16 Apr
16Apr

—Lucho, no te puedo mentir más —dice Paulo apenas entra al taller de imprenta.  Tira la mochila al piso, se sienta de manera pesada y suelta un suspiro corto y potente. 

—¿Qué te pasó? —se sorprende Luis. 

—¿Está el Gordo? 

—No —sacude la cabeza—. Sigue engripado. Decime, Paulo, ¿qué pasa? Estás pálido —se quita los guantes moteados y se apoya sobre la cinta transportadora. 

—¿Emilce está arriba? 

—No, se fue al centro. Unos trámites, dijo. ¿Qué cagada te mandaste, pibe? 

—¿Te acordás del cuento de Cortázar que me encontré el otro día? — pregunta Paulo, y lo mira por primera vez a los ojos. 

—Sí; hace como dos meses que te lo encontraste —lo corrige Luis. 

—Bueno, es lo mismo. Viste que los traje en una bolsa con unos libros viejos. 

—Sí, bolas, te digo que me acuerdo. ¿Me vas a contar o no me vas a contar? Mirá que tenemos que empezar a imprimir los manuales y los libros de inglés —lo apura. 

—Era mentira, Lucho. Era todo mentira. 

Luis frunce el ceño y le sostiene la mirada unos segundos intentando recrear la situación. Recuerda que Paulo había llegado con unos libros viejos, viejísimos, amarillentos y con olor a humedad adentro de una bolsa. Dijo que los había encontrado en el camino, adentro de un contenedor, en medio de escombros, maderas rotas y alambres retorcidos. Al principio, no le había prestado mucha atención, pero terminó accediendo ante la insistencia de Paulo para revisarlos. Había uno de poemas y uno de química. Dos de menor tamaño, como de bolsillos, con las tapas tan deterioradas que apenas podían distinguirse los títulos. Del último libro salieron volando unas hojas dobladas por la mitad, sucias y arrugadas. Paulo se agachó, las recogió y las miró por unos segundos a cada una de ellas. Eran solo tres, escritas a máquina, unidas por un diminuto broche metálico. Paulo, sorprendido, dijo que las firmaba Julio Cortázar. Leyó el título en voz alta. «El accidente de Dios». Lo repitió luego de sacar la mirada de los papeles, como si buscara confirmar que podía retenerlo en la memoria. Recorrió las hojas con la mirada, un vistazo veloz, y regresó al inicio. 

—El accidente de Dios —dijo por tercera vez—. Nunca supe que Cortázar tuviese un cuento que se llamara así —levantó la vista para mirarlo a Luis, quien se limitó a levantar los hombros y arquear la boca, como quien no tiene idea de lo que le están hablando. 

Paulo no podía parar de repetir que era un cuento de Cortázar, inédito, desconocido, único en el mundo. Luis le respondió que no era un gran conocedor de su obra, por lo que no podía discutirle ni afirmarle nada. Al día siguiente, Paulo continuó mostrando excitación por su hallazgo. Le dijo, a modo de secreto, que presentaría copias en los medios de comunicación para darlo a conocer. Lo había leído detenidamente, dijo. Le parecía extraordinario. Y conflictivo, porque, afirmaba, se introducía en el tema delicado de la religión. Lo había buscado en internet. Le juraba a Luis que había intentado rastrearlo, y que no existía sitio alguno que documentara su existencia. Luis se limitaba a asentir, sin dejar de apilar resmas, cargar tintas, cortar hojas. Paulo aseguraba que no podía guardar semejante hallazgo para sí, que era una obligación moral darlo a conocer, entregarlo a la cultura universal. 

—¿Así nomás, sin pedir nada a cambio? —le preguntó Luis, con un tono de incredulidad. 

—Obvio —respondió de inmediato Paulo, con el gesto serio—. No voy a andar pidiendo plata por esto. 


Luis chasquea la lengua y sacude la cabeza. La sonrisa se le dibuja debajo del bigote espeso y canoso. 

—¿En serio me decís? 

—Sí, Lucho, en serio. Me mandé la cagada. 

—No es para tanto —minimiza Luis, mientras vuelve a colocarse los guantes—. Dale, vamos a empezar con esto porque me quiero ir temprano hoy. 

—Sí, es para tanto —se pone de pie—. Es para tanto. Una, porque la familia de Cortázar estuvo involucrada en todo esto por mi culpa. Y otra, porque no sé si esto es falsificación de documento o robo de identidad o alguna cosa así. 

—Estás exagerando, pibe —intenta calmarlo y le hace seña con la cabeza para que lo ayude a cargar las planchas de hojas en blanco. 

