvo fuerzas para hacer tambalear el cajón lo suficiente como para perder el equilibrio y quedar tendido sobre las baldosas rotas y los excrementos de las ratas. Estiró su mano y alcanzó la botamanga harapienta del pantalón de Teris. Lo sacudió. Enfocó todas sus fuerzas en tirar de ese pedazo de tela desvencijada y en llamarlo por su nombre de pila más de diez veces, veinte o treinta, hasta que se dio por vencido y comprendió que Teris ya no volvería a hablarle. Se quedó acostado boca arriba en ese suelo destruido con los brazos abiertos y las piernas flexionadas, balbuceando que había ganado, que ya era hora de que Teris se quedara en silencio, que al día siguiente saldría de inmediato a buscar al administrador que tenía en mente y que todo se solucionaría en unas pocas semanas.

Tosió con fuerza, suspiró y cerró los ojos.

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