—No, Lucho, no exagero. Yo también me expuse, y ahora voy a quedar como un chanta delante de todo el mundo. 


Luis había insistido con la pregunta. Paulo había titubeado un poco, hasta que finalmente reconoció que podría aprovechar para darse a conocer. 

—Vos sabés que me gusta escribir novelas de fantasías y lo difícil que es meterse en el medio literario y hacerse conocido. Qué sé yo. No me parece mal que saque algún provecho, dé algunas entrevistas e intente meter mis cuatro libros en las conversaciones. Como le pasó al venezolano Arquiaga, ¿te acordás? 

—Sí, el que chocó contra un patrullero y se hizo famoso —respondió Luis—. ¿Cómo no me voy a acordar, si estuviste un año rompiendo las bolas con ese tema? 

—Ahora vende sus libros de terror en todo el mundo. Quizás yo tenga la misma suerte. 

Luis se quedó en silencio unos segundos, con la mirada fija en una caja de cartón. 

—¿Cuál es la idea? —quiso saber— Ya dijiste que plata no vas a pedir. Aparte, la familia de Cortázar te puede exigir el cuento porque a ellos les corresponde cobrar los derechos de autor. 

—No sé, no lo pensé, todavía. Llamar a algún canal o algún diario, dar algunas entrevistas para contar cómo lo encontré, cuándo, y deslizar de a poco que me gusta escribir, que tengo cuatro… 

—No, Paulo —lo interrumpió Luis—. Que te gusta escribir, no. Si te vas a vender así, dejá; quedate en tu casa. Tenés que decir que sos escritor —acentuó cada palabra y la acompañó con el movimiento de la mano—. Sos escritor, tenés cuatro novelas que se llaman tal y tal, y que se tratan de esto y de lo otro. 

Paulo asintió con una sonrisa tímida. 

—Si pensás hacer esa movida, hacela con todo, pibe. 

—Sí, Lucho. Tenés razón. Me cuesta percibirme como un escritor, pero tenés razón.    

—No importa. Las cosas se hacen con convicción, con la sangre hirviendo ¿me entendés? Un toro no tiene ninguna duda cuando va dispuesto a embestir. Si es lo que te gusta, si estás seguro de que es lo que querés hacer, tenés que ir como un gallo encandilado. Así —se golpeó con el puño la palma de la otra mano—. A todo o nada. 

Luis, de manos en la cintura, lo mira sin pestañear. Paulo permanece sentado, negando con la cabeza, soltando breves insulto contra sí mismo. 

—¿Sabés lo que tenés qué hacer, pibe? —suelta Luis, con la seguridad de tener la solución— Hacerte el boludo. Si se descubre que es mentira que lo escribió Cortázar, plantate en que vos lo encontraste ahí tirado, en el contenedor ese y listo. No sabés más nada, no tenés idea de dónde salió. Igual, no entiendo cómo van a saber que no lo escribió Cortázar. 

—Porque ayer me llamaron de… 

—¿Quién lo escribió, entonces? —lo interrumpe Luis—¿Lo conocés? 

—Yo, Lucho —responde con la mirada en el suelo y los dedos entrecruzados. 

—¿Vos lo escribiste? —quiso confirmar— ¿Me estás jodiendo? 

—No, no te estoy jodiendo. Lo escribí yo hace como un año y pico. Lo tenía en la computadora, y se me ocurrió hacer esto. 

—¿Te das cuenta de la repercusión que tuvo el cuento, Paulo? —pregunta Luis sacudiendo la mano de manera exagerada, con los dedos amontonados.

La primera nota salió en el portal de internet de un medio periodístico. Ese mismo día, Paulo tuvo dos entrevistas televisivas. La novedad acerca del cuento inédito y desconocido de Julio Cortázar se multiplicó en todos los formatos posibles con la velocidad de un latigazo. Los descendientes de Cortázar agradecieron de manera pública el gesto altruista de haber dado a conocer el texto. La prensa especializada y la comunidad literaria, en su mayoría, colmaron de halagos a la obra. Paulo había nombrado, durante las entrevistas, su carrera incipiente como escritor. Habló de sus cuatros novelas ya terminadas. Contó, en la medida que se lo permitían los periodistas, el argumento de cada una, las características de los personajes y el conflicto que desencadenaba toda la acción. Sin embargo, no obtuvo los resultados que había imaginado. Nadie adquiría sus libros en la plataforma digital ni las editoriales se comunicaban con él. 

—Sí, pero no sirvió de nada la repercusión que tuvo —dice Paulo ladeando la boca. 

—No, pibe ¿no te das cuenta? Todos dijeron que el cuento era una maravilla, que era una obra maestra, que era una barbaridad. 

—Sí, porque supuestamente era de Cortázar. No de un desconocido —se pone de pie y se apoya contra la pared. 

—Bueno, sí; puede que hayan estado influenciados por la firma del autor —le concede Luis—. Pero ya está dicho todo lo que dijeron. No se pueden echar para atrás. 

—Es lo mismo. Me voy a meter en un quilombo bárbaro —se apoya una mano sobre la frente, como si se midiera la temperatura. 

—Paulo, haceme caso. No hagas nada, y si salta todo, seguí a muerte diciendo que lo encontraste tirado. 

—No puedo, Lucho. No me había avivado de que hay cámaras de seguridad en toda la cuadra donde está el contenedor que te dije. Van a buscar y van a ver que nadie tiró una bolsa blanca ni que yo me acerqué ni agarré nada de ahí. 

—Bueno, tranquilo. No va a pasar nada. Nadie se va a dar cuenta. 

—A esta hora —levanta la vista hacia el reloj que cuelga de la pared lateral— ya deben saberlo. Ayer a la tarde me llegó un mail de no sé qué asociación de historiadores de literatura y me dijeron que se estaban haciendo exámenes a las hojas y a la tinta para determinar el año en el que se escribió, con un margen de error de dos o tres años. 

—No te puedo creer—exclama Luis y chasquea la lengua. 

—Lo hice de estúpido —suelta Paulo, como si ensayara una explicación—. Era para demostrar que un cuento firmado por un autor de renombre levanta elogios a lo pavote, aunque lo haya escrito un desconocido como yo. 

—Bueno, pero ¿qué es lo peor que puede pasar? —Luis se sienta en la silla que había liberado Paulo. 

—Qué sé yo, Lucho. Que me acusen de robo de identidad, me hagan una causa civil, supongo, y tenga que pagar un dineral por el resto de mi vida. 

—No creo, pibe. No creo. 

—Estoy pensando en cerrar mis redes sociales y en cambiar de número de teléfono. Y que sea lo que dios quiera. 

—¡No, Paulo! La cagada ya te la mandaste. ¿Sabés lo que tenés qué hacer? Llamá a algún medio de estos con los que te entrevistaste y contales todo: cuándo lo escribiste, qué máquina de escribir usaste, cuántos… 

—No, Lucho. Estás loco. Ni de casualidad me voy a exponer así. 

—Escuchame —Luis levanta una mano para que se calle y le brinde una oportunidad para explicar su idea—. Los llamás y les decís que quisiste hacer una joda y se te fue de las manos; que el cuento te había parecido tan malo, tan pobre y tan alejado de lo que pretendés hacer al escribir, que se te ocurrió el chiste de decir que lo escribió Cortázar. Y que nunca en la vida te habías imaginado que iba a tener la repercusión que tuvo, que jamás creíste que la gente se interesara así y que mucho menos habías pensado que el ambiente literario lo diera como válido, lo aceptara y lo criticara tan bien. Listo. Quedás como un caballero. 

—Se van a dar cuenta de que es mentira. —

¡No importa, pibe! Lo decís igual. De última, agregá que querías demostrar lo difícil que es ser aceptado para los autores nuevos, y también que tu nivel de escritura está a la altura de los más grandes del país. Todos los críticos literarios estuvieron de acuerdo con vos, mal que les pese. Le pedís disculpas a los familiares de Cortázar, miles de disculpas, millones, si hace falta. No quisiste ensuciar ni usar su nombre, sino que tuviste que recurrir a tu ídolo más grande, al mejor de todos para comprobar tu teoría. 

—No sé, Lucho —Paulo, con la espalda apoyada en la pared, se rasca la barbilla y mira el piso. 

—No seas cagón —le da una palmada en el codo y se pone de pie—. Andá, llamá a un canal, a una radio o a quién sea. Llamá y deciles. Atacalos. Aprovechá la volada y que ahora hablen de vos y de tu cuento. 

—Junto coraje durante dos minutos y llamo. Supongo que si lo hago bien, podría llegar a funcionar, ¿no? —reflexiona Paulo después de soltar otro suspiro. 

—Obvio, pibe, que va a funcionar. O salís en todos lados por lo bueno de tu cuento o por la genialidad de mentira que te inventaste. 

Paulo intenta una sonrisa y levanta las cejas. Mira la hora. Amaga con incorporarse, aunque permanece apoyado contra la pared descascarada, como si el impulso no hubiese sido suficiente. 

—Metele —insiste Luis—. Así después nos ponemos con esto —señala con el mentón la plancha de hojas en blanco—, antes de que tengamos que empezar a imprimir tus libros.



ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO